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— Dime: ¿Eres acaso «Camajay — Minaré»?.

— ¿Quién…? — se sorprendió ella.

— «Camajay — Minaré», la dioisa de las selvas que ha vuelto a la tierra.

— ¡Qué tontería! ¿Cómo se le ocurre una cosa semejante?

— La gente lo dice. Aseguran que «Camajay — Minaré» ha regresado. — Hizo una pausa y le miró de frente—. Y el otro día Cándido Amado mató a un «guaica» que venía en su busca.

— ¿Qué es un «guaica»?

— Un salvaje del Alto Orinoco.

Yaiza recordó al indio de enorme arco y larguísimas flechas que a menudo cruzaba como una sombra por sus sueсos sin detenerse jamás en su eterno vagar por la llanura. No se parecía a los tristes «cuibás» o «yaruros» de la sabana, y siempre le había llamado la atención su porte y su altivez, aunque jamás habían intercambiado una sola palabra, y podría pensarse que el indio ni siquiera podía verla.

Cuando habló de nuevo resultó evidente que deseaba desviar la conversación del tema de «Camajay — Minaré».

— Usted es la primera persona que ve algo de lo que yo veo — dijo—. ¿Nunca le había ocurrido antes?

— ¿Qué? — se sorprendió él—. ¿Ver muertos? — Agitó la cabeza con brusquedad, casi sacudiéndola para desechar un mal pensamiento—. No, desde luego, y Dios no lo permita. A menudo sueсo con mi madre y la veo tan clarita como te estoy viendo ahora, pero supongo que eso le pasa a cualquiera.

— ¿Y nunca presintió que iba a ocurrir una desgracia?

— Únicamente cuando a mi hermano Goyo le brillan los ojos. ¡Guá! — exclamó, admirado—. Cuando Goyo se despierta, con los ojos como pepas de oro refulgiendo en el fondo de un río, engraso el rifle, porque estoy seguro de que se forma algún mierdero. Al poco se le encrespa el pelo y es mismamente como los gatos que presienten el terremoto o la tormenta. Ese día hay difuntos.

— Pero por lo que tengo oído, estando su hermano cerca, lo raro es que no los haya.

— Es el destino. Hay quien va por el mundo y siempre encuentra dinero. Otros encuentran mujeres, y otros enfermedades. Goyo encuentra gente con ganas de morirse de repente. — Rió divertido—. Y él los ayuda. — Se puso en pie y lanzó una larga mirada al cielo cada vez más oscuro y encapotado—. Va a caer «piazo palo de agua» — seсaló—. Y nos vamos a enchumbrar hasta los tuétanos. — Indicó sus alforjas sobre el «bongó»—. Si tienes hambre, come algo, y si quieres dormir puedes hacerlo cuanto quieras porque no me pienso detener hasta el Arauca.

— ¿A dónde me lleva?

— Lejos.

— ¿Dónde? — insistió ella, decidida a no subir a la balsa si no recibía una respuesta.

Ramiro Galeón la observó unos instantes, dudó, pero al fin replicó escuetamente:

— A casa de mi hermano.

Fue un viaje largo y especialmente monótono. Agua arriba y agua abajo; agua en el cielo y agua sobre la tierra, y como única variante una orilla que era siempre la misma, como si aquél no fuera un río, sino una pescadilla que se mordiera la cola y estuvieran condenados a realizar una y mil veces idéntico itinerario, porque si el Llano era de por sí infinito en verano, se estiraba en invierno semejando una masa de pan humedecida que se desparramara más allá de sus límites, convirtiéndose en una plasta acuosa, deslavazada, y sin forma.

Todo era fangoso y gris, y hasta los «coro — coros» parecían haber perdido el brillo de su rojo plumaje, como si el mundo de colores violentos, que meses atrás refulgía bajo una luz cegadora, se hubiera deteriorado al igual que una vieja fotografía para transformarse en un manoseado daguerrotipo de imprecisos contornos.

La luz, filtrada y vuelta a filtrar por las espesas nubes, llegaba al suelo tan fatigada ya que ni extraía reflejos al metal o los esteros, y estos últimos no acertaban a servir de espejo a las palmeras, pues su superficie jamás conseguía aquietarse un solo instante por culpa de la lluvia.

