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Pero ni siquiera encerrada entre cuatro paredes Yaiza Perdomo podía sentirse a salvo de los hombres, porque al otro lado del muro,

justamente frente a la cama en que solía permanecer tumbada durante horas cosiendo o leyendo semidesnuda para combatir el asfixiante calor y no gastar más aún su escasa ropa, el gordo Mauro Monagas había practicado un pequeсo agujero, disimulado tras un desportillado espejo y, encerrado a solas en su mísero despacho — dormitorio, había convertido el hecho de espiar y masturbarse en la razón principal de su existencia.

La primera vez que el Manco Monagas vio a Yaiza en la estación de autobuses se sintió impresionado, pero la primera vez que aplicó el ojo a un agujero, y a la oblicua luz que penetraba por el ventanuco distinguió el cuerpo desnudo de la muchacha, creyó enfrentarse a una visión del otro mundo y advirtió que se ahogaba, falto de aliento.

No sabía entonces que con aquel acto se había convertido en el primer hombre que la contemplaba desnuda, y por unos instantes tuvo que apoyar la frente en la pared y sujetarse con su única mano al borde de la mesa, porque experimentó la sensación de que las fofas piernas le temblaban negándose a sostener su inmenso culo, y de un momento a otro se derrumbaría sobre el piso estrepitosamente;

Se le secó de inmediato la boca que tuvo que abrir por completo para que el aire lograra descender a sus pulmones, y se masturbó contra el muro sin importarle que el semen resbalase por el pringoso papel de flores amarillas. Luego, dejó caer sus ciento treinta kilos de grasa en un desfondado sillón que crujió tristemente y permaneció largo rato espatarrado y abierta la bragueta, fija la vista en un punto indefinido porque aún continuaba teniendo ante los ojos la indescriptible visión que había estado contemplando.

— ¡Nunca imaginé que algo así pudiera existir! — musitó roncamente—. ¡Nunca!

Las paredes de su habitación se hallaban tapizadas de fotografías de mujeres desnudas arrancadas de las más atrevidas revistas masculinas, pero ahora, al recorrer con la vista aquellos cuerpos que durante gran parte de su vida le habían fascinado, tuvo la sensación de que no constituían más que un conjunto de caricaturas esperpénticas.

Manco de nacimiento, adiposo, maloliente y prematuramente calvo, Mauro Monagas no había disfrutado de otro contacto con mujeres que aquel de la contemplación de las revistas o sucios encuentros con las más baratas prostitutas, y en las escasas ocasiones en que, muchos aсos atrás, trató de iniciar una relación más profunda, se sintió de inmediato tan violentamente rechazado, que pronto llegó a la conclusión de que su destino era continuar engordando en la soledad de aquel fonducho que su madre le había dejado, y para el que cada vez le resultaba más difícil encontrar huéspedes pues se caía a pedazos.

Nada había en su vida que mereciera la pena ser recordado salvo aquel domingo en que por una nariz de diferencia perdió la oportunidad de acertar los seis ganadores de un «cuadro de caballos» y hacerse rico para siempre, y a sus casi sesenta aсos no era más que un hombre frustrado en todas y cada una de las facetas de la vida.

Atraído por una fuerza irresistible se puso pesadamente en pie y aplicó de nuevo el ojo al agujero. Recostada en la cama, justamente frente a él, Yaiza leía absorta, y pudo recrearse en la firmeza de sus piernas entreabiertas, la tersura de sus muslos y la leve protuberancia oscura de su sexo apenas cubierto con unas diminutas bragas blancas. Imaginó lo que significaría hundir el rostro en aquellas ingles y hociquear buscando con la lengua la dulce y sabrosa entrada a una cueva viva y rosada que sin duda nadie exploró antes, y advirtió, sin tratar de evitarlo, cómo la boca se le encharcaba y una baba espesa resbalaba entre sus labios para ir a depositarse sobre los blancos pelos de su barba.

Descubrió sorprendido que por primera vez en su vida lograba una segunda erección en escaso margen de tiempo, y permaneció allí pegado, manoseándose excitado, hasta que hizo su entrada en la vecina habitación Aurelia Perdomo y tomó asiento a los pies de Yaiza, impidiéndole continuar contemplándola.

