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Celeste pareció comprender que resultaba inútil tratar de hacer volver a su tía a la realidad de lo que estaban discutiendo, y se preguntó qué podría hacer aquella pobre mujer el día que a su hijo lo metieran en la cárcel. Probablemente acabaría en un asilo, y le repugnó la idea de saber a una Báez — aunque fuera la madre de Cándido Amado — encerrada en un manicomio.

— Haré que Aquiles busque ese san Jenaro — prometió al fin, para que su tía se centrara de nuevo en lo esencial—. ¿Qué garantías tengo de que tu hijo no va a seguir echando vainas?

— Te devolverá mil toros, y traigo un documento por el que se compromete a no insistir en la adquisición de «Cunaguaro» ni penetrar nunca en sus límites. Y renuncia a ver a esa muchacha. — Abrió su pequeсo bolso y alargó un sobre cerrado al tiempo que imploraba —: ¿Por qué no se lo pides ahora?

— ¿Pedirle? ¿Pedirle qué?

— Que busque a san Jenaro. ¡Sería tan feliz si pudiera llevármelo!

Celeste la miró embobada porque le costaba trabajo aceptar que continuara obsesionada con un viejo cuadro sin valor cuando se encontraba en juego la posibilidad de que enviaran a la cárcel a su único hijo, pero cayó en la cuenta de que se trataba de su tía Esmeralda, que había nacido retrasada, y así seguiría hasta el día de su muerte, y al tiempo que abría el sobre y estudiaba atentamente su contenido, se encaminó a la ventana y le gritó a su capataz que se encontraba trabajando en la quilla del barco de los Perdomo Maradentro:

— ¡Aquiles! — rogó—. Mira a ver si encuentras el cuadro de san Jenaro.

— ¿Qué? — fue la asombrosa respuesta.

— ¡El san Jenaro que colgaba sobre la chimenea! En alguna parte debe de estar…

— ¡Pero si lo quitamos de allí hace por lo menos quince aсos…!.

— No creo que pueda estar muy lejos. ¡Hazme ese favor! — rogó—. Mi tía lo quiere.

El viejo llanero dejó a un lado el escoplo y el martillo con los que estaba trabajando sobre el inmenso tronco de jabillo y se puso en pie, rezongando malhumorado:

— ¡Mi tía lo quiere! ¡Mi tía lo quiere! No me extraсa que ese huevón de Candidito Amado haya acabado como un cencerro. Su madre es capaz de fregarle la paciencia a un «cachicamo» y hacer bajar de su palo a un «perezoso». ¡El cuadro de san Jenaro! ¡Vaya ganas de echar lavativas!

— No gruсa, que yo le ayudo — se ofreció Aurelia Perdomo—. Me pareció ver unos cuadros detrás de las garrafas, en la despensa grande… Tal vez esté entre ellos…

Estaba allí, en efecto; un san Jenaro enorme, mohoso y descolorido, con más termitas que madera como marco, pero de los diminutos ojos de doсa Esmeralda Báez manaron gruesas lágrimas de alegría, y se abrazó al mugriento lienzo con tanto amor y entusiasmo que podría pensarse que por el hecho de haberlo recuperado, recuperaba también su infancia y aquellos felices aсos en los que, por ser una pobre niсa cariсosa y retrasada, era también la más S querida y mimada de la casa.

¿Cómo se podía amenazar a semejante criatura con arrebatarle a su único hijo para dejarla desvalida y sola durante los pocos aсos que le quedaban de vida?

¿Cómo hacerle entender que había traído al mundo a un sucio canallita, cobarde, solapado, rastrero y asesino?

Cuando emprendió el regreso a su casa con el san Jenaro sobre la cabeza a modo de pamela para que el pequeсo toldo del cochecillo lo protegiera de la lluvia, doсa Esmeralda Báez, viuda de Amado, había olvidado por completo la razón por la que, después de tantos aсos, había regresado al «Hato Cunaguaro», y mientras la veía alejarse levantando cortinas de fango por la sabana sumida ahora en una luminosidad glauca que desdibujaba los contornos, Celeste Báez rompió en pedazos el documento que Cándido Amado le había enviado, porque comprendía que hasta el día en que aquella pobre tonta dejara de existir, ningún miembro de la familia sería capaz de hacer daсo a su hijo.

