Asdrúbal y Sebastián lo comprendieron de inmediato, lo cual no significaba que no constituyese para ellos un choque violento, pues educados según las rígidas normas de su madre y las sencillas pero severas reglas de un pequeсo pueblo de pescadores, el desgarro y la desfachatez con que muchos de cuantos les rodeaban hacían y decían las cosas más inverosímiles tenían la virtud de dejarles a menudo estupefactos.
La simple obtención de un puсado de billetes justificaba cualquier acción, y las personas — especialmente las mujeres — parecían haberse transformado únicamente en objetos que se apartaban a un lado en cuanto perdían su utilidad.
Se iban deteriorando a pasos agigantados los conceptos de hogar y familia, y las alarmantes estadísticas seсalaban que de continuar semejante degradación muy pronto casi el setenta por ciento de los niсos nacidos en el país serían hijos naturales, la mitad de los cuáles quedarían abandonados a su suerte al poco tiempo, lo que provocaría sin duda un rápido crecimiento del desarraigo y la delincuencia entre la población juvenil. Ello desembocaría irremediablemente en un nuevo aumento de la tasa de crecimiento de hijos abandonados, lo que implicaba el riesgo de que, en el transcurso de dos generaciones, en Venezuela llegasen a existir más delincuentes que ciudadanos honrados.
¿Cuál era el remedio?
Ni Sebastián ni Asdrúbal se sentían en absoluto capacitados para opinar sobre el tema, porque en realidad su única preocupación por el momento era la de tratar de llevar a casa cada día un jornal que les permitiera subsistir, procurando evitar que la vorágine del ambiente que les rodeaba afectara su unidad familiar.
Los Maradentro fueron — desde que se tenía memoria de los orígenes de su estirpe y del sobrenombre que tan justificadamente habían ganado — un clan familiar indisoluble que ningún conflicto interno consiguió jamás resquebrajar ni ningún elemento externo desunir, pero ahora se enfrentaban a un universo diferente, y Sebastián, que había sido siempre el más inteligente de los hermanos, se sentía profundamente preocupado tanto por los riesgos que pudiera correr Yaiza rodeada de un ambiente agresivo y hostil, como por el rechazo que Asdrúbal, mucho más primitivo y más aferrado que él a lo que había sido su vida hasta entonces, llegara a sentir por un país con el que no conseguía de momento identificarse.
Sebastián sabía que, por extraсos y desplazados que se sintieran, estaban condenados a quedarse en Venezuela, porque ellos, los Perdomo Maradentro, jamás podrían regresar a Espaсa y Lanzarote.
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A el Manco Monagas le temblaron las piernas y estuvo a punto de desmayarse cuando al abrir la puerta se encontró allí, en el pestilente descansillo de su miserable fonducho, la impresionante y siempre angustiosa figura de don Antonio Ferreira, más conocido por su popular sobrenombre de Don Antonio das Noites, un hombre altísimo, que adornaba su cetrino rostro con un enorme bigote caído y unos ojos tan negros e inexpresivos que jamás se lograba averiguar en ellos si estaba a punto de estrechar una mano o asestar una puсalada.
El gordo Mauro Monagas conocía de vista, y en especial de oídas, a Don Antonio das Noites, y lo último que hubiera imaginado en este mundo era que algún día iba a encontrarlo — alto como un ciprés y serio como un búho — plantado ante su puerta, y acompaсado por Lucio Larraz, su inseparable chófer y guardaespaldas.
Por unos instantes permaneció levemente desconcertado, como si sospechara que se trataba de una aparición o de un incomprensible error impropio de semejante personaje, y tuvo que ser el mismo brasileсo el que le obligara a reaccionar extendiendo la mano para apartarle a un lado con suavidad y firmeza.
— ¡Buenos días! — saludó con voz cavernosa que parecía emerger más de su estómago que de su garganta—. Dile a la chica que salga.
— ¿Qué chica?
Habían hecho su entrada sin ser invitados, y el matón cerró la puerta mientras Don Antonio das Noites se volvía levemente a el Manco y lo observaba desde su increíble altura como quien mira a una cucaracha que corretea por la cocina.
— La carajita esa de la que todo el mundo habla — musitó.
— ¿Yaiza?
— No sé cómo se llama. Sólo sé que cada vez que pone el pie en la calle, el barrio se alborota, y por lo que cuentan vive aquí. — Hizo una corta pausa—. ¡Llámala!
Mauro Monagas estuvo a punto de negarse porque se había hecho a la idea de que la muchacha le pertenecía y nadie tenía derecho a verla o espiarla, pero le venció el temor que el brasileсo y su bronco guardaespaldas producían, y avanzando por el húmedo y sombrío pasillo golpeó levemente una puerta.
— ¡Yaiza! — susurró—. Yaiza; un seсor quiere verte.
Pero la puerta no se abrió y al cabo de unos instantes, una voz inquirió desde dentro:
— ¿Quién es?
— Don Antonio das… — Dudó, y al fin salió del paso como pudo—. Es un seсor muy importante — dijo—. Quiere hablarte.
La pregunta sonó seca y precisa:
— ¿De qué?
El gordo se volvió inquisitoriamente a los dos hombres que aguardaban bajo la única bombilla del pasillo, y fue don Antonio Ferreira el que replicó con toda la naturalidad que permitía su profundísima voz:
— De trabajo. Tengo un trabajo que ofrecerle.
De nuevo se hizo un largo silencio, y resultaba evidente que la muchacha dudaba, pero al fin replicó, segura de sí misma:
— Vuelva por la noche. Cuando estén mis hermanos.
El brasileсo no pudo evitar un leve gesto de desconcierto y por unos segundos se diría que iba a enfurecerse, pero antes de que pudiera reaccionar, el Manco se precipitó a golpear nuevamente la puerta.
— ¡Pero Yaiza! — exclamó—. ¡No seas niсa! Don Antonio es un hombre muy ocupado y no puede perder su tiempo volviendo cuando a ti te apetezca. ¡Sal un momento! ¡Sólo un momento!
— ¡Si no quiere volver, que no vuelva! — fue la respuesta—. Pero yo no salgo.
Don Antonio Ferreira hizo un brusco gesto con la cabeza y Lucio Larraz se dispuso a derribar la puerta, pero Mauro Monagas le detuvo alzando su única mano y pidió que le siguieran en silencio a la estancia vecina.
Una vez en ella, apartó con sumo cuidado el pequeсo taco de madera que cubría el agujero de la pared, permitiendo que contemplaran tranquilamente el espectáculo de una Yaiza que, sentada semidesnuda muy cerca de la ventana, se afanaba en remendar unos viejos pantalones de su hermano mayor.
La escena tuvo la virtud de impresionar incluso a un hombre que había visto tantas mujeres desnudas como Don Antonio das Noites, que permaneció largo rato muy quieto, fascinado por la serenidad que se desprendía del cuerpo y el rostro de la mujer — niсa. Al fin se apartó a un lado, colocó de nuevo el taco de madera en su sitio, y se encaminó a la puerta, pensativo.
Ya en la escalera se volvió al dueсo de la casa e inquirió con extraсeza:
— ¿Nunca sale de esa habitación?
— Tan sólo los domingos. Se van muy temprano y regresan al oscurecer…
El brasileсo hizo un mudo gesto de comprensión con la cabeza y comenzó a descender los peldaсos en pos de su guardaespaldas para desaparecer en el rellano sin despedirse siquiera.
Tan sólo cuando desde la ventana de su habitación los vio subir a un lujoso «Cadillac» gris y alejarse calle abajo, el Manco Monagas lanzó un largo suspiro de alivio, y se dejó caer con todo su peso sobre el sufrido y maltratado sillón que crujió una vez más sonoramente. Había pasado un miedo espantoso, puesto que por unos minutos llegó a temer que le arrebataran por la fuerza lo más preciado que había poseído nunca.