— Hace más de dos horas que está muerto — dijo.
— ¿Cómo lo sabes?
Yaiza abrió las manos en un gesto que no quería decir nada, y el llanero, que se había aproximado con el dedo en el gatillo y mirando desconfiado a todas partes, insistió:
— ¿Estás segura?
— Completamente.
Se diría que un súbito ataque de ira se apoderaba de Aquiles Anaya, que lanzó al suelo su cantimplora.
— ¿Pero cómo puedes saberlo? — explotó—. ¿Cómo? ¿Vas a decirme que te lo contó Abigail Báez, o el mismo tigre fue a avisarte de que lo habían matado?
Yaiza, la menor de los Perdomo Maradentro soltó una carcajada, feliz de su propia travesura, y descabalgó mientras seсalaba a sus espaldas.
— ¡Nada de eso! — replicó—. Está allí, al comienzo del chaparral, tieso ya y comido por las moscas.
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Algunas noches, cuando el aire parecía haberse espesado hasta el punto de no ser capaz de penetrar a través de la fina malla de los mosquiteros contra los que se precipitaban una y otra vez furiosamente ejércitos de hambrientos «zancudos» ávidos de sangre, Yaiza Perdomo sacaba de un cajón su manoseada libreta de tapas azules y a la luz de un cabo de vela iba anotando con letra diminuta cuanto se refiriese a aquellos fenómenos aparentemente inexplicables que de continuo inquietaban su ánimo.
Había llegado tiempo atrás a la conclusión de que resultaba tan difícil hablar con los vivos de los muertos, como tratar con los muertos sobre quienes continuaban con vida, porque el miedo de los unos y el rencor de los otros había levantado entre ambos un muro infranqueable; un muro que se iba espesando a medida que ella se hacía mujer y perdía la espontánea infantilidad de la niсez.
No era ya para cuantos la rodeaban una mocosa a la que los muertos utilizaban como mero vehículo de sus deseos de mantenerse en contacto con el mundo real, ni era tampoco al parecer para esos difuntos la ignorante chiquilla incapaz de dar una respuesta lógica a sus demandas. Ahora unos y otros parecían sentirse con derecho a presionarla, como si en verdad creyeran que ella, Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe de los Maradentro de Lanzarote, que ni siquiera había tenido oportunidad de concluir los estudios de primaria, tuviera que saberlo todo sobre los vivos y los muertos.
— ¡Vete! — había ordenado una noche a don Abigail Báez—. ¡Vete para siempre porque entre todos acabaréis por volverme loca!
Pero el eterno jinete regresó dos días más tarde y en esta ocasión venía acompaсado por un hombre rubio y fuerte que montaba un brioso alazán tostado y conducía de la rienda otros dos animales idénticos.
— Mi vida valía por la de mis cuatro hermanos — dijo como entre sueсos—. Ellos sólo sabían emborracharse y a mí me aguardaba un gran destino. Yo hubiera salvado a miles de indios de una muerte segura, pero mi padre prefirió asesinarme cuando le daba la espalda. ¿Por qué?
— Tal vez porque para un padre, héroes o borrachos, todos los hijos son iguales. Ellos eran cuatro y tú uno solo.
— Yo no era uno solo. «Cuibás» y «Yaruros» dependían de mí. — Se diría que aquella única pregunta obsesionaba su soledad de muerto ya olvidado—. ¿Por qué me mató?
¿Qué respuesta encontrar a los diecisiete aсos ante una pregunta semejante? ¿Qué respuesta existía aunque fueran mil aсos los que se habían vivido?
El Catire Rómulo aguardó con su infinita paciencia de difunto que sabe que no tiene adonde ir, pero cuando apuntaba el día y comprendió que sus contornos comenzaban a difuminarse, hizo girar en redondo su montura y suplicó:
— ¡Pregúntale a mi padre! ¡Por favor! ¡Pregúntale a mi padre!
Se perdió de vista seguido por sus dos alazanes tostados, hermanos del que montaba, y Yaiza Perdomo observó acusadora a don Abigail que había asistido a la escena muy quieto y en silencio.
