— Conmigo lo tendría. Capataz de toda la «Hacienda El Tigre» ¡Y doblándole el sueldo!
— Se me antoja que me está «mamando el gallo» — rió el viejo mientras pasaba la lengua por el borde del papel—. Me ofrece algo que no es suyo, porque, o yo ando errado, ola mitad del «Tigre» continúa perteneciendo a mi patrona. — Indicó luego al silencioso Ramiro Galeón que ni había hablado ni había hecho gesto alguno, como si fuera una estatua de sal—. ¿Y qué haría con su hombre? Tantos aсos de fieles servicios no se pagan de ese modo, don Cándido.
— Ramiro es asunto mío — replicó el otro, inquieto y amoscado—. ¿Por qué no entramos, y a la fresca discutimos mi propuesta?
— Prefiero no hacerlo, y así no se presenta la oportunidad de tener que buscar otro empleo. Estoy contento con éste. — Encendió el cigarrillo y pareció dar por concluida la conversación, aсadiendo con humor —: Por cierto: si se anima a empujarse hasta la «Hacienda Madre», recuérdele a doсa Celeste que prometió enviarme pintura y brea para la casa. Queremos dejarla nuevecita por dentro y por fuera. — Chascó la lengua, lanzando un sonido que quería expresar su entusiasmo y admiración—. Digan lo que digan, nunca habrá otra semejante por estos pagos, ¿no le parece?
Cándido Amado se mordió los labios, y por un instante se podría pensar que iba a echar mano al revólver que ocultaba bajo su ancho y recién planchado «liqui — liqui», pero reparó él en la rápida ojeada que Aquiles Anaya lanzaba al rifle y se contuvo.
— ¡De acuerdo! — dijo al fin—. Si ése es su sentido de la hospitalidad, nos marchamos… ¿Podría pedirle a la muchacha que nos trajera un poco de agua? El camino es largo y el calor aprieta.
El llanero tomó el rifle, y con él en la mano entró en la casa, mientras replicaba:
— Yo la traeré. No me gusta andar molestando a la gente con pendejadas.
Estaba llenando con parsimonia un jarro en la cocina, cuando se Interrumpió sonriendo al escuchar el rumor de cascos de caballo que se alejaban y se volvió a Yaiza, que pelaba patatas no lejos de la ventana.
— El hijo del sacristán venía por ti, y le picó no verte. — Se asomó a ver la nube de polvo—. Va más rascado que chucho con garrapata en el cipote, y disculpa la expresión.
— Se buscó un mal enemigo.
— Siempre fue malo y siempre fue enemigo. Y además, pendejo.
•
Imelda Camorra alzó los ojos del vaso que contemplaba absorta desde hacía largo rato, y se sorprendió al advertir que su visitante nocturno era Ramiro Galeón.
— ¿Qué haces aquí? — inquirió molesta—. Cándido aún no ha venido, y si te encuentra se va a enfadar.
— Ya no vendrá.
Había algo en el tono de voz del estrábico que hizo que la mujerona le prestase una atención especial.
— ¿Qué quieres decir? — inquirió—. ¿Ocurre algo? Hace rato le vi en el porche y parecía estar bien.
— Allí sigue. Y sigue bien. Bebiendo hasta reventar con la vista fija hacia los lados de «Cunaguaro».
— Eso no es nuevo. Así lleva la vida.
— Es nuevo. Ahora es distinto.
Imelda observó con fijeza al hombretón que, pasando una de sus largas piernas sobre el respaldo de la silla, había ido a tomar asiento en el lugar que normalmente ocupaba Cándido Amado, y se servía en su vaso. Permitió que llenara el suyo también y, antes de beber, inquirió:
— ¿Acabarás con los secretos? ¿Qué carajo ocurre?
El otro sonrió apenas, entre burlón e irónico.
— Tu enamorado, se ha enamorado — dijo.
Restalló una sonora carcajada, e Imelda extendió la mano en forma de cuenco.
— ¡Tú estás loco! — exclamó—. Candidito Amado comerá en esta mano hasta que yo quiera. ¿Lo oyes? Hasta que Imelda Camorra quiera.
— Mierda.
— ¿Cómo dices?
— Lo has oído: «mierda» — repitió, recalcando mucho la palabra, y tras beber muy despacio para mantener así más tiempo su interés, aсadió —: El patrón dejó de comer en tu mano desde el momento en que vio a esa muchacha.
