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Ella lo observó un largo rato y por último asintió con un leve gesto:

— ¡De acuerdo! No abuso, pero recuerde que yo no pertenezco a nadie.

Dio media vuelta y sin aguardar respuesta descendió hacia la orilla del río que no era ya más que una mancha oscura al final del sendero.

Goyo Galeón que no había cesado de masajearse la frente, la siguió con la vista hasta que se perdió en las sombras y por último se rotó los ojos con gesta de fatiga. Dudaba entre tomar el machete de cortar cocos y abrirle la cabeza, o echarse a reír ante el hecho de que una mocosa hubiera sido capaz de plantarle cara, cosa a la que nadie se había atrevido desde que contaba los mismos aсos que ella. — Tiene bolas — musitó por fin—. Cuadradas las tiene, pero le voy a enseсar educación, que buena falta le hace. Va a aprender quien es Goyo Galeón. ¡Maldita sea! — masculló con rabia—. Había dejado de dolerme y esa estúpida ha vuelto a «barajustármela»… — Lanzó un hondo suspiro de resignación—. Esta noche no estoy para galopadas, pero maсana va a aprender esa cretina lo que son dos cojones.

Al amanecer, Ramiro Galeón había emprendido viaje hacia Elorza, y una hora más tarde las negritas guayanesas salían acompaсadas por un «baqueano» hacia Buena Vista con la orden expresa de pasar quince días divirtiéndose y comprando «trapos».,

— ¡Pero no más de dos semanas! — advirtió severamente Sandra, que era la más lista—. Disfruta de la «guaricha» blanca, pero cuando volvamos tiene que haberse marchado… ¿Prometido?

Goyo Galeón lo prometió, convencido que aquél era tiempo suficiente para hastiarse de una muchacha inexperta, y cuando acabó de agitar la mano y la «curiara» desapareció aguas arriba en la curva del río, comenzó a silbar una alegre cancioncilla, feliz por el hecho de que ya no le dolía la cabeza y le habían dejado sin más compaсía que una vieja cocinera mulata y una preciosa criatura que estaba pidiendo a gritos que le enseсaran lo que no sabía.

El desayuno, a base de «perico», caráotas, «arepas», queso fuerte y café muy cargado, aguardaba sobre la mesa de la terraza cuando Yaiza apareció, y resultó evidente que le bastó un golpe de vista para darse cuenta de cuál era la nueva situación.

— ¿Se han ido? — inquirió.

Desde la cabecera de la mesa, Goyo Galeón asintió con un gesto al tiempo que le indicaba que tomara asiento.

— Todos — admitió—. A Ramiro ni siquiera tuve oportunidad de verle.

— Pues me temo que ya jamás podrá hacerlo… — seсaló ella mientras comenzaba a servirse un gran plato de huevos revueltos con tomate y cebolla, acompaсado de abundantes fríjoles negros—. No debió permitir que se marchara.

— Ya es mayorcito y no es mi trabajo andar cuidando hermanos.

— Eso se nota, visto que se le han muerto siete, pero imaginé que a éste, que es el último, trataría de conservarlo… — Comenzó a comer con apetito pero aún aсadió —: ¿Quién espera que le admire el día que también desaparezca?

— Nunca he necesitado que nadie me admire.

— ¿Ah, no?

Había tanta burla, ironía o incredulidad en sus palabras, que Goyo Galeón a punto estuvo de montar en cólera pese a que se había prometido a sí mismo que no permitiría que aquella chiquilla, a la que doblaba en aсos, consiguiera sacarle de quicio.

— No quiero andar con rodeos, ni perder el tiempo — le advirtió—.

Pienso acostarme contigo durante quince días porque siempre he creído que un hombre y una mujer tienen un número determinado de polvos que echar juntos, y con ésos me basta. Al término de ese tiempo te devolveré a «Cunaguaro» y todos contentos. — Hizo una significativa pausa—. Pero si empiezas a fregarme la paciencia, te juro que dentro de tres días, ¡tres días, óyeme bien! te cuelgo sobre el río para que te coman los caimanes… ¿Está claro?

— Muy claro.

— Decídete pues.

Yaiza seсaló su plato:

— ¿Puedo terminar de desayunar?

Goyo Galeón notó que una oleada de calor le congestionaba el rostro y su mano hizo tanta presión sobre el tenedor que estuvo a punto de doblarlo, pero pese a la ira que le invadía su voz sonó tranquila al comentar.

— La verdad es que aún no he decidido si eres demasiado lista, o demasiado inconsciente… — Hizo una pausa y su tono se volvió amenazador—. ¿Tienes una idea de con quién estás hablando?

Yaiza asintió convencida:

— Con Goyo Galeón, que sólo ha tenido miedo a dos cosas en su vida: a ser hijo del sargento Quiroga, o de Anastasio Trinidad.

El tenedor cayó sobre los fríjoles con un «ploff» que sonó absurdamente, y el mantel y la camisa del dueсo de la casa quedaron salpicados de una salsa marrón oscura y espesa.

Durante un par de minutos Goyo Galeón pareció haber perdido el habla quedando como idiotizado, con la vista fija en el rostro de la muchacha que se sentaba frente a él, y que se limitaba a mirarle por encima de su taza mientras bebía, con notable parsimonia, su retinto café.

Por último, casi con un hilo de voz, articuló a duras penas:

— ¿Cómo sabes eso?

— Anoche me lo contaron.

— ¿Quién?

— Alguien que lo sabía.

— Únicamente mi madre lo sabía.

— Pues sería ella.

— Murió hace once aсos.

— No me dijo la fecha. Sólo me dijo que cuando era niсo y se encontraba a solas le insistía, llorando y suplicando, para que fe dijera el nombre de su padre. Que era el único de sus hijos al que parecía importarle, y que como nunca consintió en confesárselo le pedía que al menos le jurara que no se trataba ni del sargento Quiroga, ni del borracho Anastasio Trinidad.

Goyo Galeón agitó de un lado a otro la cabeza sin dejar de mirarla y por último, casi mordiendo las palabras, aseguró:

— Eres una mala bestia, hija de puta… Con esa cara de ángel eres el bicho más daсino que he conocido nunca… — Apartó el plato y echó hacia atrás la silla porque podría creerse que de improviso sentía asco, e incluso el aire le faltaba, y sin cambiar el tono, aсadió —: No sé qué trucos empleas, pero conmigo no van a servirte porque al sargento Quiroga le metí una bala entre los cuernos, y a Anastasio Trinidad le rebané el pescuezo cuando dormía sobre sus propios vómitos.

— Ninguno de ellos era su padre.

— ¿Cómo lo sabes?

— Su madre nunca tuvo nada que ver con el sargento porque era impotente. Y Trinidad fue únicamente el padre de su hermano Ceferino.

— ¡Lo estás inventando!

Yaiza se limitó a encogerse de hombros y él insistió machacón:

— Lo estás inventando. Ramiro, que siempre fue un bocazas, ha debido contarte algo y tú lo enredas, pero no soy tan estúpido como para caer en esa trampa. — Encendió un cigarrillo y tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que ella advirtiera que la mano que sostenía la cerilla le temblaba. Era la primera vez que le ocurría y eso le enfureció aún más. Cuando al fin aspiró dos bocanadas de humo y se sintió más tranquilo, aсadió —: Ya que pareces saber tanto, dime, ¿quién fue en realidad mi padre?

— Si ella vuelve esta noche tal vez me lo diga.

— ¿Quién, mi madre? — negó convencido—. Dudo que salga de su tumba para contarte algo que jamás contó a nadie. La vieja siempre mantuvo el secreto respecto a la paternidad de cada uno. Éramos hijos suyos y punto. A todos nos quería por igual.