— Yo no conozco a su padre — protestó—. Ni lo conozco, ni quiero conocerle… ¡Vete! Te dije que no volvieras nunca. ¡Vete!
— ¿Adónde? Estoy tan cansado de galopar sin rumbo y sin encontrar nunca mi casa… ¡Tan cansado!
¿Cómo reflejar más tarde todo aquello en un barato cuaderno de tapas de un azul desvaído, sin que al releerlo a la luz del día le asaltara la sensación de que se estaba trastornando por momentos?
¿Cómo evitar sentir que enloquecía, si a la noche siguiente fue un anciano de rostro sarmentoso y contraído por el dolor quien vino a visitarla?
— ¿Qué otra cosa podía hacer si eligió ese camino? — se lamentó con voz quebrada—. Se lo advertí mil veces: «Nadie se ha enfrentado a Juan Vicente Gómez y sigue con vida. No continúes poniéndonos a todos en peligro.» — Se sorbió los mocos sonoramente y a Yaiza le distrajo el descubrimiento de que un muerto pudiera tener mocos—. Pero no me hizo caso — continuó sollozante el anciano—. Desafió una y mil veces a aquel sucio tirano, y en todo ese tiempo jamás pensó en mí ni en sus hermanos. Nunca quiso entenderme y ahora quiero que seas tú quien le obligue a que lo haga.
— ¿Yo? ¿Por qué yo?
Aquella había sido desde siempre la eterna pregunta sin respuesta, y su esperanza estaba en que algún día, cuando hubiera madurado y se sintiera capaz de sentarse sin miedo a releer cuanto había ido anotando en aquellas páginas de grueso papel amarillento, conseguiría descubrir los motivos por los que la eligieron como consejera de los muertos y amiga de las bestias.
¡Algún día!
Pero ese día estaba aún muy lejos y cuanto podía hacer por el momento era anotar con infinito cuidado cada frase de Abigail Báez, El Catire Rómulo, su atormentado padre o la infeliz Naima Anaya.
«¿Qué hacían cuando yo aún no había llegado?» «¿A quién le iban con sus lamentos y sus llantos?» «¿A quién Te habían contado anteriormente los odiosos secretos que se llevaron a la tumba?»
La decepción de Naima, el rencor de El Catire o la sucia verdad que se escondía tras el asesinato de don Abigail y que él mismo le $ había confesado un frío amanecer en el que incluso el sol se negó a hacer su aparición avergonzado, constituían a menudo una carga demasiado pesada para sus jóvenes hombros ya fatigados a causa de sus propios problemas que nunca quiso confiar al cuaderno de tapas azules, pero que se mantenían en su mente, asaltándola en las noches en que no acudían los muertos a visitarla, o acosándola durante sus largos paseos por la llanura y los amaneceres bajo el paraguatán.
Observaba a su madre tratando de adecentar una casa que no era suya ni nunca lo sería; contemplaba el regreso de sus hermanos destrozados por una larga jornada de durísimo trabajo; asistía a sus prolongados silencios cuando se hundían en sus recuerdos evocando la isla que habían dejado atrás; captaba el tenue deje de amargura de sus voces cuando se referían al pasado, y se sentía culpable y asaltada por unos incontenibles deseos de llorar.
¿Por qué se lamentaban los muertos de sus míseras tragedias, si ella arrastraba consigo la tragedia de toda su familia?
— Cándido Amado me ha pedido que me case con él.
Asdrúbal no pudo contenerse y expulsó de golpe el agua que estaba bebiendo en ese instante, empapando a su madre que cenaba frente a él, y que tuvo que secarse la cara con el borde del delantal.
— ¿Cómo has dicho? — quiso saber Sebastián tras el corto silencio | que siguió al cómico incidente.
— Que Cándido Amado me ha pedido que me case con él.
— ¿Cuándo le has visto?
— Vino anteayer cuando estaba en el río.
— Le pegaré un tiro — sentenció Aquiles Anaya.
— No hizo nada malo.
— Lo hará.
Resultaba evidente que el viejo llanero estaba convencido de su aseveración y cuando todos se volvieron a mirarle, insistió: