— ¡Pero las demás chicas…!
Aurelia Perdomo cortó el inicio de protesta extendiendo la mano y acariciando dulcemente el rostro de su hija.
— Tú no eres como las demás chicas, Yaiza — dijo—. Lo hemos discutido muchas veces. Los hombres se sienten demasiado atraídos por ti, y esa atracción ha provocado excesivos problemas. — Sonrió levemente—. Confía en tus hermanos — suplicó—. Están haciendo todo lo que pueden por sacarnos de este lugar. ¡Será cuestión de días!
Pero los días llevaban rumbo de convertirse en semanas, y éstas en meses, porque nuevos gastos venían a sumarse a los anteriores, y en más de una ocasión tuvieron que acostarse sin cenar puesto que los dos jornales y lo que las mujeres ganaban cosiendo alguna ropa no bastaba, y conseguir un alojamiento decente lejos de aquel espantoso barrio y aquel tétrico edificio se encontraba por el momento fuera de sus posibilidades.
Yaiza había aprendido por tanto a resignarse y guardar silencio, aunque a menudo imaginara que acabaría volviéndose loca de depresión y abatimiento, sobre todo durante las largas horas en que su madre tenía que salir a entregar lo que habían cosido, o a hacer interminables colas ante las ventanillas de la Dirección de Extranjería, y experimentaba entonces la agobiante sensación de que las paredes se cerraban sobre ella, y un profundo desasosiego la invadía como si se sintiera constantemente espiada por ojos invisibles.
Se esforzaba sin embargo por rechazar tales ideas temiendo acabar por obsesionarse, pues esa impresión de saberse espiada la perseguía desde que se convirtió en la asombrosa mujer que era y allá en Playa Blanca los hombres la seguían con la vista a todas partes en cuanto ponía el pie fuera del umbral de su casa.
Había tenido entonces que abandonar su costumbre de pasear por la playa con el agua a media pierna, puesto que tales paseos parecían haberse convertido en el principal espectáculo de los mozos del pueblo, y le constaba también que cuando su madre la enviaba a buscar pan infinidad de ojos la acechaban tras los postigos de las ventanas.
La seguridad de que por mucho que pretendiera evitarlo su sola presencia provocaba a los hombres haciendo aflorar lo peor que había en ellos, y el convencimiento de que ésa y no otra había sido la causa que desencadenara el tremendo cúmulo de desgracias que habían aquejado a los suyos en los últimos tiempos, comenzaba a pesar como una losa sobre el ánimo de la muchacha, y pese a que sus hermanos y su madre se esforzaban por librarla de semejante sentimiento de culpabilidad, éste continuaba anidando en lo más íntimo de su ser.
Su cuerpo, su cara y aquel «Don» heredado de alguna desconocida bisabuela y que le permitía «Aplacar a las bestias, aliviar a los enfermos, atraer a los peces y agradar a los muertos» hacía de Yaiza Perdomo — la única hembra nacida en la familia de los Maradentro a lo largo de cinco generaciones — un ser absolutamente excepcional, pero también, y por todo ello, terriblemente vulnerable.
Su capacidad de hablar con los muertos la destacaba de los seres humanos, pero le confería al propio tiempo una apariencia de lejanía e intangibilidad que excitaba y atraía a los hombres, como si presintieran que jamás podrían alcanzarla, lo cual contribuía al hecho de que, desde el momento en que tuvo conciencia de que se había convertido en mujer, Yaiza Perdomo se sintiera como una bestia acosada a la que nadie parecía dispuesto a conceder un minuto de tregua.
— A veces me gustaría desfigurarme el rostro o cortarme los pechos — le confesaba a su madre con absoluta sinceridad—. Sería la única forma de conseguir paz para todos. ¿De qué me sirve cuanto la Naturaleza o quienquiera que sea me ha proporcionado, si me obliga a permanecer encerrada como una leprosa y no trae más que desgracia sobre nosotros? ¡Es como una maldición!
Aurelia trataba de obligarla a desechar tales ideas, pero en lo más íntimo de su ser se veía en la necesidad de admitir que si efectivamente su hija no hubiera sido tan hermosa aún vivirían felices en Lanzarote y Abel Perdomo, aquel gigante de dos metros al que tanto había amado, no habría muerto.
Pero nadie tenía la culpa de que Yaiza hubiera nacido así. Ni ella misma, ni sus padres, ni tan siquiera aquella lejanísima heredera de los poderes mágicos de la hechicera Armida, la primera de las brujas que se estableció en Canarias y de la que contaba la tradición que emanaba el origen de tales fuerzas ocultas.
¡Pero cómo librarse de esas fuerzas! ¿Desfigurándose la cara o cortándose los pechos, como en sus peores momentos de depresión apuntaba ella misma? Tal solución no dejaba de ser una rabieta infantil y lo sabían. Tan sólo el tiempo conseguiría anular la belleza de Yaiza Perdomo, y hasta que no fuera su propia naturaleza la que destruyera desde dentro la perfecta armonía de su cuerpo, estaba condenada a vivir con él por más que le pesara.
— Cuando dejemos este barrio todo será distinto — repetía una y otra vez Aurelia, machacona—. ¡Ten paciencia, hija! Tan sólo un poco de paciencia.
Pero Yaiza sabía que nada sería distinto; que los hombres no cambiaban con los barrios, de igual forma que no cambiaban por más que estuviera el Océano por medio, y continuaría siendo la principal víctima de su propia belleza y de su «Don» por larga que fuera su odisea a través de continentes, países y ciudades.
Y no era ella la única en saberlo, pues sus hermanos, acostumbrados desde que se hizo mujer a los estragos que causaba por donde quiera que fuese, comprendían cada vez con mayor claridad que la ciudad babélica y disparatada a la que habían ido a parar, constituía el lugar menos idóneo para proteger a una muchacha como Yaiza.
El edificio en el que trabajaban y donde el arquitecto era alemán, los aparejadores criollos, los capataces italianos, y los albaсiles y peones húngaros, polacos, portugueses, colombianos, espaсoles y turcos, reflejaba ala perfección la totalidad de su entorno, porque la avalancha de gentes había sido tan rápida y tan fuerte que aún no habían tenido tiempo de conformar una sociedad nueva con usos y costumbres propios a los que atenerse, sino que cada grupo, y aun cada individuo, libraba una batalla tratando de imponer sus reglas y su forma de vida.
Lo que en un barrio estaba bien, tan sólo por el simple hecho de cruzar una calle estaba mal; lo que una determinada comunidad veía con buenos ojos, resultaba inaceptable a la comunidad vecina y al dios que unos rezaban, maldecían los de enfrente aunque trataran de convencerse sin embargo de que estaban esforzándose por construir una nación nueva y distinta.
Y si para algunos era en efecto una nueva patria a la que pensaban dedicar todos sus afanes echando en ellas raíces y olvidando para siempre la destrozada Europa, para otros no era más que un lugar aborrecible del que únicamente les interesaba un dinero con el que regresar a la tierra que aсoraban y a la que por aсos que pasaran siempre se sentirían profundamente arraigados.
Para estos últimos Venezuela, como lugar de paso, no merecía respeto y no estaban dispuestos a realizar esfuerzo alguno por adaptarse o mejorarla un ápice. Exprimirían de ella cuanto pudieran y se marcharían sin dedicarle tan sólo un pensamiento ni agradecerle que en un momento dado, cuando ninguna otra esperanza les quedaba, les había abierto sus puertas brindándoles la oportunidad de rehacer sus vidas.
Esos, los emigrantes temporales; los que tenían siempre el pensamiento puesto en el retorno, eran sin duda los peores, pues abrigaban el convencimiento de que algún día desaparecerían para siempre, y poco importaba el recuerdo que hubieran dejado de su estancia.
Chulos, prostitutas, ladronzuelos y estafadores se movían por el afán de conseguir la cifra que se habían fijado como meta y regresar a sus lugares de origen a convertirse nuevamente en personas decentes, y ello contribuía en gran parte a que en aquella ciudad y en aquellos momentos cualquier concepto de moralidad se encontrara por completo trastocado.