Выбрать главу

— Y eso le molestaba…

— ¿Qué?

— Que les quisiera a todos por igual. Que no se diera cuenta de que usted era diferente. — Yaiza le miraba fijamente, tratando de leer en su rostro la reacción a cada una de sus palabras—. Y por eso decidió llamar su atención. Con la disculpa de que dos pobres borrachos la habían insultado, los mató. A partir de ese momento ya era diferente.

El no dijo nada. Pareció necesitar tomarse un tiempo para asimilar cuanto acababa de decirle, y al fin se puso lentamente en pie, rodeó la mesa, se plantó frente a ella, y de improviso, con todas las fuerzas de que se sintió capaz, le cruzó la cara de un rabioso bofetón.

Yaiza no hizo gesto alguno, limitándose a mirarle con unos inmensos ojos verdes, profundos y desafiantes que en aquellos momentos parecían pertenecer a una mujer que hubiera vivido mil aсos.

Goyo Galeón debió descubrir en esos ojos que acababa de enfrentarse a la criatura que «atraía a los peces, amansaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», y ese descubrimiento pareció tener la virtud de desconcertarle aún más, porque súbitamente se miró la mano como si le sorprendiera el hecho de que había osado golpearla, y musitando un «lo siento…», apenas audible, dio media vuelta y penetró en la casa para encerrarse en su habitación, porque de nuevo le dolía terriblemente la cabeza.

Yaiza permaneció muy quieta largo rato, luego se sirvió con parsimonia una nueva taza de café, y bebió pensativa, observando la lluvia, los patos, las garzas que sobrevolaban el río y el grueso tronco de ceiba que traía la corriente y sobre el que distinguió un diminuto araguato que realizaba desesperados esfuerzos por mantener el equilibro y no caer a un agua en la que le esperaba una muerte cierta. Se preguntaba una vez más qué hacía ella allí, tan lejos de Lanzarote y de su casa, y hasta dónde pensaba empujarla un destino estúpidamente caprichoso que parecía complacerse en jugar con su vida y la de los seres que amaba, como si no tuvieran mayor oportunidad que aquel triste mono, al que el agua arrastraba, obligándole a sufrir mil sobresaltos, hasta llegar al raudal de la próxima angostura donde lo enviaría definitivamente a las fauces de los caimanes.

Allí estaba ella, en mitad de un turbulento río de aguas oscuras que servía de salvaje frontera en el confín remoto de dos países, lejos de su madre y sus hermanos, y a solas con un asesino cuyo evidente desequilibrio mental parecía remontarse a su infancia.

— Quería destacar siempre — le había confesado Feliciana Galeón—. Quería parecer superior a todos en todos los conceptos y odiaba que pese a cuanto hiciera le continuaran llamando «hijo de puta» porque ésa era una realidad que jamás conseguiría cambiar.

Debió ser muy atractiva en su tiempo aquella mujer ya raída por los aсos, que había tomado asiento en el más alejado rincón de su dormitorio y no había apartado ni un instante de su rostro unos ojos cansados y enrojecidos.

— Siempre quise tener una hija — dijo luego—. Una niсa que pudiera entender que desde el día en que mis padres me echaron de casa no me quedaban muchos caminos que seguir. Pero Dios tan sólo quiso darme hijos. Nueve hijos rebeldes, o más bien un rebelde y ocho idiotas, que se dejaron manejar como corderos. Los quise a todos por igual, les di cuanto tenía y luché por convertirlos en hombres de provecho. — Su voz era como un quejumbroso runruneo—. Pero uno estaba «bichado» y me pudrió al resto. Y ahora siete de mis hijos están muertos, y Goyo rico y cubierto de sangre. ¡No es justo! — protestó—. No es justo, ni por sus hermanos, ni por mí, ni por su pobre padre que merecía un hijo mejor.

— ¿Quién fue su padre?

No hubo respuesta, porque Feliciana Galeón desapareció tal como había llegado, furtivamente y sin siquiera un susurro, dejando tan sólo como recuerdo de su paso un leve aroma a hierbas silvestres y jabón barato, y Yaiza volvió a dormirse hasta que, ya entrada la maсana la cocinera mulata vino a anunciarle que «el amo» la esperaba para desayunar.

