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— Celeste nunca sé la venderá.

Su expresión cambió, y por unos instantes volvió a ser el bebedor colérico y violento capaz de golpear a una mujer con una silla, insultar a su propia madre, o maltratar a sus peones, porque Cándido Amado era un hombre al que una determinada persona podía || transformar de inmediato con su sola presencia.

Acomplejado e inseguro desde niсo, sabiéndose hijo de una deficiente mental y un enclenque sacristán despreciado por cuantos conocían la canallesca y rastrera forma en que había adquirido su fortuna, se había sabido siempre «fruto de confesionario» e indigno por su origen, carácter y constitución física, de formar parte de la raza de los auténticos llaneros, y por lo tanto había crecido sin tener una idea muy clara de a qué mundo pertenecía, pues ni la sabana le aceptaba, ni él aceptaba la beatería que su madre pretendió siempre inculcarle.

Había luchado mucho para tratar de parecer llanero, pero en esa lucha había confundido dureza con crueldad, firmeza con violencia, y hombría con machismo, y a consecuencia de ello se había convertido en una caricatura de su propia ilusión, y lo sabia.

Su madre lo trataba como a un niсo tan retrasado como ella; Imelda le pegaba y ofendía; sus peones le despreciaban, y su capataz, aquel impasible Ramiro Galeón que sí era por derecho un auténtico llanero, le acomplejaba con su temible y recia personalidad.

Pero de todos los seres de este mundo, quien más le ofendía, despreciaba y acomplejaba sin haberle visto nunca, era sin lugar a dudas su prima Celeste Báez.

— Acatará cediendo — masculló, cesando casi instantáneamente de agitar los pies que, como por ensalmo, habían dejado de molestarle—. Al fin comprenderá que le conviene aceptar mi oferta, porque se me acabó la paciencia y conmigo no se juega.

— No puede obligar a nadie a vender lo que es suyo — le hizo notar la muchacha—. Y ella no quiere vender.

— Pero es que no es suyo — fue la rápida y rabiosa respuesta—. La «Hacienda El Tigre» le correspondía a mi madre, pero mi abuelo quiso castigar a mi padre y la partió, sin tener en cuenta que a quien en el fondo castigaba era a mi madre y a mí. Ella era demasiado inocente para tener culpa de nada, y yo aún ni siquiera había nacido. — Tomó una piedra y se la lanzó a un toro que se había aproximado demasiado—. ¡No es justo! — exclamó, convencido—. No es justo que mi tío Leónidas se aprovechara de que mi madre no estuviera en condiciones de defender lo que era suyo—. Hizo una corta pausa y aсadió —: Pero yo repararé esa injusticia y lo recuperaré por las buenas o por las malas.

— No me parece que Celeste sea de las que se dejan convencer por las malas — puntualizó Yaiza—. Yo no le aconsejaría que intentara quitarle la casa.

— ¿Ni aun a sabiendas de que vivirá en ella?

— Ya vivo en ella.

— Pero no como dueсa.

— No me interesa ser dueсa de nada. — Observó unos instantes los «zamuros» que se habían abalanzado sobre una vaca que pataleaba agónicamente al otro lado del río, y bajando el tono de voz aсadió como para sí —: Lo único que desearía es volver a Lanzarote.

— ¿Qué es Lanzarote?

— El lugar donde nací. En Canarias.

— ¡Canarias! Eso está en Espaсa, ¿verdad? — Ante la muda afirmación, seсaló —: En el viaje de bodas iremos a Lanzarote. Siempre quise conocer Espaсa.

Ella lo miró adustamente.

— Usted es un hombre de ideas fijas, ¿no es cierto?

— No mucho. Pero desde el momento en que la vi supe que nos casaríamos. Fue como una premonición. ¿Nunca ha tenido una premonición?

Yaiza Perdomo tuvo que hacer un esfuerzo para evitar sonreír.

— A veces — admitió.

— Pues eso es lo que me ha ocurrido. La vi y dije: Esa es la mujer de mi vida; o me caso con ella, o con ninguna.» Y yo, cuando me propongo algo, lo consigo.

— ¿Como el «Hato Cunaguaro»?

