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Luego, muy despacio se puso en pie y penetró en la casa encaminándose directamente al «Cuarto de los Santos» donde, de una seca patada, abrió de par en par una ventana que siempre había permanecido cerrada a cal y canto. Observó a su madre que continuaba alejándose sin rumbo por un llano que no conducía a ninguna parte, y extendiendo la mano, tomó la primera imagen que encontró y la estudió con detenimiento.

— Santa Águeda — dijo y la lanzó por encima de la galería.

El segundo era un san Francisco que siguió idéntico camino, y uno tras otro, santos, santas, vírgenes, mártires, ángeles y arcángeles salieron volando en forma de imágenes, cuadros, escapularios, medallas y estampas, hasta que en la amplia estancia no quedaron más que desnudas paredes de las que descolgó en último lugar al inmenso y apolillado san Jenaro.

Con él en las manos salió al porche, lo regó con petróleo de un quinqué, le prendió fuego arrojándolo sobre los otros y se sirvió un gran vaso de coсac, del que bebió muy despacio, mientras contemplaba cómo la hoguera iba ganando intensidad, y cómo los lienzos se convertían en cenizas, los pedazos de madera en carbón, los vestidos y cabellos en humo, y los pintados rostros de escayola en desportilladas masas informes.

Cuando alzó de nuevo el rostro fue para descubrir a Imelda Camorra en la puerta de su cabaсa y tras reflexionar unos instantes llenó de nuevo el vaso, lo apuró de un trago y se dirigió hacia ella.

Imelda lo observó mientras se aproximaba, pero cuando se encontraba a menos de veinte metros de distancia penetró en la casa, tomó asiento tras la mesa colocando sobre ella una botella,

ni siquiera le miró al entrar fingiendo concentrarse en llenar os vasos.

— Veo que te has decidido — dijo, no obstante—. Siempre me pregunté cuánto tardarías en quitarle lo único que le habías dejado.

— Muerto el perro se acabó la rabia. Ahora tendrá que buscarse algo de provecho en qué pensar. Esos monigotes la estaban volviendo loca.

— Más bien creo que eran ellos los que la ayudaban a no volverse loca, pero ni ése es mi problema, ni soy quien para opinar.

— Cierra la boca entonces.

— Lo haré cuando me salga del cono. Al fin y al cabo le tengo ley a la vieja. Me ha empachado a novenas, pero en cierto modo le estoy agradecida: impidió que me casara contigo.

— Creí que era eso lo que buscabas.

— Ya no, aunque lo cierto es que sería el mejor momento, porque en cuestión de días me quedaría viuda, con plata y respetada.

— ¿Tan segura estás de que Ramiro podrá matarme?

— Con una mano atada a la espalda y uno solo de sus bizcos ojos — replicó alargándole un vaso cuando él hubo tomado asiento frente a ella—. Aunque aposté con los muchachos a que no sería Ramiro el que te matará, sino Goyo. — Rió divertida—. ¿Qué pasa? Te pones verde cuando menciono a Goyo… Recuerdas aquella vez que mató al gordo Enríquez con un hierro de marcar ganado. Le estuvo grabando al rojo el culo, la barriga, el pecho y los brazos hasta que no le quedó un pedazo de piel sana… — Paladeó su ron intencionadamente y chascó la lengua con satisfacción—. Un tipo con imaginación Goyo Galeón; capaz de inventar cien maneras de acabar con un «cristiano».

— No le resultará fácil conmigo.

— ¿Y cómo te las arreglarás para impedírselo? ¿Disparándole? Tendrías que pedirle un caсón al Ejército y aún así dudo que acertaras. — Agitó la cabeza negativamente—. ¡Dios! Si no lo veo no lo creo; lo tenías tirado en el suelo, cojitranco, escoсado y sin un puto matojo tras el que esconderse, y te dedicaste a hacerle agujeros al barro. ¡Hasta un niсo le hubiera acribillado, pero tú andabas ocupado cagándote los pantalones!

— No he venido a empezar con lo de siempre.

— ¿Ah, no? — fingió sorprenderse Imelda Camorra—. ¿A qué has venido entonces? ¿A comerme el cono? Porque coger, lo que se dice «coger», lo dudo. El miedo impide que se te empine.

— A veces me pregunto cómo he podido soportarte tanto tiempo.

— Porque yo he sido la única suficientemente pendeja como para soportarte a ti. Pero se acabó. Me ofreciste siete mil bolívares por marcharme. ¡Bien! En cuanto me los des y deje un solo día de llover, me largo.

— Cambié de idea.

— ¿Cómo has dicho?

— Que cambié de idea. Cuando te los ofrecí no los quisiste, y ahora la situación es distinta. Puedes largarte, pero no te pienso dar ni un «fuerte».

Imelda Camorra no dijo nada porque resultaba evidente que en cierto modo aquello era algo que esperaba, y jugueteó con su vaso vacío haciéndolo girar alrededor de su dedo índice. Transcurrió un largo rato mientras permanecía con la cabeza gacha, y por último, con la voz aún más ronca que de costumbre, comentó:

— Si me das ese dinero nunca más volverás a saber de mí, pero si me quedo, cualquier noche puedo entrar en tu casa, pegarte un tiro y llevarme todo lo que encuentre. Sabes que me sobran cojones para hacerlo.

— Es posible — admitió «el amado de los "zamuros" y los buitres»—. Es muy posible que te sobren cojones, pero tendrás que hacerlo esta noche, porque maсana le diré a los muchachos que te echen de «Morrocoy».

Sin soltar el vaso, Imelda Camorra lo estrelló sobre el rostro de Cándido Amado, y aprovechando su aturdimiento y que la sangre le cegaba, le volcó la mesa encima y se lanzó de inmediato contra él.

Resulta difícil asegurar que era realmente una mujer la que luchaba, pues Imelda Camorra se había convertido como por arte de magia en una bestia, una arpía, o un ente endemoniado al que el odio, la furia o los ocultos poderes del averno habían dotado de una fuerza sobrehumana que le permitían golpear, machacar, morder, araсar, patear e incluso aplastar con su peso a un hombre confuso y asustado al que el dolor, la sangre, un pánico cerval y un profundo desconcierto impedían reaccionar.

Seguía lloviendo.

El espeso colchón de nubes se extendía desde el Apure al Meta y del Orinoco a la Cordillera, y llovía y llovía con la misma monótona pesadez con que meses antes abrasó inclementemente el sol, o sopló incansable el viento.

Llovía mansamente, pero los hombres y las bestias echaban de menos el fragor de la tormenta y el restallar de los rayos asesinos, porque aquel eterno «calabobos» sin personalidad aburría a las vacas y enmohecía las articulaciones.

— Este barco lleva camino de convertirse en el «Arca de Noé» — comentó Sebastián al observar cómo había ascendido el nivel del río en el trascurso de una sola noche—. Si continúa cayendo agua lo pondrá a flote sin necesidad de que lo empujemos.

— Aún faltan por lo menos dos semanas para que ese cauce alcance su altura máxima — replicó Aquiles Anaya—. Recuerdo que hace seis aсos el agua sobrepasó los dieciocho metros sobre el fondo del río, la casa se inundó, y tuve que mudarme al piso alto hasta que comenzó el desagьe.

— En ese caso meteremos aquí una pareja de animales de cada especie y navegaremos hasta que aparezca una paloma con un ramo de olivo — rió Aurelia—. Cuesta trabajo entender esta tierra: o se muere de sed, o se ahoga… — Se volvió a Celeste que ayudaba a Asdrúbal a ajustar una tabla en cubierta—. ¿Siempre es así? — quiso saber.

— Gracias a Dios, porque eso es lo que impide que la gente nos invada y dejemos de vivir como nos gusta.

— ¿En verdad le gusta?

Celeste Báez se detuvo en su tarea, aplastó un zancudo que había acudido a alimentarse antes de hora y sonrió:

— No creo que pudiera vivir en otra parte aunque me ofrecieran todo el oro del mundo.

Aurelia no respondió aunque permaneció largo rato preguntándose las razones de su notable cambio de carácter, porque la madre de los Perdomo era la única persona de la casa que aún ignoraba — o se esforzaba por ignorar — lo que estaba ocurriendo entre su hijo y Celeste Báez.