Esa noche, tumbado en su cama del apestoso cuartucho por el que corrían libremente las cucarachas y las chinches, el Manco Monagas, permaneció desvelado durante horas, rememorando la prodigiosa visión de aquella tarde.

Los domingos eran días especialmente hermosos en la vida de Yaiza, no sólo por el hecho de que sus hermanos descansaran de aquella dura labor de cargar y descargar ladrillos, sino también porque era la única ocasión que tenía de abandonar su encierro y disfrutar de un poco de aire puro.

Muy de maсana, antes de que las pandillas de gamberros y ladronzuelos comenzaran a invadir las calles, abandonaban el barrio y se adentraban en aquella otra Caracas de urbanizaciones residenciales, el Parque del Este, o incluso los frondosos bosques de las faldas del Avila, allá por San Bernardino.

Eran largos paseos los cuatro juntos, disfrutando de la presencia de los seres amados y el paisaje, pues Caracas se les antojaba una ciudad maravillosamente enclavada y hermosa pese a que los hombres pareciesen aquejados de una frenética pasión por destrozarla.

Había un lugar al pie del Avila en que una alta cascada caía rumorosa por entre las copas de majestuosas ceibas y caobos que daban luego sombra al riachuelo que allí nacía, y Yaiza amaba ser la primera en llegar a ella para disfrutar a solas de una indescriptible ducha de agua helada que parecía librarla de todo el sudor, la hediondez y la tensión que había ido acumulando encerrada en la sucia habitación durante tantos días.

Luego, ya limpia, se tumbaba sobre la hierba de un rincón apartado a disfrutar del copioso desayuno que Aurelia había traído; desayuno en el que las típicas «arepas» criollas rellenas de queso se alternaban con el «gofio» isleсo que habían encontrado en una tienducha regentada por un palmero, y era aquélla la hora de hacer proyectos para cuando se hubieran quitado de encima la pesada carga de legalizar su estancia en el país, y pudieran buscar acomodo en una zona de la ciudad en que Yaiza no tuviera que ver transcurrir su existencia como reclusa voluntaria.

— ¡Si me dejarais trabajar, todo sería más rápido! — insistía una y otra vez—. ¡Me siento inútil!

Pero Sebastián, que por ser el mayor se había convertido indiscutiblemente en el cabeza de familia» negaba convencido, secundado en este caso por su madre y su hermano:

— No, hasta que nos hayamos mudado y conozcamos mejor la vida aquí. Esto no es Lanzarote y continuamente oigo hablar de muchachas que desaparecen. A unas las violan y las matan; a otras se las llevan a los prostíbulos de los campos petroleros o las pasan a Colombia y Brasil. ¡Quién sabe lo que ocurriría cuando no estuviéramos nosotros para protegerte!

— ¡No soy una niсa!

— ¡No! — replicaba Sebastián—. Por desgracia no eres una niсa, pero éste no es nuestro mundo y aún no hemos aprendido a desenvolvernos en él. Aquí llegan gentes de todas partes, y los hay que no son pobres emigrantes como nosotros que únicamente pretenden ganarse la vida y salir adelante. Con los campesinos, os obreros y los exiliados se han infiltrado también los ladrones, los asesinos, los estafadores y los proxenetas escapados de todas las cárceles de Europa.

— ¿Qué es un proxeneta? — quiso saber su hermana.

— Alguien que anda a la búsqueda de muchachas para explotarlas prostituyéndolas — intervino Aurelia—. Algo que, gracias a Dios, no teníamos en Lanzarote.

— ¿Cómo puede un hombre obligar a prostituirse a una mujer si ella no quiere? — inquirió Yaiza sorprendida—. No lo entiendo.

— Yo tampoco lo entendí nunca, pero ocurre — replicó su madre convencida—. Las drogan, las emborrachan o las pegan, no lo sé muy bien, pero es algo que ha existido siempre, y Sebastián tiene razón: esta ciudad no es segura, y hasta que no sepamos más de ella tenemos que mantenerte apartada.