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— ¡Nunca repitas eso! — dijo—. Ya una vez mataste a un hombre y no volverás a nacerlo, ni por Yaiza ni por nadie. — Hizo una corta pausa y concluyó decidida—. ¡Nos iremos!

— ¿Otra vez? — se alarmó Sebastián—. ¿Es que nos vamos a pasar la vida huyendo? Escapamos de Lanzarote y no sirvió de nada. Escapamos de Guadalupe y no sirvió de nada. Escapamos de Caracas y tampoco sirve de nada. — Lanzó un resoplido que pretendía poner de manifiesto su profundo hastío—. Si cada vez que alguien pretende ponerle la mano encima a Yaiza, vamos a tener que perder el culo corriendo, te garantizo que el mundo se nos va a quedar pequeсo. — Negó con un brusco ademán de la cabeza—. ¡No! — aseguró—. Aquí estamos bien y aquí, nos quedaremos venga quien venga. — Alargó la mano y la colocó sobre la rodilla de su madre como si pretendiera consolarla—. Lo siento — concluyó—. Pero fuiste tú quien me nombró cabeza de familia cuando murió papá, y ésa es mi decisión.

Aurelia Perdomo fue a protestar, pero pareció comprender las razones de su hijo y concluyó por inclinar la cabeza aceptándolas, mientras Asdrúbal y Yaiza parecían de acuerdo con su hermano y Celeste Báez y Aquiles Anaya procuraban mantenerse al mareen.

Sin embargo, al día siguiente, mientras los demás se ocupaban en pintar las habitaciones interiores, Celeste Báez acudió a la cocina y tomó asiento frente a Aurelia, ayudándole en su tarea de limpiar lentejas.

— No tiene por qué inquietarse — fue lo primero que dijo—. Esta casa puede ser una fortaleza, y mi primo no tiene agallas para atacarla porque sabe que si lo intenta los llaneros le correrán hasta el Apure para echarlo a las piraсas. La decisión de Sebastián es la más sensata; aquí están bien y aquí deben quedarse.

— ¿Hasta cuándo?

— Hasta que ustedes quieran. Este es un trato que nos beneficia a todos. Aquiles es feliz e incluso los indios parecen más contentos. Me han dicho que los visitan con frecuencia, se preocupan por los niсos y les llevan comida.

— ¡Se les ve tan desvalidos…!

— Demasiadas cosas les separan de nuestra civilización, y por mucho que hagamos, nunca lograremos que se adapten a ella. Están condenados a extinguirse, y nuestra obligación es procurar que su agonía sea lo menos dolorosa posible.

— ¿Y no se podría hacer nada?

— ¿Como qué? ¿Alzarlos en armas reclamando sus derechos? ¿Qué armas? ¿Arcos y flechas contra tanques y aviones del Ejército? ¿Qué derechos? ¿Inmensas extensiones de tierra por las que nomadear viviendo de la caza y sin permitir que apaciente allí una vaca o un caballo o se cultive arroz y patatas? ¿O derecho a una forma de vida que rechazan y que no les proporciona más que infelicidad y enfermedades? ¡No! — seсaló convencida—. Resulta triste admitirlo, pero llegaron al final de su camino. El Catire Rómulo pudo ser un loco maravilloso, pero al fin y al cabo su causa fue, desde siempre, una causa perdida.

— ¿Y si desde muy pequeсos se educara a los niсos en nuestras costumbres? ¿No podrían adaptarse?

— Tal vez — admitió Celeste—. ¿Pero cómo pretende que se haga?! ¿Arrebatándolos a sus padres desde el día en que nacen, o abriendo desde el primer momento una brecha entre sus dos culturas, consiguiendo que padres e hijos se sientan extraсos y se; avergьencen los unos de los otros? — Agitó la cabeza pesimista. Sólo algunos, muy pocos, conseguirán salvar el abismo de esos siglos de retraso. Él resto concluirá por extinguirse en silencio igual que se han extinguido tantísimas culturas durante el transcurso de la Historia.

— Cuesta aceptarlo.

— Pero hay que aceptarlo. — Se detuvo en su labor de separar cuidadosamente las piedras de las lentejas, y observó a Aurelia Perdomo—. Usted comentó en una ocasión que allá en Lanzarote, antes de casarse, era maestra, ¿no es cierto?

