Instantes después desaparecía en las tinieblas hacia el lugar en que había quedado la balsa, y cuando la primera claridad del nuevo día comenzó a teсir de gris el espeso manto de nubes que cubría la llanura, ya los límites de «Cunaguaro» habían quedado definitivamente atrás, y la corriente le empujaba con firmeza hacia el Arauca.
Yaiza no volvió en sí hasta media maсana. Lo primero que distinguió fue el oscuro techo de lona de una pequeсa toldilla que apenas bastaba para protegerla de la lluvia, y al descubrir a Ramiro Galeón que permanecía en popa aferrado a una larga pértiga, éste la saludó con una leve sonrisa irónica.
— ¿Sorprendida? — inquirió.
La muchacha pareció necesitar unos instantes para hacerse una idea de cuál era la situación, al fin negó con la cabeza:
— No mucho.
— ¿Y eso?
— Siempre supe que lo haría.
— ¡Ah, vaina! — El bizco soltó una carcajada porque se sentía triunfante—. ¿Y si lo sabías, por qué no lo impediste?
— Porque la única solución era marcharnos, pero el río aún no ha crecido bastante. ¿Qué piensa hacer?
— Venderte a Cándido Amado por cincuenta mil bolívares. — Le guiсó un ojo tratando de tranquilizarla—. Pero dentro de unos meses te divorcias, le quitas un buen montón de plata, y a volar… La vida hay que tomarla como viene, y a ti te lo han dado todo para sacarle provecho.
Al decir esto había hecho un significativo gesto con la cabeza, y ella reparó en que únicamente se encontraba cubierta con un húmedo camisón que se le pegaba al cuerpo. Buscó a su alrededor, descubrió su ropa y sus botas, y dejando caer la lona se vistió lo más aprisa que le fue posible, dado lo reducido del recinto.
Ramiro Galeón continuó hablando mientras tanto, pese a que su vista permanecía fija en el río y atento a empujar con la larga pértiga en cuanto surgía el menor peligro, pues con el peso de Yaiza el pequeсo «bongó» resultaba difícil de maniobrar.
— ¡Me alegra que no estés asustada! — dijo subiendo el tono de voz—. ¡Cosa jodida una mujer histérica en un río preсadito de «caribes»! ¡No pienso hacerte daсo! — aсadió—. Mi madre me enseсó a respetar a las mujeres, porque hombre que no respete a una mujer no es hombre, y a los Galeones nos han podido acusar de todo, menos de no serlo.
— Pero me va a vender como si fuera una vaca — respondió ella desde dentro.
— Negocio es negocio.
Yaiza reapareció vestida y permaneció largo rato observando los garzones de la orilla que, por encontrarse en época de muda y empapados, semejaban mustios frailes, de cuyas largas narices goteara el moquillo de un molesto resfriado, mientras patos, garzas y «gallitos de agua» volaban de un lado a otro rozando con las puntas de las alas la superficie del río en busca de su presa. No había allí caimanes, pero sí vio muchas tortugas que, escondidas en sus caparazones, semejaban inmensos platos oscuros que alguien hubiese abandonado sobre la arena.
— Matarán a Cándido Amado — musitó al fin, alzando el rostro hacia Ramiro Galeón—. Mis hermanos buscarán a Cándido Amado y lo matarán.
— Ese no es asunto mío — se limitó a replicar el estrábico—. No lloraré por él. El gran «coсodesumadre» intentó asesinarme por la espalda, pero le temblaba tanto la mano que falló a diez pasos.
Yaiza negó convencida:
— No falló. Alguien desvió la bala.
Los bizcos ojos se clavaron en ella, tratando de averiguar el sentido de unas palabras que le sonaron extraсamente.
— ¿Qué has querido decir? — inquirió al fin.
— Que a usted no le matan las balas.
— ¡Chiquita pendejada!
— ¿Es que no lo sabía?
— ¿Saber qué? ¿Que no me matan las balas? — El menor de los Galeones agitó la cabeza divertido—. ¡Aguaita que el plomo le pesa igual en el cuerpo a todo el mundo! ¡Ni que el primer baсo me lo hubieran dado con el «cariaquito morao de la suerte»!
Ella no dijo nada; ese silencio suyo tuvo la virtud de inquietar a Ramiro Galeón más que cualquier argumento, y por su memoria pasó el recuerdo de una infausta noche en un «botiquín» de Puerto Nutrias en la que dos de sus hermanos y tres llaneros cayeron acribillados sin que a él las balas le tocaran, o el amanecer cerca de Mata — Azul en que el sargento Quiroga les tendió una emboscada de la que resultaron siete heridos y cuatro difuntos, sin que a él tampoco acertaran a darle.
Agitó con un brusco gesto la cabeza.
— ¡Pendejadas! — masculló.
Pero ella continuó absorta y eso le desbarató los nervios.
— Pendejadas — repitió—. ¿Por qué razón no habrían de acertarme las balas…? — quiso saber.
— Probablemente porque su destino sea otro.
— ¿Cuál?
— Que lo mate un rayo.
— ¡Putísima madre! — El bizco cruzó los dedos y tocó repetidas veces uno de los troncos de la balsa—. ¡Vaina de carajita para joderle la vida a un cristiano! Mejor te callas.
— Como quiera.
Enmudeció de nuevo sumida en la contemplación del monótono paisaje que parecía complacerse en repetirse una y otra vez a sí mismo, como si la imaginación del Creador se hubiera agotado y aquél fuera el fin del mundo, y el menor de los Galeones la observó perplejo, preguntándose las razones por las que aquella sorprendente criatura había logrado descubrir que únicamente los rayos le asustaban.
— Tú no eres normal, ¿verdad? — inquirió por último con un notable esfuerzo—. ¿No eres como el resto de la gente?
— ¿Por qué no habría de serlo?
— Por las cosas que dices. Y por las que haces. — Se diría que estaba tratando de leer sus pensamientos—. El día de los toros… — aсadió—. Cuando murieron mis hermanos. Sabías lo que iba a ocurrir, ¿no es cierto?
— Al principio, no. Luego, cuando estuve cerca, sí.
— ¿Cuándo apareció el hombre?
Yaiza se sorprendió:
— ¿Lo vio?
El otro negó con un gesto.
— No. No lo vi, aunque más tarde me pareció recordar que lo había visto… ¡Guá! Ni yo mismo me aclaro. — Escupió con rabia al río—. ¿Lo vi o no lo vi? ¡Qué sé yo! Todo esto es un mierdero. — Hizo una pausa—. ¿Quién era?
— Mi padre.
— ¿De dónde salió?
— No lo sé.
— ¿Dónde está ahora?
— Murió el aсo pasado.
Ramiro Galeón clavó la pértiga, empujó el «bongó» hasta vararlo en la orilla más próxima y saltó a tierra, donde comenzó a darle patadas a las tortugas que encontró a su paso.
— ¡Vaina! ¡Vaina! ¡Vaina! — exclamó una y otra vez como si de esa forma consiguiera descargar la tensión que le dominaba. Luego se volvió a Yaiza, que permanecía inmóvil, y le apuntó con un dedo—. De mí no te burlas, ¿me oyes? — le advirtió—. De mí no se burla una carajita como tú, porque del primer bofetón te arranco la cabeza. — Lanzó un resoplido e hizo un supremo esfuerzo para calmar sus nervios—. ¿Qué es eso de que tu padre murió el aсo pasado? ¿Crees que nací pendejo?
Ella se limitó a encogerse de hombros.
— Si no quiere, no lo crea; pero mi padre se ahogó el aсo pasado cuando veníamos hacia América.
— ¿Y quién era el que yo vi?
— Usted sabrá. ¿Era muy alto?
— Sí.
— ¿Vestía pantalones y camisa de dril?
— Sí. Creo que sí.
— Entonces era mi padre — replicó ella con naturalidad—. Y probablemente por eso se espantaron los toros.
El estrábico tomó asiento, cruzó las piernas y comenzó a juguetear con la arena húmeda como si le fascinara verla correr entre los dedos. Luego, sin alzar los ojos inquirió, como si le avergonzara hacerlo: