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Sebastián había advertido casi desde el principio las ausencias nocturnas de su hermano y no necesitó esforzarse para llegar a la conclusión de dónde y con quién pasaba las noches; Yaiza, cuyo sexto sentido le permitía percibir muchas cosas incluso antes de que sucedieran, supo ya durante la fiesta, que se acercaba lo inevitable, y Aquiles Anaya conocía lo suficiente a su patrona como para adivinar que si se había enamorado de Asdrúbal Perdomo aun sin haber mantenido con él ningún contacto físico, ahora ese amor se había transformado en una auténtica pasión por más que se esforzara en controlarla, consciente de que aquella relación estaba condenada, desde el momento mismo en que nació, a durar poco tiempo.

Los Perdomo Maradentro querían marcharse al mar en que habían nacido y se habían criado, y nadie conseguiría retenerlos, porque se irían aun en el caso de que intentaran oponerse y tenían que irse antes de que cesaran las lluvias y se iniciara el desagьe.

Un navío del calado del que estaban construyendo necesitaría el máximo nivel de aguas para descender por el Arauca y sortear las chorreras y carameros hasta su unión con el Orinoco, e incluso el gran río representaba innumerables peligros para la navegación si no se aprovechaba la época de crecida. Tan sólo los «bongueros» más experimentados podían arriesgarse por aquellos rumbos con las aguas bajas, y pese a que Celeste Báez no dudaba de la pericia de los dos hermanos como navegantes de alta mar, poco confiaba en ellos como pilotos de rápidos, bancos de arena y corrientes traicioneras.

— Saldremos adelante — le había tranquilizado Asdrúbal un amanecer en que permanecían despiertos tras haberse amado hasta casi extenuarse—. Recuerda que conseguimos atravesar el Océano en un barco que se caía de viejo.

— En el Océano no hay rocas ocultas, bajíos traicioneros, ni troncos de árboles clavados en el lecho del río…

— Terminaremos el barco antes de que empiecen a bajar las aguas, no te inquietes.

— ¡Naturalmente que me inquieto! — protestó ella—. ¿Cómo piensas gobernarlo sin motor y sin velas?

— A base de pértigas, como hacen los «bongueros» — se inclinó a besarla impidiendo así cualquier nueva protesta—. Confía en los Maradentro — aсadió—. Conseguiremos que ese barco llegue al mar.

Pero Sebastián, con más conocimientos técnicos y mucho más prudente, no se mostraba tan seguro dada la absoluta imposibilidad de probar el barco ya que desde el momento en que soltaran amarras no tendrían opción de volver sobre sus pasos luchando contra corriente. Cualquier error — grande o pequeсo — tendrían que corregirlo sobre la marcha, cuando se encontraran en el centro del cauce de un río desconocido y en mitad de una tierra hostil y desolada.

— Y no olvides que esas aguas están infestadas de caimanes, anacondas, tembladores, rayas, y sobre todo, millones de piraсas — le advirtió a su hermano cuando trataron a solas del tema—. Si hemos cometido algún fallo y volcamos, nuestras posibilidades de sobrevivir son nulas. Esas piraсas devoran a una vaca en tres minutos.

— No somos vacas. Y no hay fallos.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé. Y si no lo supiera, Yaiza lo sabría. El abuelo se lo habría dicho.

— ¡No seas estúpido! — fue la indignada respuesta—. ¿Cómo puedes confiar la seguridad de toda la familia a la información que quiera dar un muerto? ¡Es ridículo!

— Cuando se trata de prevenir el peligro, Yaiza nunca se equivoca.

— Alguna vez tiene que ser la primera.

Sebastián Perdomo no podía imaginar hasta qué punto aquella aseveración resultaba profética, puesto que aproximadamente en el mismo momento en que la hacía, a poco más de dos jornadas de marcha río arriba, Ramiro Galeón concluía una rústica balsa sobre la que llevaba tres días trabajando.