— Es como un seguro de vida lo que tiene ese «amado de los "zamuros" y los buitres», y la única esperanza que me queda es que sea Ramiro Galeón el que tome la medida de su ataúd.

Contempló luego la tierra que se iba empapando hora tras hora, y advirtió que había perdido la oportunidad de regresar en la camioneta a la «Hacienda Madre», pues la mayoría de los ríos y «caсos» se habían vuelto intransitables, y no le quedaba más opción que soportar seis largas jornadas a caballo bajo la lluvia o descender en «bongó» hasta el Orinoco para volver desde allí a su casa, vía Caracas.

Pero no se lamentaba. Noche tras noche se había planteado la necesidad de emprender el viaje a la maсana siguiente, pero día tras día había buscado una disculpa que retrasara su partida, pues la sola idea de encerrarse durante otro largo invierno en la tediosa «Hacienda Madre», a ver caer la lluvia en soledad, le deprimía.

La «Hacienda Madre» disponía de incontables salones y dormitorios pero en ella no había más que miles de reses, un capataz decrépito, cuatro criadas mulatas y veinte zafios peones malencarados que mataban el tiempo gastando siempre las mismas bromas y cantando idénticas canciones. En la «Hacienda Madre» no había más que noches interminables, botellas de ron y una desesperante apatía que estiraba las horas hasta el infinito. En la «Hacienda Madre» comía sola, bebía sola, dormía sola, y su agobiante soledad se transformaba en una losa que amenazaba con acabar por enterrarla, mientras que allí, en «Cunaguaro» había gente distinta que hablaba del mar, islas lejanas, sueсos perdidos, muertos que aparecían, prodigios inexplicables e ilusiones renacidas.

En «Cunaguaro» vivían unos seres que construían una goleta a mil kilómetros del mar; provocaban estampidas con su sola presencia; constituían la más hermosa familia que hubiera conocido, y conseguían que nunca, nadie, llegara a sentirse solo.

En «Cunaguaro» estaba Yaiza Perdomo.

Y en «Cunaguaro» se encontraba, por último, Asdrúbal Perdomo, aquel que cada noche irrumpía en sus sueсos y le hacía gritar de placer como únicamente la hiciera gritar tantos aсos atrás Facundo Camorra, porque pasada la barrera de los cuarenta, Celeste Báez se sorprendía a sí misma obsesionada por un muchacho que podría ser aquel hijo que alguien arrojó a los caimanes a las pocas horas de nacido.

A veces, cuando despertaba en mitad de la noche tras haber hecho el amor hasta sus últimas consecuencias con la imagen de Asdrúbal Perdomo, experimentaba la necesidad de castigarse físicamente de algún modo, pero en cuanto volvía a cerrar los ojos y «percibía» de nuevo el «contacto» de aquellas manos enormes, toda resistencia cesaba y se veía obligada a entregarse por completo al placer silencioso y no compartido de gozar al imaginar que era Asdrúbal Perdomo quien la estaba acariciando.

De día se sentía incapaz de mirarle a la cara temiendo que pudiese leer en sus ojos que había pasado la noche amándole locamente, pero al verle con el torso desnudo afanado en cepillar tablones o talar gruesos troncos, de nuevo la invadía aquel invencible desasosiego, y las fuentes se le caían de las manos o se machacaba los dedos con los martillos, porque por mucho que tratara de negárselo a sí misma, lo cierto era que, ya en su madurez, Celeste Báez se había enamorado como una tonta adolescente.

Tan sólo dos personas lo habían advertido. Una era Yaiza, cuya forma de ser le impedía hacer comentarios aunque constituyera un motivo de preocupación para ella, y la otra el viejo Aquiles Anaya, que no dudó a la hora de plantearlo claramente.

— No soy quien para meterme en sus asuntos, patrona — dijo—. Pero últimamente la veo más agitada que maraca en sábado. — Estaba liando uno de sus apestosos cigarrillos amarillentos mientras veían caer la lluvia del atardecer y la familia Maradentro en pleno se ocupaba en alzar las primeras cuadernas de su barco—. ¿Qué le ocurre?