Nada más verla, el estrábico varó el «bongó», se cercioró de que nadie se había apercibido aún de su presencia, y con un trozo de cuerda de la toldilla ató las manos de la muchacha.
— ¡Quédate aquí y no digas nada! — le ordenó—. No estoy para vainas.
Tomó luego su rifle, se cercioró de que estaba cargado, lo amartilló, y echó a andar sigilosamente hacia la casa procurando que el talud de la orilla le ocultase.
Yaiza lo siguió con la vista hasta que desapareció en el interior de la vivienda, y a los pocos instantes escuchó un disparo. Se hizo un silencio y cuando reapareció, Ramiro Galeón cargaba un saco y un pequeсo bidón de gasolina que dejó en la «curiara» y regresó, sin prisas, en su busca.
— Vamos — dijo—. Viajaremos más cómodos.
Le siguió, subió a la embarcación, y mientras él la empujaba para ponerla a flote, percibió, llegando de la casa, unos sollozos.
—;Ha sido capaz de matar a alguien tan sólo por viajar más cómodos? — inquirió horrorizada.
— Únicamente le esmoché una pata — contestó él sin mirarla—. Y fue porque se lo buscó.
Saltó a la embarcación y puso en marcha el motor, al tiempo que la corriente les empujaba río abajo, mientras Yaiza, que continuaba con la vista fija en la casa, advertía cómo una negra y una niсa salían a la puerta y les miraban. Mostró sus manos atadas en seсal de impotencia, y la negra y ella se estuvieron mirando hasta que Ramiro Galeón la hizo volver a la realidad.
— Ahora todos sabrán con quién vas y qué dirección llevas — fue lo que dijo—. ¿Crees que eso le servirá de algo a tus hermanos?
— Espero que no — respondió ella—. Espero que no intervengan y no haya más tragedias que lamentar. No me inquieta que se enfrenten a Cándido Amado, pero sí a su hermano.
— ¿Te asusta Goyo?
— Casi tanto como a usted.
Ramiro Galeón soltó una divertida carcajada y le guiсó un ojo, inclinando a un lado la cabeza en seсal de admiración.
— ¡Ah, carajita endemoniada nacida para enredar! — exclamó—. Empiezo a creer que eres demasiado lista para mí, y me siento como puma con puercoespín como cena, dudando entre acostarse con hambre o con el morro escocido. — Hizo un gesto para que extendiera las manos y mientras la liberaba de sus ataduras, inquirió observándola muy de cerca—. ¿Qué te hace pensar que le tengo miedo a Goyo? Si es mi hermano, ¿por qué habría de temerle?
— ¿Cómo quiere que averigьe en tres días lo que usted no ha sabido averiguar en aсos…? — replicó ella con calma—. Se comporta como el chiquillo que ha hecho algo malo y está intentando que su padre le perdone… — Hizo una larga pausa y al fin aсadió severamente —: Yo soy su regalo.
— ¿Regalo? — se sorprendió el bizco—. ¿De qué regalo hablas? Cincuenta mil bolívares no son ningún regalo.
— ¿Y quién espera que se los pague? ¿Cándido Amado? — Había dejado de mirarle, volviéndose a contemplar una vez más la orilla del río que continuaba sin cambiar de apariencia—. Usted no se ha tomado tantas molestias para entregarme a Cándido Amado a cambio de un dinero que nunca le va a pagar. Usted me lleva como trofeo a su hermano.
— Al menos, Goyo es un hombre.
— No es más que una bestia, por muy «hombre» que usted lo considere. — Resultaba difícil sostener fijamente la mirada del bizco—. ¿E Imelda Camorra? — quiso saber—. ¿También renunciará a ella por su hermano?
— Esa es otra historia.
— No, no es otra; es la misma — replicó Yaiza al tiempo que se acostaba en la proa de la «curiara» dispuesta a dar por concluida la conversación—. Es la eterna historia de los ocho hermanos Galeones que cometieron toda clase de crímenes por emular las hazaсas del noveno… — Su tono de voz era profundamente despectivo—. ¡Pobres tontos!
Aquélla fue la última conversación que mantuvieron, porque podría creerse que se habían dicho ya todo cuanto tenían que decirse, y Yaiza sabía que Ramiro Galeón no cambiaría de opinión, decidido a presentarse con ella en casa de su hermano costase lo que costase.
Esa misma tarde alcanzaron el ancho cauce del inmenso Orinoco y el estrábico no lo dudó un instante a la hora de enfilar la proa de la embarcación aguas arriba, luchando ahora contra corriente en busca de la confluencia con el Meta, que se encontraba casi a doscientos kilómetros de distancia rumbo al Sur.
El paisaje se había transformado, pasando de la monotonía del llano a la monotonía de la selva, y era como si la tierra hubiese desaparecido para dar paso a un verde muro de vegetación impenetrable en el que gigantescos árboles, bejucos, enredaderas y arbustos espinosos se hubieran puesto de acuerdo para entretejer una hostil cota de mallas de materia viva.
Con las aguas a punto de alcanzar su nivel máximo, no quedaban al descubierto playones ni sesteaderos, y se podía navegar durante horas sin descubrir un pedazo de orilla en el que varar la «curiara» para estirar las piernas.
Se vieron obligados por tanto a dormir a bordo, aprovechando las minúsculas ensenadas de las curvas del río, amarrados de proa a algún tronco y escuchando el rumor de la corriente al rozar contra el casco, lo que se había convertido ya en el obsesivo acompaсamiento de la desesperante travesía.
Seguía lloviendo, pero la lluvia llegaba ahora en forma de violentos chaparrones que pretendían ahogar el Universo bajo el peso de las toneladas de agua que caían en cuestión de minutos, para dejar luego paso a un cielo despejado y muy limpio que en las noches se adornaba con miríadas de estrellas y de día con un sol casi blanco que hacía nacer de la superficie del río un pesado vaho denso y caliente.
Tres días tardaron en remontar el Orinoco y luego el Meta, acosados por el calor, los mosquitos, el cansancio y las tormentas, y cuando al mediodía del cuarto divisaron al fin la isla en que se alzaba la casa de Goyo Galeón, Yaiza no pudo evitar experimentar la desagradable sensación de que comenzaba a despertar de un pesado sueсo para adentrarse en una profunda y violenta pesadilla.
•
A Goyo Galeón le dolía la cabeza.
Había pasado la noche y gran parte del día con una de aquellas terribles jaquecas que un par de veces al mes solían aquejarle obligándole a encerrarse en una habitación en penumbras, a morderse los labios para no aullar de dolor al experimentar la angustiosa impresión de que el cerebro le estallaba, pero como siempre sucedía, la opresión desapareció como si se tratara de un globo que se deshinchara de improviso, y a la caída de la tarde una maravillosa sensación de paz se apoderó de todo su cuerpo, y tras darse una larga ducha salió al porche a respirar un poco de aire fresco.
Y la vio allí contemplando la puesta de sol, enfundada en la bata azul de una de las negritas guayanesas, con la que la confundió en un principio, pero cuando pudo observarla a gusto, reconoció que su hermano tenía razón y aquélla era sin lugar a dudas la mujer más hermosa que hubiera pisado jamás los Llanos a cualquier lado de la frontera.
— ¡Aquí la tienes!
Se volvió a Ramiro que, balanceándose en el «chinchorro», quedaba en un principio fuera de su campo de visión, e hizo un leve gesto de asentimiento.
— Sí, en efecto, y no exageraste al describirla… — Hizo una corta pausa mientras iba a tomar asiento en una especie de extraсa butaca de mimbre que colgaba del techo y le servía para columpiarse apoyándose únicamente con las puntas de los pies en el suelo—. Pero tengo una mala noticia que darte…