El estrábico, que había disfrutado de un largo mes de descanso en casa de su hermano sin otra preocupación que la pesca, partidas de póquer y alguna borrachera en común, llegó una maсana a la conclusión de que el cajón del Arauca debía encontrarse ya inundado, con los afluentes y «caсos» crecidos y la sabana impracticable, por lo que cargó los tres caballos más fuertes, lentos y pesados que encontró y cruzó a la orilla venezolana.

— ¿Por qué no esperas a que deje de llover? — aventuró Goyo. Con el Llano como está no llegarás a parte alguna.

— Llegaré. Y llegaré en el mejor momento: cuando nadie me espere.

— ¡Vaina! — protestó el otro—. ¿Cuál es la prisa? Si te vas ahora te hundirás en el barrizal, te escoсará un rayo o te consumirán las fiebres.¡Espera!

Ramiro, que se afanaba en asegurar la carga y cerciorarse de que las cinchas no se aflojarían por mucho que se empaparan, observó a su hermano por encima de la grupa de uno de los caballos e inquinó con intención:

— ¿Tú esperarías? — Aguardó unos segundos y al comprobar que no recibía respuesta sonrió con intención—. ¿Por qué? ¿Porque eres Goyo Galeón el Cuatriboleado que le «echa pichón» a todo? ¡Vale! Pues yo soy Ramiro que no estudió en peor colegio. Fuiste tú quien me enseсó que lo imposible resulta siempre lo más fácil. ¡Cuídate y no te apures, que a mí el Llano me respeta!

— ¿Cuánto tardarás?

— Aún no lo sé, pero si en un mes no he vuelto, mejor me olvidas.

— ¡Suerte!

— ¡Suerte!

Se estrecharon la mano y el bizco montó sobre el primer animal, tomó las riendas de los otros, y ascendió por la resbaladiza orilla del río hasta alcanzar la línea de árboles. Desde allí se volvió a saludar a su hermano que había reembarcado rumbo a la isla, y por último se adentró, chapoteando, en la infinita llanura empantanada.

Seguía lloviendo.

Llovía y llovía y casi una quinta parte de Venezuela parecía haberse transformado en un gigantesco charco del que sobresalían desperdigados montículos, algunos árboles, altivas palmeras, y aisladas cabezas de ganado cimarrón, el único capaz de abandonar la protección de los oteros para buscar bajo el agua algunas briznas de hierba con las que aplacar su hambre.

El cielo continuaba siendo una gran mancha gris hacia la que no convenía alzar la vista porque encharcaba el espíritu, y ni el ancho sombrero encerado, ni el chubasquero negro a media pierna, ni las altas botas, bastaban para impedir que el agua empapara, y pronto a esa agua se unió un espeso sudor que corría libremente por el cuerpo.

Alguien con tan sólo un punto menos de valor que Ramiro Galeón hubiera renunciado a su empeсo dando media vuelta en redondo el primer día, pero el estrábico había demostrado sobradamente ser uno de los mejores «baqueanos» del Apure, y era además un hombre decidido a dejar bien sentado que era hijo de Feliciana Galeón, la cantinera que había tenido nueve hijos de por lo menos siete padres distintos.

Avanzaba sin prisas, inclinado sobre el cuello de su montura, con la mirada atenta a cada detalle que permitiera adivinar la profundidad del agua y el espesor del fango, y no dudaba a la hora de detenerse y permanecer durante largo rato inmóvil bajo la lluvia estudiando metro a metro la llanura, tratando de descubrir la presencia de venenosas serpientes que podían matarle un caballo en cuestión de minutos, enormes anacondas de feroz agresividad, o terribles caimanes que solían abandonar en aquella época los márgenes de los ríos para sorprender a sus víctimas en la sabana inundada.

Y seguía lloviendo.

Arreció el agua a media tarde, lo que le obligó a buscar la protección de un bosquecillo de caobos, y sin descabalgar colgó de dos altas ramas su «chinchorro», pero antes de tenderse a intentar descansar aunque tan sólo fuera parte de la noche, aseguró los caballos a un grueso tronco y comió frugalmente sin moverse de una silla de montar a la que parecía atornillado.