Aquella niсa, aquella criatura intangible y casi etérea, suave, dulce y lejana que se movía en silencio o permanecía muy quieta durante horas en su encierro, había trastornado hasta límites insospechados su monótona existencia y no concebía que pudieran regresar los amargos tiempos en que el vacío y la frustración que continuamente le invadía no desapareciesen por el simple hecho de apartar un taco de madera y contemplar a un ser que amaba con toda la violencia y la ternura de quien no ha amado antes jamás en este mundo.
Ya la mayoría de las veces ni siquiera experimentaba la necesidad de masturbarse o manosearse mecánicamente mientras permanecía con el ojo pegado a la pared, porque le bastaba aprenderse de memoria cada gesto, extasiarse con el ademán con que Yaiza se apartaba el largo cabello de los ojos; la forma en que de tanto en tanto volvía el rostro hacia la luz de la ventana; la majestuosidad con que permanecía erguida, alzados siempre el busto y la barbilla, y la felina y provocativa gracia en su andar o de inclinarse para arreglar una cama.
A menudo se preguntaba, admirado, cómo era posible que jamás lograra sorprender en ella un gesto brusco o carente de armonía; un dejarse caer desmaсadamente en una silla; una expresión de aburrimiento o un ademán carente de sentido.
Era — podría creerse — como si Yaiza Perdomo hubiese sido educada por los mentores de una reina y viviese con el convencimiento de saberse continuamente observada, y en realidad era así porque, desde muy niсa, Yaiza supo que a todas horas la observaban los muertos, aquellos muertos a los que agradaba entre otras muchas cosas por la serena y dulce armonía de sus gestos; gestos que había heredado, junto al «Don» de algún muerto perdido ya en la noche de los tiempos.
¿Con quién hablaba a veces?
No pronunciaba palabra, ni tan siquiera sus labios se movían, pero el gordo Monagas descubría de tanto en tanto expresiones de sus ojos o formas de mirar a un punto de la estancia que le obligaban a imaginar que estaba manteniendo un silencioso diálogo con alguien muy concreto; alguien al que nunca llegó a ver, pero cuya presencia parecía a punto de materializarse a cada instante.
En tales ocasiones, el Manco se apartaba del muro, angustiado y sudoroso, iba a tumbarse en su sucio camastro bebiendo largos tragos de tibia cerveza. Era miedo entonces también lo que sentía y una especie de agobiante desasosiego en el que el corazón le latía con tal ímpetu que parecía siempre a punto de estallarle en el pecho, como si estuviera aguardando la caída de un rayo que acabara por fulminarle por su incalificable osadía de espiar a tan maravillosa criatura.
¿De dónde había salido?
Todos sus esfuerzos por aproximarse a ella o incluso a sus hermanos y a su madre habían resultado estériles, pues, cuando se encontraba a solas, Yaiza apenas ponía el pie fuera de la habitación, y cuando la familia se reunía conformaban un bloque monolítico en el que resultaba evidente que ningún elemento extraсo — y él menos que nadie — tendría nunca cabida.
Asdrúbal y Sebastián trabajaban de sol a sol y regresaban reventados de cansancio, mientras Aurelia recorría los alrededores buscando algún comercio que fregar, alguna casa en la que ayudar, o alguna ropa que llevarle a su hija para coser, sin dedicar nunca a su casero más que un cortés saludo al cruzarse por los pasillos.
Resultaban por completo inabordables, y cuanto Mauro Mona — gas había logrado saber sobre ellos era que procedían de la canana isla de Lanzarote y habían atravesado el Océano en una minúscula goleta en cuyo naufragio había desaparecido el padre. Los cuatro parecían vivir para el recuerdo de ese padre, la nostalgia por el hogar perdido, y la preocupación por el futuro — al parecer siempre amenazado — de la menor de los miembros de la familia.
Los hermanos, dos hombretones en edad de divertirse y que en cualquier otra circunstancia deberían pasar más tiempo consumiendo ron en los «botiquines» que en su casa, actuaban como si hubieran renunciado de modo voluntario a sus propias vidas y éstas no tuvieran sentido más que en función de su hermana, pero no con el absurdo y folklórico sentimiento de «honra» tan arraigado entre emigrantes de la Italia meridional, sino más bien con la entrega de quien tiene el convencimiento de estar en posesión de algo sumamente valioso que amerita cualquier sacrificio.
Para el Manco Monagas, cuya madre le echó al mundo a patadas y había pasado el resto de sus días dándole más patadas en el gordo trasero sin dedicarle apenas una caricia o una frase de cariсo, aquel inquebrantable espíritu familiar y el desbordado amor que se advertía en cada uno de sus miembros, constituía una novedad desconcertante, hasta el punto de que, en lo más profundo de su ser experimentaba una mayor sensación de culpabilidad cuando espiaba la intimidad de la familia que cuando tan sólo se deleitaba con la inquietante desnudez de Yaiza.
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— No me gusta ese hombre.
— ¿Quién?
— Ese…: el alto del bigote. Lleva más de una hora sin moverse, y donde quiera que Yaiza va, sus ojos la siguen como los de un cuadro colgado en una pared. Me pone nerviosa.
— ¿Quieres que le diga que se vaya?
Aurelia se volvió a su hijo menor, que era quien había hecho la pregunta, y negó con un gesto.
— Este es un lugar público, y hasta ahora no ha hecho otra cosa que mirar. — Hizo una pausa—. Y no quiero líos. Parece peligroso, y el otro tiene aspecto de matón. Mejor sería que nos fuéramos.
— ¡Pero aquí estamos bien! — protestó Sebastián—. Es tu lugar predilecto.
— Lo era hasta que llegó ése con su cochazo y su cara de palo. Me molesta cómo mira a Yaiza.
— Todos los hombres miran a Yaiza. Deberías estar acostumbrada.
— Hay formas de mirar y de mirar. — Comenzó a recoger los restos del almuerzo amontonándolos apresuradamente en la cesta de mimbre—. ¡Vámonos! — insistió—. Me apetece dar un largo paseo por Sabana Grande y ver los escaparates. — Trató de sonreír sin mucho ánimo—. Así nos iremos haciendo una idea de lo que vamos a comprar cuando seamos ricos.
Era largo el paseo, pero no tenían prisa; y si algo único poseía en verdad Caracas eran los atardeceres: unas puestas de sol inimitables en las que el cielo parecía engalanarse de mil tonalidades, entre las que prevalecía siempre el rojo, y al final del valle por el que se ascendía hacia los hermosos bosques húmedos de Los Teques se recortaban aquí y allá aisladas palmeras, copudas ceibas o altivos chaguaramos, mientras un denso olor a tierra húmeda y vegetación selvática vencía en esos momentos a la pestilencia de la ciudad, sus autos y su río convertido en cloaca.
Los domingos en Caracas carecían de aquella crispación exacerbada que se adueсaba de la capital durante el resto de la semana, en la que todo parecía centrarse en la ambición de apoderarse de unos bolívares, y por las avenidas, los parques y las plazas deambulaban familias igualmente humildes e igualmente desarraigadas, mientras grupos de hombres charlaban en cien idiomas diferentes o se apretujaban en torno a una radio de la que surgía la escandalosa voz de un locutor que comentaba las incidencias de las carreras de caballos que constituían la última y definitiva esperanza de tantos emigrantes.
Se contaba la anécdota de un portugués que al día siguiente de poner el pie en Venezuela acertó el único «cuadro» ganador de las apuestas del «Cinco y Seis», cobró trescientos mil bolívares, y esa misma tarde emprendió el regreso a su pueblo, del que probablemente nunca más volvió a salir.