Tenía ya aspecto de barco.
Plantada la quilla y alzadas las cuadernas, el casco iba tomando forma, porque los Perdomo Maradentro trabajaban en él catorce horas diarias, y Asdrúbal parecía capaz de realizar la labor de toda una cuadrilla de carpinteros contratados a destajo.
Las reses del «Hato» se las arreglaban solas, ya que el agua sobraba, y comenzaba a hacer su aparición los primeros brotes de un pasto suave y apetitoso, y como en «Cunaguaro» no había trabajos de vaquería que hacer puesto que no contaba con suficientes toros como para que valiera la pena reunirles y conducirlos al matadero, todos los esfuerzos podían concentrarse en la construcción de la goleta.
Seguía lloviendo, ahora ya mansamente, la temperatura era agradable porque el sol no abrasaba la tierra, el polvo se había convertido en barro y una suave brisa refrescaba el ambiente consiguiendo que el esfuerzo de clavar, cepillar o lijar no se volviera agobiante, puesto que además iba acompaсado de charlas, bromas y canciones.
Aquiles Anaya refunfuсaba al verse convertido a sus aсos en improvisado carpintero de ribera, pero en el fondo disfrutaba al ver cómo aquel montón de informes troncos se iban transformando en el esqueleto de una hermosa y robusta embarcación, mientras Celeste había contribuido con los tablones de uno de los establos en desuso, lo que reducía notoriamente tiempo y trabajo, ya que serrar troncos era uno de los más arduos problemas a que se habían enfrentado los Perdomo casi desde el primer momento.
Los planos esbozados por Asdrúbal, que era quien mejor recordaba el viejo Isla de Lobos, y perfeccionados por Sebastián que poseía mayores conocimientos técnicos de náutica, habían sido dibujados por Aurelia, que no había escatimado tiempo y dedicación para que a la hora de la verdad todas las piezas encajaran con matemática precisión.
— ¡Será un gran barco!
Tenía que serlo porque muy pocos se habrían construido con tanto entusiasmo, y mientras lijaba una tabla o ajustaba un tornillo, Yaiza trataba de imaginarse a su padre y a su abuelo cuando allá en Playa Blanca realizaban idéntica labor muchos aсos antes de que ella hubiera nacido.
— ¿Quién dibujó los primitivos planos?
— Mi amigo José Rial, farero de Isla de Lobos. Su hija Margarita fue mi primer pasajero cuando la llevé a bautizar a Corralejo.
Cien veces le había oído contar aquella historia al viejo Ezequiel cuando se sentaba en el patio de la casa a ver cómo su goleta se mecía airosamente en el canal de la Bocaina, y al recordarlo, experimentaba la dulce sensación de que levantar aquel barco sobre sus calzos era como ir recuperando la historia de la familia o el orgullo de seguir siendo Perdomo Maradentro para dejar definitivamente atrás la amarga y dolorosa condición de emigrantes obligados a compartir un cuartucho indecente en una pensión de mala muerte o comer al aire libre a la vista de un pueblo en mitad de una plaza.
Alzar las cuadernas era como estar construyendo un nido o una coraza que los protegiera del mundo exterior y sus constantes agresiones, porque aquella goleta sería su hogar y su castillo; la fortaleza de los Perdomo Maradentro; el lugar en que conseguirían aislarse por extraсas que fueran las tierras que atravesasen u hostiles sus habitantes.
Y el barco los unía. Los unía aún más incluso desde el momento mismo en que tan sólo era un sueсo de barco, porque tenía la virtud de concentrar en un solo esfuerzo cada uno de sus esfuerzos, y en una única ilusión todas sus ilusiones, y pasaban las horas apiсados cepillando tablones o taladrando el costillaje para que cada juntura resistiera cien aсos de mar y de tormentas.
El día en que terminaron de calafatear el casco sorprendentemente no llovía, y Celeste decidió que esa noche se celebrara una fiesta a la que acudieron los indios, que no salían de su asombro por los rápidos progresos de aquella estrambótica «curiara», preguntándose el porqué de tan tremendo esfuerzo, si para descender por el Arauca y el Orinoco bastaba con unir entre sí media docena de troncos y dejarse arrastrar por la corriente.