Era melancolía más que tristeza lo que se apoderaba en aquel tiempo del espíritu, y abrazada a sus rodillas bajo la diminuta toldilla de lona encerada, que ya incluso comenzaba a permitir que traspasara el agua, Yaiza dejaba que transcurrieran las horas, callada y mustia, con el pensamiento puesto en su familia a la que imaginaba mucho más preocupada de lo que ella misma se sentía.

No tenía miedo. No le asustaba Ramiro Galeón, ni le inquietaba tampoco que intentara «venderla» a Cándido Amado, pero no podía sentirse segura con respecto a Goyo Galeón, pues, según Celeste Báez, bajo su apariencia de hombre tranquilo ocultaba una auténtica personalidad de psicópata asesino que jamás dudaba a la hora de matar a un ser humano por dinero, pero que a menudo también mataba por el simple placer de hacerlo.

— Hay quien asegura que la sangre le emborracha — había contado una noche tras la cena—. Al verla se vuelve como loco y ya no le importa si son mujeres o niсos lo que mata.

Yaiza huía de los locos. Se sentía rechazada por ellos, y recordaba que al verla, el tonto de Uga, Tinín el Microcéfalo lanzaba espuma por la boca, aullaba y le tiraba piedras, pese a que por lo general solía comportarse como un pobre bobo inofensivo. Más tarde, otro loco, fogonero de un mercante andaluz que recaló de arribada forzosa a Playa Blanca, comenzó a insultarla a gritos, sin motivo, y fueron necesarios cuatro tripulantes para arrastrarlo a un bote que le llevara de regreso al barco, donde el capitán tuvo que encerrarle en la sentina hasta que se le pasó el ataque. Ella que amansaba a las bestias y atraía a los muertos, desagradaba sin embargo profundamente a los locos, y ahora temía enfrentarse al más peligroso de los locos conocidos.

Ramiro Galeón no hablaba demasiado de su hermano pero cada vez que lo hacía dejaba traslucir la desmesurada admiración que sentía por él; admiración que le impulsaba a justificar todos sus actos, achacándolos a que se había visto forzado por las circunstancias.

— Cuando has nacido hijo de cantinera y padre de paso, esta tierra no te deja donde elegir. Ó aceptas ser perro de cualquier amo que come no más que los huesos, o te afilas las espuelas lanzándote a la gallera a ganar o a que te ganen.

— ¿Y hacía falta matar tanto?

— Lo malo de ese oficio no es lo mucho que mates, sino que basta con que a ti te maten una sola.

— ¿Y por qué no lo deja? Por lo oído, dinero no le falta…

— El es Goyo Galeón y lo será hasta el final. «Tigre es tigre, y hasta muerto huele a tigre.» Yo intenté dejarlo por Imelda Camorra y aquí estoy aguardando a que el patrón me arroje sus sobras, y ladrando en su nombre. — Chascó la lengua—. Y cuando quise morder me zumbaron doce tiros.

— ¿Y por qué en lugar de raptarme no raptó a Imelda Camorra?

— ¿A Imelda? — se asombró—. ¡Castrado quien lo intente! Un día quise darle un beso a la fuerza y aquí está la cicatriz del bocado que me arreó en los hocicos. Sobrada de cojones anda ésa para haber nacido hembra, y no se abre las piernas si no es a cambio de un «Hato» con dos mil toros.

— ¿Y espera conseguirlos vendiéndome…?

— Al menos Goyo verá que lo he intentado.

¡Goyo! En ocasiones tenía la impresión de que más que admiración había una punta de temor en la voz de Ramiro Galeón, como si se estuviese refiriendo a un padre excesivamente severo o un maestro riguroso, y se preguntaba qué clase de hombre tenía que ser quien conseguía asustar incluso a Ramiro Galeón.

El viaje se hacía eterno. Húmedo, fastidioso y eterno, porque al desembocar en el Arauca cambió la anchura del río, pero no el tedio del paisaje, y tan sólo el aumento de las manchas de ganado que pastaban en la sabana y aisladas rancherías que se alzaban a una y otra orilla, hacían pensar que navegaban por una de las más importantes arterias fluviales de la llanura, pero al fin apareció ante sus ojos lo que sin duda Ramiro Galeón venía buscando desde mucho tiempo atrás, un caserón de considerables proporciones ante el que se encontraba varada una ancha «curiara» de cinco metros de largo, dotada de un potente motor.