Por último se puso en pie, orinó desde lo alto de la cabalgadura, y se alzó a pulso hasta la hamaca en la que se acostó cuan largo era dejando al alcance de la mano, colgado de la rama más próxima, un pesado «Winchester».
Cuando cayó la noche ya dormía, aunque podría creerse que lo hacía con un ojo cerrado y otro abierto, sin que le importara que el agua continuara empapándole, o que cualquier movimiento brusco pudiera precipitarle al suelo desde tres metros de altura.
Durante los ocho días que siguieron Ramiro Galeón apenas puso el pie en una tierra en la que por lo general el agua y el fango le llegaban a los tobillos, puesto que era un hombre capaz de sobrevivir a la grupa de un caballo, pero al final de ese tiempo, y tras haber vadeado cuatro ríos e innumerables «caсos» en uno de los cuales se le ahogó una remonta, alcanzó su destino sin más percance que cinco caimanes muertos a tiros, un fuerte dolor de riсones, y un molesto catarro que le obligaba a estornudar continuamente.
Se sentía satisfecho porque había avanzado más aprisa de lo que tenía previsto, y los tres enemigos a los que más temía: serpientes de agua, anacondas y fiebre, no habían hecho su aparición.
Con ramas y una lona encerada levantó un refugio en seco, descansó todo el día, y al amanecer del siguiente comenzó a cortar árboles sin perder de vista el río, dispuesto a echarle el lazo a cualquier tronco flotante que arrastrara la corriente.
Cuando al fin tuvo listo el rústico «bongó», trasladó a él sus pertenencias, dejó en libertad a los caballos, y emprendió, con la sola ayuda de pértigas, una larguísima y aburrida travesía porque el río corría mansamente y todo su trabajo se limitaba a permanecer atento a que un escondido tronco clavado en el fondo no le volcara la frágil e inestable embarcación.
Ramiro Galeón parecía haberse convertido en el único ser humano superviviente tras un catastrófico diluvio; una extraсa figura enfundada en un impermeable y cubierta con un sombrero de alas caídas, que con las piernas abiertas y una pértiga en la mano mantenía un difícil equilibrio sobre media docena de troncos, atravesando en silencio las llanuras sin más testigos que garzones, «coro — coros», familias de asombrados chigьires, y centenares de reses bravas que en aquellos meses se desparramaban a su capricho en busca de pasto o huyendo de las fieras.
Tan sólo en una ocasión cruzó frente a una ranchería desde cuya ventana un chiquillo de ojos tristes le contempló pensativo hasta que se perdió de vista en la distancia, y el paisaje aparecía tan monótono y desdibujado bajo las pesadas nubes y la insistente lluvia, que al segundo día comenzó a asaltarle la inquietante impresión de que se había desorientado equivocándose de afluente.
¡Cambiaba tanto el Llano con el agua, visto además desde el centro de un río cuyas orillas variaban de aspecto según el nivel de la corriente!
No había allí pueblos, caminos, ni accidentes geográficos claramente reconocibles, y en la distancia todas las palmeras se asemejaban, todos los bosquecillos parecían el mismo, y todos los samanes solitarios podrían encontrarse igualmente allí que a diez días de distancia.
Al oscurecer varaba en una playa el improvisado «bongó», colgaba su «chinchorro» entre dos árboles, y luchaba por encender ruego con una madera que se resistía a arder, pero cuya espesa humareda no bastaba para alejar las nubes de mosquitos que pretendían desangrarle.
Roncaban los tigres cerca, pero Ramiro Galeón era un hombre que jamás había temido a ningún tigre, y tras una frugal cena a base de queso, tasajo y casabe que constituía su único alimento diario, cerraba los ojos y se quedaba dormido con el pensamiento puesto en los inmensos pechos de oscuros pezones y el vello espeso, tibio y oloroso del sexo de Imelda Camorra.
