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— ¿Y por eso va a matarlo? — se lamentó Yaiza—. ¿Tan sólo porque no le gusta que ronde la casa?

— ¡Desde luego! — admitió el llanero—. ¿Sabes lo que puede significar? Que el gran carajo en alguna ocasión se comió a un cristiano, le agradó el sabor y está deseando cambiar menú de vaca por persona. — Chascó la lengua—. Y en esta casa nadie ha nacido para capricho de tigre «gourmetre».

Aurelia no pudo evitar sonreír desde la cocina al escuchar la pintoresca expresión, comentó en voz alta:

— ¿No será que como en el cuarto de Yaiza no hay alfombra quiere proporcionarle una?

— Algo hay también de eso — replicó el anciano con la picara expresión del chiquillo cogido en una travesura—. Pero una cosa no quítala otra.

— ¡Yo no quiero ninguna piel de tigre en mi habitación! — se apresuró a puntualizar la muchacha, alzando el dedo amenazante—. Ni de tigre, ni de ningún otro animal. Así que ya puede ir guardando su «coroto» y su escopeta, y mejor nos cuenta una de esas historias que conoce. Me gustan tanto como las de Maestro Julián, el Guanche. — Aquél era más mentiroso — bromeó Asdrúbal—. O al menos, podíamos cogerle más fácilmente las mentiras porque eran historia; del mar. Pero aquí… ¡Como apenas sabemos nada del Llano!

— ¡Y menos sabrás si no abres las orejas, carajito! — masculló Aquiles Anaya—. Os queda mucho que aprender. — Luego se volvió a Yaiza y había seriedad en sus palabras—. Si no la quieres, no tendrás alfombra — dijo—. Pero eso no impide que tenga que matar al bicho. No podría dormir pensando que en cualquier momento puede meterse de un salto por una ventana. Un animal de su tamaсo, de un solo golpe, destripa a cualquiera.

— ¿Puedo ir con usted?

Se volvió a Asdrúbal que era quien había hecho la pregunta.

— Te advierto que hay que pasarse horas inmóvil y en silencio, dejando que te acribillen los zancudos y sin poder orinar siquiera. El tigre huele una meada de hombre a dos kilómetros.

— ¿Puedo ir yo también?

Era Sebastián quien se sumaba al grupo y el llanero se encogió de hombros en mudo asentimiento.

— Seis ojos ven más que dos y los míos empiezan a estar cansados. — Se volvió hacia la cocina—. ¿No le importa que me lleve a sus chicos? — inquirió dirigiéndose a Aurelia—. Los cuidaré bien.

Esta asomó la cabeza por la pequeсa ventana que separaba el comedor de la cocina y sonrió:

— A los catorce aсos pescaban tiburones a los que ese «gato» de ahí fuera no les hubiera servido ni de postre. No se preocupe: saben cuidarse solos, pero tenga cuidado porque si el tigre se acerca demasiado, Asdrúbal le machaca la cabeza de un puсetazo. Se lo he visto hacer con un camello.

El viejo se volvió, asombrado, al aludido.

— ¿Es cierto? — quiso saber.

— ¡Bueno! — se disculpó el otro—. No le machaqué la cabeza. Únicamente lo tumbé. Fue una apuesta un día que estaba borracho, pero Yaiza se enfadó tanto que prometí no repetirlo… — Sonrió—. Ni siquiera con un tigre.

— Es muy bruto — sentenció la muchacha, molesta.

— No es bruto. Es fuerte — intercedió Sebastián—. Pero papá era aún más fuerte. Asdrúbal jamás pudo ganarle un pulso. — Se volvió a Aquiles Anaya—. Mi padre medía dos metros y pesaba más de cien kilos. Podía sacar una barca del mar él solo.

— Me hubiera gustado conocerle — seсaló el llanero.

Se hizo un silencio, como si la evocación de Abel Perdomo pesara de pronto en el ánimo de su familia entristeciéndola y sumiéndola en unos recuerdos de donde únicamente pareció sacarla Aquiles Anaya, que se puso en pie decidido.

— Es hora de marcharse — dijo—. El que quiera venir que se busque una manta y una cantimplora. La espera va a ser larga.

Fue larga en verdad, pues se alejaron a pie durante más de media hora en dirección a un chaparral que comenzaba más allá del último recodo del río, y se internaron en él hasta coronar una diminuta loma de no más de cuatro metros que constituía el mejor mirador de los contornos. Una suave brisa soplaba de la dirección que habían traído, y el viejo permaneció unos instantes muy quieto a la luz de una luna que estaba ya más que mediada iluminando fantasmagóricamente la dormida sabana.

— ¡Bien! — exclamó—. Este lugar es perfecto; tenemos el viento de cara, no puede olemos y resultaría difícil que nos sorprendiera. — Dejó el rifle en el suelo—. De todos modos, más vale «pelar bien el ojo», por si pretende echarnos una vaina.

A continuación se arrodilló, colocó la calabaza a poco menos de un palmo del suelo, y ajustando la boca a la parte alta como si se tratara de un megáfono emitió un fuerte gruсido.

Al rebotar contra la tierra, el sonido cambió el tono y se expandió por la llanura en lo que constituía sin lugar a duda una notoria imitación del rugido de un jaguar.

Repitió la acción una docena de veces ante la sorprendida mirada de sus acompaсantes, y luego se sentó a esperar con el oído atento.

Nada.

Nada durante casi media hora en la que permanecieron inmóviles como si fueran una piedra más en la llanura, y únicamente entonces el llanero decidió alargar la mano, tomar de nuevo el «coroto» y repetir la llamada.

Nada tampoco. Tan sólo el zumbido de los zancudos que atacaban con inusitada ferocidad obligándoles a cubrirse con las mantas sin dejar al aire más que ojos, nariz y oídos, o el silbido de los «pájaros — bombarderos» que imitaban obsesivamente el ruido de una granada a punto de caer.

Asdrúbal fue el primero en acurrucarse como un inmenso feto envuelto en su cobija para quedar pronto traspuesto, y Sebastián, aunque sentado, echaba de tanto en tanto una cabezada en una duerme — vela de la que ambos regresaban súbitamente cuando el capataz repetía sus rugidos cada vez más frecuentes.

— ¿Y si fuera sordo? — aventuró Asdrúbal en uno de aquellos espabilarse de improviso—. Seguro que ya nos han oído hasta en Caracas.

— No hay tigre sordo — sentenció el otro.

— ¿Cómo lo sabe?

— Porque he matado más de treinta y jamás vi ninguno con trompetilla. «Mano — e — plomo» es muy desconfiado desde que sabe que a las seсoras de París les encanta hacerse un abrigo con su pellejo. Duerme y no ronques.

Habían pasado cuatro largas horas y se diría que todos los mosquitos de los contornos habían decidido acudir al reclamo en representación de una fiera que prefería no aparecer, cuando al fin un lejano rugido llegó desde los rumbos de la casa.

— ¡Ahí está! — musitó el viejo excitado—. ¡Eh! Despertad. ¡Ya roncó el bicho!

Los dos hermanos se irguieron prestando atención y alargando la oreja, y Aquiles Anaya repitió una vez más su gruсido que fue devuelto casi como si de un eco se tratase.

— ¡Macho! — exclamó el llanero—. Un macho adulto.

— ¿Cómo puede saberlo?

Los miró confuso.

— Lo sé y basta — replicó al fin—. Quien no aprende a distinguir si el que responde al reclamo es macho o hembra, jamás conseguirá cazar un tigre. — Rió por lo bajo—. Aquí, como en todo, es el coсo el que manda.

Se inclinó de nuevo sobre la calabaza, pero en esta ocasión la apartó algo más del suelo, de modo que, aún siendo básicamente el mismo tipo de rugido el que emitía, ahora se le advertía más débil en su timbre e intensidad.

— ¡Hembra en celo que necesita macho! — susurró muy por lo bajo—. Ese llega volando y con la excitación apenas tomará precauciones por miedo a que otro se le adelante… — Cogió el rifle, le quitó el seguro y tumbándose cuan largo era, se encaró el arma y clavó la vista al frente—. ¡Ni un susurro! — pidió—. Dentro de nada lo tendremos aquí.

Asdrúbal y Sebastián le imitaron echándose a su lado, y a ambos les costó contener su nerviosismo mientras se esforzaban por distinguir algún movimiento que delatara la presencia de la fiera.