— Hace mal en burlarse — le advirtió endureciendo el tono de voz—. Los llaneros tenemos fama de pacientes, pero el día que esa paciencia acaba, somos temibles. ¿Sabía que en su mayor parte fueron llaneros los que derrotaron en la Guerra de la Independencia a sus antepasados, los espaсoles…?

— No. Pero tampoco creo que fueran mis antepasados. Salvo uno que fue dieciocho veces a China doblando el Cabo de Hornos, los demás jamás se movieron de Lanzarote. Excepto Reinaldo y Armida, claro está.

— ¿Quiénes?

— Es la hora del ordeсo y mi madre me está buscando. No haga caso. ¡Son cosas mías…! — Se puso en pie.

Echó a andar, pero él la detuvo con un gesto.

— ¿Le gustan los caballos? — inquirió, y como ella le miraba un tanto sorprendida y en silencio, aсadió con cierta timidez —: Me gustaría regalarle la potranca más hermosa que ha nacido jamás por estas tierras.

— Lo siento — negó la muchacha—. Ya tengo caballo y nunca lo cambiaré. ¡Adiós!

— ¡Adiós!

Cuando Ramiro Galeón surgió a su lado trayendo de las riendas las monturas, Cándido Amado aún continuaba con los ojos fijos en la espalda de Yaiza que estaba a punto de desaparecer en el palmar.

— ¡Me casaré con ella! — repitió sin volverse a su capataz que seguía la dirección de su mirada—. Ahora estoy seguro: me casaré con ella.

— ¿Y qué pasará con Imelda?

Cándido Amado se volvió sorprendido.

— ¿Imelda? — inquirió—. ¡Por mí como si se la comen los caimanes! — Colgó las botas del arzón de la silla y decidió montar descalzo aunque no le gustaba hacerlo—. La otra noche me amenazó con largarse a un burdel. — De acuerdo. ¡Que se largue! — Desde lo alto de la silla observó al llanero—. ¿Crees que cinco mil «bolos» serán suficiente regalo de despedida?

Los atravesados ojos bizquearon más que nunca, pero el menor de los Galeones contuvo su ira.

— Es su dinero, patrón — dijo—. Cada hombre sabe el precio de lo que una mujer ha hecho por él.

El otro le observó largamente tratando de leerle el pensamiento, pero el rostro y los ojos de Ramiro Galeón hacían imposible cualquier tipo de lectura.

— ¡A veces pareces listo! — comentó por último Cándido Amado—. Incluso demasiado listo. ¡Bien! — concluyó mientras taconeaba a su montura para que se pusiese en movimiento—. Le ofreceré siete mil. Si quiere los toma, y si no la echas de una patada en el culo — rió divertido—. ¡Al fin y al cabo, que le den patadas es lo que más le gusta en este mundo!

Lanzó la yegua al galope y el bizco le siguió.

Al concluir la cena Aquiles Anaya tomó de nuevo el rifle, se cercioró de que estaba a punto y cargado, y descolgando de la pared una gran calabaza hueca, comenzó a limpiarla librándola de las telaraсas y el polvo acumulado durante meses.

— ¿Qué es eso? — quiso saber Sebastián.

— Un «coroto».

— Sí, ya sé — admitió—. Para los venezolanos, cualquier cosa es un «coroto». ¿Pero ése para qué sirve exactamente?

— Para darle una serenata al «mano — e — plomo» que nos roncó en la oreja toda la noche. ¿No lo oíste?

— ¿Los rugidos? Sí. Pero también podía ser un mono araguato.

— ¡Escucha, hijo! — seсaló el capataz—. Si hubiera araguato en el mundo capaz de rugir con esa potencia, te juro que me impondría más respeto que el propio tigre, porque mediría por lo menos dos metros. — Agitó la cabeza negando seguro de sí mismo—. Ese «pintado» era un macho en celo y peligroso. Si la sabana está repleta de animales moribundos a los que puede derribar de un zarpazo sin que nadie le moleste, ¿a qué diablos viene ese pasarse la noche rondando la casa y amenazando? No me gusta — concluyó—. No me gusta nada de nada.