— Conozco a Cándido Amado. Es voraz como una piraсa, escurridizo como una «mapanare» y paciente como un caimán. — Resultaba evidente que necesitaba un cigarrillo y comenzó a preparárselo mientras aсadía —: Y además es tonto, y eso le hace aún más peligroso, porque siempre puedes prever cómo va a reaccionar un canalla, pero no un estúpido. — Arrugó la nariz en una extraсa! mueca que en él denotaba preocupación—. Si se ha enamorado puede armar un «zaperoco» de mil demonios.
— ¿Qué es un «zaperoco»?
— Un lío; un «mierdero»; un «barajuste»… ¡Como quieran llamarlo! Sea lo que sea, nos joderá la vida, y la única solución es que vaya a verle y le aclare que la próxima vez que traspase los límites de «Cunaguaro» le meteré una bala entre los cuernos. Sabe que puedo hacerlo porque la «Ley del Llano» está de mi parte. Una cosa es «cachilapiarme» los potros y otra muy distinta merodearme la casa y sus mujeres. A ese respecto el llanero es inflexible, porque esta sabana es muy grande y un jinete no puede estar cuidando al mismo tiempo de su honor y sus vacas. Y si te roban una vaca, robas la del vecino, pero si te cogen a la mujer, a lo peor la del vecino es gorda y sucia.
— No creo que fueran esas sus intenciones — comentó Yaiza tratando de quitar importancia al tema—. Al fin y al cabo, con no volver al paraguatán se soluciona todo. Se cansará de esperar.
— Inventará otra cosa. Tú no sabes hasta qué punto puede ser ladino y baboso ese enano castrado.
— ¡Pobre Cándido Amado! ¡Cómo lo trata!
El viejo Aquiles Anaya sonrió con malicia.
— ¡Y peor pienso tratarle!
Y en efecto lo hizo, porque a la maсana siguiente, cuando el perfumado Cándido Amado hizo su aparición junto al paraguatán con otro ramo de rosas en la mano, fue para toparse con la boca del rifle del capataz del «Hato Cunaguaro», que le aguardaba sentado en el punto exacto en que pensaba encontrar a Yaiza Perdomo.
— Si en este momento apretara el gatillo, todos mis problemas acabarían — le hizo notar el llanero cuando aún el otro no había tenido tiempo de reaccionar—. El juez cerraría el expediente sin tan siquiera amonestarme y la mayoría de los hacendados de la región me felicitarían—. Bajó el arma y la dejó atravesada sobre sus rodillas—. Pero su pobre madre no tiene culpa de nada, y no quisiera causarle un dolor innecesario. ¡Pero se lo advierto! — aсadió con firmeza—. Si vuelve a entrar en el «Hato» tan sólo un metro, le vuelo la cabeza.
— ¿Dónde está?
— ¿Yaiza? En casa.
— Quiero verla.
— No volverá por aquí.
— Necesito verla — insistió Cándido Amado sin escuchar lo que el anciano le decía—. Voy a casarme con ella.
Le miró con asombro:
— ¿Realmente lo piensa? ¿Se le ha pasado de verdad por la cabeza la idea de que se case con usted? ¡Oh, vamos, Cándido! Está más loco de lo que imaginaba.
— Ella me aceptará.
— ¿Cómo dice?
— Me aceptará. Estoy seguro.
Aquiles Anaya experimentó una casi irrefrenable necesidad de soltar la carcajada, pero hasta cierto punto le conmovía aquel pobre hombre porque resultaba evidente que Candidito, «el amado de los "zamuros" y los buitres», hijo de sacristán y fruto de confesionario se había enamorado desde la raíz de sus escasos cabellos a la puntal de sus doloridos pies, y su idiotizada expresión de desaliento y sus frases sin sentido le desarmaron.
— Nos casaremos — repitió el otro como entre sueсos—. Nadie podrá interponerse entre nosotros.
— ¡No sea niсo, Cándido! Ella no quiere casarse. ¡Es absurdo!
— ¿Por qué absurdo? Soy un hombre y sé cómo tratar a las mujeres. Lo he demostrado con Imelda Camorra. — Alzó el dedo muy rígido—. ¡Así la tengo! Yo soy un hombre — repitió machacón—. Un llanero rico. Puedo darle a Yaiza todo lo que pida, incluso la mejor casa del Arauca que pronto será mía… — Su timbre de voz sonaba desafiante—. ¿Por qué tiene que parecerle absurdo que acepte casarse conmigo? ¿Es que se cree usted con más derecho?
