— Eso es lo que me asusta.
Era Aurelia quien había hablado por primera vez en el transcurso de la noche, porque casi desde el momento mismo en que llegaron a los Llanos se había convertido en una mujer silenciosa que a medida que transcurría el tiempo se encerraba más y más en sí misma. Ella que había constituido el alma de la familia, y que en Playa Blanca había llegado incluso a convertirse en maestra, guía y consejera de gran parte del pueblo, parecía haber perdido su fuerza, tal vez porque le faltaba el apoyo de su marido o tal vez porque lo insólito del paisaje, las gentes y las bestias que la rodeaban le habían desconcertado.
No se sentía capaz de reaccionar, porque su edad, su mentalidad y su educación no le permitían asimilar el incontable número de acontecimientos que se habían precipitado sobre su familia en menos de un aсo, y aún eran mayoría las noches en que se despertaba buscando el contacto de Abel Perdomo para descubrir que se encontraba a miles de kilómetros de su casa, en un mundo hostil y en una cama vacía.
El viento, el polvo, la sequía, las bestias, la lluvia, los rayos y las armas contribuían a inquietarla, y ahora le preocupaba también el armazón de aquella ilusoria goleta con la que sus hijos soсaban lanzarse a la aventura por ríos, selvas y mares desconocidos.
— Creí que estabas de acuerdo en que volver al mar era lo mejor — le hizo notar Asdrúbal—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
— No es que haya cambiado de opinión — rectificó—. Sigo creyendo que el mar es mejor para nosotros, pero tengo la impresión de que ese mar queda demasiado lejos. Y no es el nuestro — concluyó—. Nada tiene que ver con el mar de Lanzarote.
— Tiene agua, tiene olas, tiene peces… — puntualizó Asdrúbal—. Y sabemos vivir en él. Papá, el abuelo y generaciones de Maradentro nos enseсaron a hacerlo. Por eso este barco es tan importante: no es un barco para ganarse la vida; es un barco para vivir.
— ¿Y pretendes que nos convirtamos en vagabundos?
— ¿Y qué somos ahora más que vagabundos «pata — en — el — suelo»? — Seсaló agresivo el casco de la goleta—. Puedes estar segura de que cuando flote en el mar, ni Sebastián ni yo permitiremos que paséis hambre, y la gente no nos mirará como a pordioseros sin hogar. ¿Es eso lo que te asusta? — concluyó.
Su madre negó despacio sin apartar la vista de la hoguera que ya se consumía.
— No — musitó—. Lo que en verdad me asusta es que con frecuencia no reconozco nada de cuanto me rodea—. Lanzó un leve suspiro mientras se ponía en pie cansadamente—. Ni siquiera a mis propios hijos. — Hizo un gesto con la mano como si pretendiera dejar a un lado todo aquello—. Estoy cansada — seсaló—. ¡Buenas noches!
— ¡Buenas noches!
La siguieron con la vista hasta que desapareció en el interior de la casa, y únicamente Sebastián recriminó a su hermano.
— Has sido muy duro con ella — dijo—. Tiene demasiadas preocupaciones para que encima la ataques.
— No la ataco — fue la segura respuesta—. Lo único que pretendo es que reaccione. La necesitamos como antes.
— La muerte de papá ha sido un golpe demasiado fuerte.
— ¿Y para nosotros no…? — se asombró Asdrúbal—. Entiendo que ha sido terrible, pero la vida continúa, y si acaba por hundirse nos arrastrará con ella y ya no seremos una familia, sino tan sólo tres hermanos que tirarán cada uno por su lado.
— Siempre es así — intervino Celeste Báez—. La vida es así.
— Pues no quiero que sea nuestro caso — replicó Asdrúbal con firmeza—. ¡Qué amargura haber sufrido tantas calamidades y una tragedia semejante para acabar diluyéndonos como un terrón de azúcar! Tantas muertes para terminar enviándonos una triste felicitación por Navidad! ¡No! — insistió—. Todo lo que hemos soportado estará bien empleado si continuamos juntos, pero constituirá un desastre si conduce a separarnos.
— Nunca nos separaremos.
Era la voz de Yaiza; de aquella Yaiza que parecía no ser ella misma, sino alguien que hablaba por su boca.
— Nunca nos separaremos — repitió mientras los demás la contemplaban en silencio—. Seguiremos juntos aunque una parte de los Perdomo Maradentro se quede para siempre aquí.
— ¿Qué quieres decir con eso? — quiso saber Sebastián.
— No tengo ni la menor idea.
— ¡Pues vaya una gracia! Para decir algo así podrías haberte callado. No estoy de ánimo para charadas.
— Lo lamento.
Se puso en pie, se despidió con un ¡buenas noches! casi inaudible, y siguió el camino que había tomado su madre minutos antes.
Sebastián se volvió a los que quedaban y abrió las manos en un gesto que denotaba impotencia.
— Ahora soy yo quien ha metido la pata — admitió—. Y también lo lamento porque se suponía que esto iba a ser una fiesta, pero quizás estemos nerviosos. Es mejor que me vaya a dormir.
Se puso en pie y Aquiles Anaya le imitó.
— Yo también estoy que me caigo — seсaló—. Hace aсos que me acuesto con las gallinas y al primer canto de ese maldito gallo ya estoy en pie. Maсana voy a tener los huesos más molidos que colchón de puta china.
Quedaron por lo tanto a solas Celeste y Asdrúbal, y era la primera vez que eso ocurría, lo que motivó que ella se inquietara y su pulso temblara levemente cuando se sirvió un gran vaso de ron. Reparó en cómo él la miraba y asintió.
— Sí. Ya sé que bebo demasiado — admitió—. Pero., como dijo Sebastián, se supone que esto es una fiesta.
— ¿Por qué lo hace?
— ¿Beber? — Se encogió de hombros—. Por lo mismo que lo hace casi todo el mundo: me gusta. — Contempló el fuego a través del vaso—. Tal vez algún día, cuando llegues a mi edad, lo comprendas.
— Conozco gente que se emborracha a los veinte aсos, pero mi abuelo murió a los ochenta sin haber bebido nunca. No es cuestión de edad.
— Lo sé. Es cuestión de temperamento. Pero no es que sea una alcohólica; es que la mayoría de las veces no tengo nada mejor que hacer.
— ¿Se siente sola?
— Como cura en Carnaval.
— ¿Por qué no ha vuelto a casarse?
— Porque patadas y bofetones nunca fueron compaсía y no hacen reír más que en el circo.
— Mi padre jamás pegó a mi madre.
— Tal vez ella nunca se lo buscó.
— ¿Usted sí?
— Probablemente.
Celeste Báez quedó en silencio recordando cuantas veces había sido ella la que provocó a propósito la cólera de Mansur Tafuri, porque su boda con el turco no fue más que una forma de autocastigarse por permitir que le arrebataran a su hijo. La muerte de aquella criatura había sido un crimen del que siempre se consideró cómplice, y aunque por aquel entonces no quisiera admitirlo de un modo consciente, aceptar que aquella bestia la ofendiera, humillara y maltratara, no había constituido más que una manera muy personal de intentar pagar sus culpas.
Bebió despacio sin sentir placer alguno y casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo y repitió:
— Probablemente a ninguna mujer la golpean por segunda vez si no lo desea, pero es una triste historia de la que prefiero no hablar.
— No habla, pero vuelve sobre ella cada vez que bebe.
— Eso no es más que una teoría. Eres muy joven y, aunque en los últimos meses te hayan ocurrido cosas terribles, te falta experiencia. ¿Qué sabes tú de mujeres? ¿Has conocido a muchas?
— No creo que haga falta experiencia para darse cuenta de que acabará destruyéndose. — Hizo una pausa que aprovechó para echar un leсo al fuego a punto ya de apagarse—. Yo soy el menos inteligente de mi familia y lo único que me interesa es el mar y la pesca, pero haría falta estar ciego para no saber qué es lo que usted realmente necesita.