Nadie, ni siquiera Goyo Galeón conseguía entender la obsesiva fijación de su hermano con aquella mujer bronca y bravía, pero es que nadie, ni siquiera el mismo Ramiro Galeón, había descubierto nunca que el olor a hierbas silvestres, jabón barato y hembra salvaje de Imelda Camorra, era exactamente el mismo que el de aquella también bronca y bravía cantinera llamada Feliciana Galeón, que tuvo nueve hijos de siete distintos padres, pero que con los nueve demostró ser la más dulce, tierna y amorosa de las madres.
Esconderse en un aislado «caney» para disfrutar para siempre de aquel olor y aquella indomable mujer de duras carnes y tersa piel era cuanto el estrábico ex capataz de «Morrocoy» le pedía a la vida, y por conseguirlo se sentía capaz de desafiar a la Naturaleza, las bestias, los nombres e incluso a los mismísimos «Espantos de la Sabana».
Por ello continuaba infatigable su larga navegación sin reparar en los enormes caimanes que le contemplaban golosos desde un bancal de la ribera, y ni siquiera le inquietó la anaconda de cuatro metros que descubrió un amanecer muy cerca de donde había pasado la noche.
Fue aquella misma maсana cuando comenzó a divisar lugares que le resultaban vagamente familiares, y a media tarde, a la vista de «Las Cuatro Moriches», cuatro palmeras idénticas que marcaban los puntos cardinales con sorprendente exactitud, calculó por la velocidad que llevaba, que probablemente antes de que cerrara la noche alcanzaría la curva del río desde la que se dominaba gran parte del «Hato Cunaguaro».
No se equivocó, y el día siguiente lo pasó oculto entre unos mereys a no más de medio kilómetro de la casa espiando a sus moradores con la ayuda de unos potentes prismáticos y su infinita paciencia de llanero.
Lo primero que le sorprendió fue el descubrimiento de un gran barco alzado bajo un cobertizo a un costado de la casa, y como en sus treinta y dos aсos de vida jamás había abandonado la sabana y nunca había visto por tanto una embarcación de tales dimensiones, se preguntó para qué diantres la querrían allí, tan lejos de donde podría ser útil.
Luego centró su atención en Yaiza Perdomo, estudiando con minuciosidad cada una de sus idas y venidas, hasta que llegó a la conclusión de que su dormitorio no podía ser otro que el de la esquina suroeste o el inmediatamente anterior.
Pasado el mediodía distinguió a Celeste Báez y un mozarrón que se besaban y acariciaban aprovechando que el casco del barco se interponía entre ellos y la casa, y lanzó un largo silbido de admiración al advertir como él la alzaba por la cintura, ella le pasaba las piernas por la espalda, y hacían el amor de pie, allí mismo.
— ¡Aguaita! ¡Aguaita cómo se la está cogiendo en pleno día! — musitó para sí—. ¡Ah, putarrón desorejado! Tan altivota siempre y ahí anda, «beneficiándose» a la peonada. ¡No se puede creer en nadie!
Durmió luego un buen rato presintiendo que la noche iba a ser larga, y le agradó descubrir que con la caída del sol la lluvia aumentaba, pues sabía que cuanto mayor fuera el aguacero, menos posibilidades de descubrirle tenían.
Aguardó por lo tanto, soportanto impertérrito y paciente el asalto de los zancudos y gengenes, y pasadas las tres de la maсana se aproximó sigilosamente a la casa y se ocultó entre los postes de paraguatán que la mantenían en alto.
Escuchó.
El golpear de la lluvia ahogaba cualquier otro sonido, y eso le decidió a trepar a la galería, justamente bajo la ventana del dormitorio de la esquina suroeste. Luego, moviéndose con la paciencia de un «perezoso», alzó la cabeza y atisbo dentro. Tardó largo rato en acostumbrar los ojos a la oscuridad, entrevió una cama cubierta con un mosquitero y alguien que dormía, y en su ayuda acudió un lejanísimo relámpago que le bastó para llegar a la conclusión de que se trataba de Yaiza Perdomo.
Se deslizó dentro, alzó el mosquitero, la golpeó en la nuca para impedir que despertara, y tras cerciorarse encendiendo una cerilla que se trataba en efecto de ella, se la cargó a la espalda, recogió sus botas y la ropa que aparecía cuidadosamente doblada sobre una silla y saltó de nuevo al porche.