— ¿Yo? — exclamó Aquiles Anaya entre asombrado y divertido—. ¡Yo! ¡Dios me libre! — Agitó la cabeza—. No dudo que hace treinta aсos me hubiera matado por ella con cualquiera. ¡Pero a mi edad!
— ¡Los viejos son todos iguales! — le espetó el otro con rencor—. Lo que no pueden tener para ellos tampoco se lo quieren dejar a los demás. — Advirtió cómo Aquiles Anaya empuсaba instintivamente el rifle, encaсonándole de nuevo, pero negó con un ademán de la cabeza—. ¡No me asusta! — dijo—. Sé que no va a matarme. Ahora me, marcho, pero se lo advierto: me casaré con Yaiza. — Dio dos pasos, alejándose, pero se volvió por última vez y le apuntó acusadora — mente—. ¡Recuérdelo! — insistió—. Me casaré con ella por las buenas o por las malas.
— ¡Pendejo!
La despectiva exclamación le había surgido del alma, pero sentado bajo el paraguatán y observando cómo Cándido Amado cruzaba sin mojarse los pies el río que no era ya más que una reseca barranca, Aquiles Anaya experimentó una olvidada sensación de vacío en el estómago, porque había tenido ocasión de captar hasta qué punto era cerril el empecinamiento de aquel estúpido.
— ¡Cualquiera sabe lo que estará pasando en estos momentos por la cabeza de ese cretino! — masculló—. Aunque cualquiera sabe lo.; que puede pasar por la cabeza de todo el que se enamore de esa chica. Razón tienen sus hermanos, y en verdad es más peligrosa que. una piraсa en el retrete.
Se mantuvo largo rato así, con la espalda recostada en el tronco del árbol y el arma entre las piernas viendo la nube de polvo que levantaban los caballos de Cándido Amado y Ramiro Galeón, que se' perdían de vista hacia el «Hato Morrocoy», evocando la figura y la personalidad de Yaiza Perdomo, y tratando de analizar cuáles eran sus sentimientos con respecto a la muchacha.
Pero aquélla era sin duda la empresa más difícil a la que se hubiera tenido que enfrentar el viejo llanero, porque había llegado a la conclusión de que Yaiza Perdomo era un ser inclasificable al que no bastaba con admirar, sino que al propio tiempo había que temer por aquel incontrolable «Don» que le habían dado, o su infinita capacidad de «atraer la desgracia» sobre cuantos la rodeaban.
Nadie, ni siquiera un hombre de su edad, que no esperaba ya de la vida más que la llegada de la muerte, podía encontrarse seguro de lo que sentía cuando se trataba de la menor de la estirpe de los Perdomo Maradentro.
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Tímidas nubes comenzaron a emborronar el azul angustioso del cielo.
Eran nubes muy altas, blancas y algodonosas que cruzaban, distanciadas y dispersas, hacia el Oeste; nubes que habían nacido sobre las húmedas y espesas selvas de la otra orilla del Orinoco, más allá de la Gran Sabana, cerca ya de las cumbres del Roraima o las costas atlánticas, y que se deslizaban empujadas por un viento suave, pero constante, que tras obligarlas a atravesar de lado a lado la infinita llanura, las estrellaba contra los contrafuertes de la Cordillera, junto a cuyos precipicios y acantilados permanecían a la espera de nuevas nubes que llegaran de igual modo siguiendo idéntico camino.
Aquél constituía el primer aviso del cambio de estación y el fin de la sequía, pero las gentes de la región sabían por experiencia que aún se necesitaba tiempo para que la masa de nubes fuera creciendo hasta cubrir por completo la sabana, pues casi trescientos kilómetros les separaban de la serranía y ése constituía sin lugar a dudas un territorio muy extenso para cubrir de nubes de Norte a Sur y de Este a Oeste.
Días o semanas serían necesarios todavía para que el manto gris espeso y húmedo se interpusiera entre la tierra polvorienta y el furioso sol que parecía luchar por destruirla y las reses mugían con desesperación por la tardanza de aquel agua que tanto necesitaban, mientras los seres humanos alzaban el rostro en busca de una leve esperanza de que la larga agonía podría acortarse.