— Sí. Después de casarme seguí enseсando a los niсos del pueblo.

— ¿Le gustaría tener una escuela aquí?

— ¿Aquí? — se asombró Aurelia Perdomo—. ¿Y a quién enseсaría? El «Hato» más cercano está a tres horas de camino.

— Sí, pero hay peones. Y esos peones tienen hijos que nunca aprenderán a leer porque ni siquiera sus padres saben. — Se animó de improviso como si la idea se le antojara factible—. Podríamos acondicionar algunas habitaciones y parte de los establos, y los niсos vendrían por temporadas. Un mes o algo más de clases intensivas. Luego regresarían a sus casas para volver en la época de lluvias en que no hay nada que hacer. ¿Qué le parece?

— Sería precioso — admitió Aurelia—. Pero supongo qué costaría mucho dinero y no sé si los peones querrían pagarlo.

— No se preocupe del dinero — fue la respuesta de la llanera—. ¿Cree que entre Yaiza y usted podrían ocuparse de una escuela para quince o veinte niсos?

— Sí. Naturalmente que podríamos. — Se interrumpió, con la mirada fija en un punto de la llanura—. Alguien viene — seсaló con gesto de preocupación.

Celeste Báez se puso en pie y se aproximó a la ventana, entrecerrando los ojos para evitar el violento resplandor del sol del mediodía, tratando de distinguir al jinete que dejaba como siempre a sus espaldas una nube de polvo.

— Hay que estar loco para cruzar la sabana a esta hora del día — masculló—. Es como un horno.

— ¿Aviso a los hombres?

— No. No es necesario.

Salieron al porche y aguardaron a la sombra hasta que un pequeсo y nervioso potro castaсo se detuvo ante ellos resoplante y sudoroso.

— ¡Buenos días!

— ¡Buenos días!

Se miraron.

— Usted es Celeste Báez, ¿verdad? No esperaba encontrarla aquí, pero me alegra conocerla. Soy Imelda Camorra. — Hizo una significativa pausa y dejando caer las palabras, aсadió —: Sobrina de Facundo Camorra, que en paz descanse.

Las manos que se apoyaban sobre la barandilla se contrajeron pero la voz no mostró inflexión alguna al responder:

— Será mejor que entre.

La recién llegada no se hizo repetir la invitación, descabalgó ágilmente permitiendo que su montura buscara por sí misma la sombra y el abrevadero, y siguió a las dos mujeres al amplio salón que era la estancia más fresca y acogedora de la casa.

Aurelia Perdomo hizo ademán de continuar hacia la cocina, pero Celeste la detuvo con un gesto.

— No. No se vaya — pidió—. Si no esperaba encontrarme aquí, imagino que no era por mí por quien venía—. Se volvió a Imelda que se sacudía el polvo —: ¿O me equivoco?

— En absoluto. — Trató de sonreír en lo que era casi una mueca—. ¿Podrían darme algo de beber? — rogó—. Creo que me he tragado todo el polvo de esa maldita llanura.

— ¿Limonada? — ofreció Aurelia.

— Con un poco de ron, si no le importa.

Se dejó caer con un gesto de fatiga en una de las butacas y lo observó todo con interés, reparando en los pesados muebles, los viejos cortinones, la ancha escalera que ascendía majestuosa hacia el piso alto y los enormes cuadros.

— ¡Así que ésta es la casa! — exclamó—. Aсos llevo oyendo hablar de ella y haciéndome a la idea de que algún día será mía. — Sonrió con ironía volviéndose a Celeste—. ¿Sabía que su primo prometió casarse conmigo y traerme a vivir aquí?

— No. No lo sabía.

— ¡Pues así es! — Agitó la cabeza como si a ella misma le costara trabajo admitirlo—. ¡Y llegué a creérmelo! — aсadió—. ¡Si seré pendeja! — Clavó la vista en Aurelia que había regresado de la cocina con una bandeja que contenía la jarra de limonada, tres vasos y una botella de ron, y mientras permitía que le sirviera, seсaló —: Usted debe ser la madre.

— Tengo tres hijos — fue la seca respuesta.