Y ahora aquella misma mulata acababa de aparecer de nuevo frente a ella, como fantasmagóricamente emergida de debajo de la mesa, y mientras recogía los platos y las tazas, musitó sin alzar los ojos, pues se diría que vivía aplastada por el miedo de mirar a la gente a la cara:

— ¡No le lleve la contraria! — advirtió—. No haga que se arreche de veras, porque se le cruzan los cables y es terrible. Es verdad que a una «catira» colombiana que quiso abandonarlo la colgó de aquella rama del samán que cae sobre el río, y la dejó allí, gritando, hasta que los caimanes le comieron las piernas. ¡Está loco! — concluyó en el mismo tono mientras se alejaba de regreso a una cocina en la que parecía encuevada—. ¡Loco de perinola!

Yaiza permaneció muy quieta, con la vista clavada en el samán y el agua turbia del río, tratando de imaginar los sufrimientos de la pobre mujer sacrificada, y sin poder evitar un estremecimiento de terror al tomar conciencia de que su verdugo era el mismo hombre al que se estaba esforzando estúpidamente por confundir, sin tener en cuenta que jamás conseguiría dominar las reacciones de un ser tan desquiciado.

Descendió más tarde a dar un largo paseo por la orilla y cuando arreció nuevamente la lluvia se dedicó a recorrer la amplia casa, que era cómoda y fresca, construida casi toda ella en auténtica caoba, pero decorada con cuadros, alfombras, muebles y cortinas de pésimo y chabacano gusto.

Los colores más opuestos se entremezclaban sin orden ni concierto» al igual que los objetos más dispares, y en el mismo salón podía encontrarse una máscara africana colgada en la pared sobre un kimono japonés a pocos centímetros de distancia de inmensas flechas de indígenas amazónicos y un capote de torero de un rojo violento.

Pero si en verdad había en la casa una estancia digna de ser tenida en cuenta, se trataba de la biblioteca; un luminoso salón con un cómodo sillón colocado junto a un gran ventanal que dominaba el río, con las paredes recubiertas — del techo al suelo — de estanterías de libros fuertemente apretados los unos contra los otros.

En lugar destacado, como presidiéndolo todo, un mueble tallado a mano contenía más de trescientos títulos encuadernados en piel, y Yaiza pudo comprobar, asombrada, que en aquella sala debían concentrarse por lo menos seis mil novelas de vaqueros, agentes del FBI, gángsters — y detectives, aunque eran sin duda alguna las ambientadas en el Oeste americano las que superaban, en proporción de cinco a uno, a los restantes temas.

Y todas habían sido leídas y releídas; todas aparecían manoseadas, dobladas e incluso subrayadas en determinados párrafos, y aunque Yaiza recordaba que sus hermanos alguna vez habían sido sorprendidos por una indignada Aurelia con aquellos libros en la mano, y eran lectura común entre los muchachos de Playa Blanca, jamás pudo imaginar que proliferaran en tal cantidad, ni que existiera persona alguna en este mundo capaz de rendir semejante culto a tiros, puсetazos, cabalgatas y persecuciones.

Y aumentó su miedo. Le asustó comprender que se encontraba encerrada en una minúscula isla con alguien que se complacía en asimilar tanta violencia, y acomodándose en el mismo sillón que él debía ocupar durante horas empapándose de muertes, se preguntó qué extraсas ideas pasarían por la mente de Goyo Galeón cuando tratara de equipararse a aquellos pistoleros que galopaban por las praderas de Texas o los desiertos de Arizona persiguiendo pieles rojas o grabando muescas en las culatas de sus revólveres.

¿Desde cuándo leería aquel tipo de novelas? ¿Cuál de ellas le habría dado la idea de asesinar a un ser humano con un hierro de marcar ganado, jugar una partida de póquer fumando un cartucho de dinamita, o colgar de las muсecas a una mujer con los pies rozándole el agua para que los caimanes acudieran a devorarla?

¿Cuántas barbaridades semejantes se esconderían entre aquellas miles de páginas impresas, y cuáles de ellas serían capaces de practicar un individuo tan desquiciado y que actuaba tan impunemente como Goyo Galeón?