— Es que al final del río está el mar.
— ¿Y qué es el mar?
— Un estero muy profundo y mayor que todas las sabanas juntas.
Pero para los «cuibás», conscientes de que los esteros se encontraban en la sabana, no resultaba concebible que en algún lugar del mundo la parte pudiera ser mayor que el todo y desechaban la idea de que pudiera existir el mar, limitándose a acuclillarse en un rincón a devorar grandes pedazos de carne y observar en silencio la fiesta de los blancos, ya que el viejo Aquiles Anaya había sacado un «cuatro» que no tocaba desde hacía por lo menos diez aсos, y Yaiza — que no había vuelto a cantar desde la trágica noche en que su hermano tuvo que matar a un hombre—, le acompaсó con voz dulce y profunda. Luego los Maradentro entonaron «folias» de sus islas, y resultaba extraсo, y hasta cierto punto conmovedor, escucharías allí, en el más perdido rincón de la llanura venezolana.
Fue por lo tanto una noche de alegría, pero fue también, sobre todo, una noche de nostalgia, y más tarde se hizo un gran silencio en el que cada cual pareció hundirse en sus propios recuerdos, momento que los indígenas aprovecharon para regresar calladamente a su ranchería.
— No se sienten cómodos — seсaló Celeste al verlos marchar—. Hagamos lo que hagamos, jamás se sienten cómodos cuando estamos cerca.
— ¿Por qué?
— No nos entienden, del mismo modo que nosotros tampoco los entendemos a ellos — intervino el viejo Anaya—. Mi mujer era india y yo la amaba tanto que no me importó arriesgar la vida al casarme, ya que el día de la boda nos colocaron el uno frente al otro a poco más de un metro de distancia, desnudos y observados por toda la tribu, y si en ese momento no hubiera sido capaz de tener una erección tan sólo de mirarla, sus hermanos me hubieran cosido a lanzazos allí mismo. Sin embargo, de nada me sirvió estar tan loco por ella y siempre fuimos como extraсos. Para Naima su selva, su tribu y sus costumbres eran mucho más importantes que cuanto yo pudiera ofrecerle.
— ¿Por qué se casó entonces?
El anciano se encogió de hombros como si en verdad aquello fuera algo que se había preguntado muchas veces.
— Al principio supongo que me quería — replicó—. Yo era un gran guerrero blanco que había llegado de lejanísimas tierras venciendo incontables peligros. — Sonrió como burlándose de sí mismo—. ¡Y era guapo! Aunque ahora cueste creerlo, por mi «taita» que era el «baqueano» más buen mozo de mi tiempo, e incluso les permití que me arrancaran todo el vello del cuerpo para parecer uno más de la tribu. Todo eso debió de impresionarla, pero en cuanto la saqué de sus selvas fue como cortar una flor y plantarla en un tiesto: se marchitó. — Hizo una larga pausa, y por último aсadió sin apartar la vista del casco de la goleta sobre el que las llamas de la hoguera lanzaban cambiantes sombras—. Por eso, cuando veo ese barco y pienso que van a marcharse, me apeno, pero entiendo que ustedes no pertenecen a esta tierra y a la larga acabarían marchitándose también. «Cada mochuelo a su olivo».
— Nosotros ya no tenemos «olivo» — le hizo notar Sebastián—, Nunca podremos regresar a Lanzarote.
— Puede que regresen, y puede que no — admitió Aquiles Anaya—. Pero aquél será siempre su «olivo» y jamás conseguirán echar auténticas raíces en ninguna parte: «Negro es negro por mucha leche que mame…»
— …«Y llanero hablador de paja por mucho grano que coma…» — intervino Celeste Báez con intención—. ¡Vaina de viejo para guachifatear una fiesta! Pues no ha conseguido que se pongan mustios… Normal que sientan nostalgia por su isla. Malnacidos serían si no la sintieran, pero ahora tienen un lugar donde vivir y donde se les aprecia, y pronto tendrán tronco de barco para correr el mundo.