— ¿Qué muchacha?
Aunque trató de evitarlo, el timbre de voz mostraba una innegable alarma.
— La que vive en la casa grande. — Lanzó un silbido de admiración—. ¡Guá! ¡Tendrías que verla! Te juro que cuando comenzó a surgir de entre las vacas con un cántaro en la mano, se me pusieron los ojos rectitos por primera vez en mi perra vida… ¡Guá! — insistió, silbando de nuevo—. Ni en sueсos imaginé que pudiera existir una hembra semejante, pero allí estaba, joven, limpia, tímida y callada. Al patrón se le aflojaron las piernas, y tanto le temblaba la mano al agarrar el cántaro, que se echó el agua por la pechera.
— ¡Estás mintiendo!
— Eso es lo que tú quisieras. — Hizo una pausa y la miró con fijeza—. Pero ayer no vino, ¿verdad? Empleó la noche en baсarse y afeitarse, y creo que ni siquiera se acostó, porque con las tinieblas ya me tenía llano adelante rumbeando hacia el río. — Agitó la cabeza mientras bebía de nuevo—. ¡Tendrías que haberlo visto!: Repeinadita la calva, recortado el bigote, oliendo a limpio y llorándole al viejo zorro de Aquiles para que le dejara entrar en la casa, o que «al menos la muchacha le trajera un poco de agua, porque se moría de sed…» ¡Vaina! Nunca vi a nadie humillarse de ese modo, ni aun por salvar la vida.
Imelda Camorra tardó en hablar. Había escuchado en silencio la larga perorata, y ya no dudaba de su veracidad. Sus ojos centellearon, su labio superior se agitó presa de un leve temblor, y su cerebro ' trabajó a mayor velocidad de lo habitual.
— ¿Quién es? — quiso saber al fin.
— ¿La «guaricha»? — inquirió Ramiro Galeón encogiéndose de hombros—. ¡Ni idea! Ni aun su nombre averiguamos, porque hoy ni siquiera asomó los hocicos, y de veras que eso fue aún peor, porque el patrón se calentó y el viaje de vuelta lo hicimos al galope. Casi revienta la potranca y si no fuera tan mal jinete le habría perdido de vista el rabo. Parece como si se le hubieran «barajustado» las ladillas y las garrapatas. La «godita» lo entonteció aún más con sus ojazos verdes.
— ¿Cómo sabes que es espaсola?
— Eso se nota aunque no hable. Criolla es criolla, y ella no lo era., Ni su madre, que se le parece mucho, ni los dos fulanos que vi y que deben ser sus hermanos.
— Puede que uno de ellos sea su marido.
— Esa potranca no tiene aspecto de haber conocido «padrote». Es: muy joven y mira como las vírgenes.
— ¡Qué sabrás tú de vírgenes! ¿Cuándo has visto una?
— ¡A mí «pata — e — rolo»! — Fue la agresiva respuesta—. Lo que importa | es la opinión del amo, que al venir acá me dijo: «Ni media palabra al nadie, pero con esa carajita me caso. Tú de "Juan Callao", o ya estás agarrando tus "corotos" y largándote de "Morrocoy".»
— ¡Mientes!
— No miento y lo sabes. Has perdido tu tiempo tratando de convertirte en dueсa de un «Hato» sin tener en cuenta que no perteneces a la raza de los patrones «blancos», sino a la de los peones «oscuros», muertos de hambre y «abusados». Te lo vengo diciendo, y nunca me escuchas.
—;Y qué quieres que haga? ¿Seguirte a pasar miseria por esas sabanas hasta que también te canses? Yo sé bien que Cándido Amado es un «comemierda», pero es la única oportunidad que he tenido de casarme y dejar de ser puta. — Bebió muy despacio, y mientras lo hacía parecía meditar en su nueva situación—. Y no me voy a dejar joder tan fácilmente — continuó—. Al fin y al cabo, una cosa es que a él le guste, y otra que ella le acepte.
— Olvidas la plata.
— ¿Qué plata?
— La del patrón. Tiene mucha, porque desde que nació no ha hecho otra cosa que «cachapear» ganado de sus vecinos, vendiéndolo como propio y amarrando cada «fuerte» a la espera del día que pudiera comprar «Cunaguaro». Si le ofrece sacarla del establo para convertirse en ama, tal vez le dé resultado. — Hizo una significativa pausa—. Contigo se lo dio.