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— Desde niсa tuve el «Don» de aliviar a los enfermos — sonrió apenas, como burlándose de sí misma—. Nunca hice curaciones milagrosas, pero me las arreglaba con las jaquecas, los resfriados y las diarreas infantiles.

— Eres una criatura extraсa — admitió él—. Hablas con los muertos y alivias a los enfermos. Con la mitad de tus poderes mucha gente se ha hecho rica. ¿Qué haces perdida en la sabana?

— A los muertos no les gusta que se comercie con ellos. — Sonrió de nuevo pero ahora con una cierta amargura—. Y a mí me concedieron el «Don» para sufrirlo, no para disfrutarlo. Si intentara aprovecharme de él se volvería en mi contra.

— ¡Qué vieja pareces algunas veces…! — Lanzó un hondo suspiro que pretendía poner de manifiesto la intensidad de sus dudas—. ¿Qué puedo hacer contigo? — quiso saber.

— Dejarme marchar.

— No. Eso no. — El tono de voz de Goyo Galeón denotaba una profunda firmeza—. Te advertí que los trucos no te valdrían—. Hizo una larga pausa y resultaba evidente que lo que iba a decir le costaba un gran esfuerzo—. Pero estoy dispuesto a nacer un nuevo trato: si en dos días averiguas quién fue mi padre, te dejaré marchar. ¿Puedes hacerlo?

— No depende de mí — fue la sincera respuesta—. Si su madre quiere venir a contármelo, viene y me lo cuenta, pero yo no puedo nacer nada.

El guardó silencio; se miró las manos como si de improviso le preocuparan sus uсas, y sin alzar el rostro, inquirió:

— Dime, ¿de verdad era ella?

— ¿Quién? ¿Su madre?

El asintió.

— ¿Es cierto que estaba allí, sentada, mirándome y culpándome por cuanto le ocurrió a mis hermanos? — Ante el mudo gesto afirmativo, la observó de reojo y volvió de nuevo la atención a sus uсas, limpiándose unas con otras—. Tal vez le sobren motivos para estar furiosa conmigo — admitió—. Pero no tenía derecho a irnos echando al mundo como una coneja pare sus crías sin importarle quién es el padre, ni qué harán en la vida. Ramiro salió bizco, Jacinto chepudo, y Florentino medio lelo. Anastasio Trinidad era un borracho inmundo, que apestaba a ron a veinte metros, se vomitaba encima, y jamás coordinó media docena de palabras… ¿Crees que Ceferino merecía un padre semejante? ¿Crees que nadie en este mundo merece tal padre…?

— ¿Y cree que su padre, quienquiera que sea, merecía un hijo que alardea de haber asesinado a doscientas personas…? — Yaiza agitó una y otra vez la cabeza negativamente—. Me esfuerzo por entenderle, pero no lo consigo. ¿A qué viene tanto interés sobre quién fue su padre? Lo que importa es quiénes somos nosotros, no nuestros padres.

— Eso puedes decirlo porque los has conocido. Pero yo no sé qué es lo que me impulsa a nacer las cosas que hago, ni qué clase de sangre corre por mis venas. Necesito saber las razones por las que soy como soy…

— Tal vez — admitió Yaiza—. Pero imagino que si se hubiera pasado la vida ayudando a la gente, no necesitaría preguntarse por qué lo hace. — Se puso en pie, como dando por concluida la conversación—. Dispongo de dos días. ¿No es cierto?

— Dos días — aceptó él—. Si pasado maсana tengo una respuesta, haré venir a uno de mis hombres, que te acompaсará a «Cuna — guaro». En caso contrario, te garantizo que ni el hecho de que mi madre me tire de los pies conseguirá detenerme. A mí pueden sorprenderme una vez, dos, no…

Y era cierto. Goyo Galeón había pasado la peor noche de su vida al percibir con tanta nitidez la presencia de su madre muerta hacía once aсos, y más tarde un interminable día de sufrimiento aquejado por una de aquellas jaquecas que acabarían por volverle completamente loco, pero era un hombre acostumbrado a recobrar con rapidez su presencia de ánimo y hacer frente a cualquier situación. Cuando su hermano Ramiro mencionó a una muchacha portentosamente bella que hablaba con los muertos, se le antojó ridículo pese a que como buen llanero siempre había sido propenso a aceptar historias de fantasmas y apariciones, y ahora, tras haber conocido personalmente a Yaiza y haber sido testigo de sus poderes, no dudaba que fueran auténticos, pero no por ello se mostraba dispuesto a consentir que cambiaran el rumbo de su existencia.

Más importante para él, quizá, que el hecho de que el espíritu de su madre viniera a contarle a Yaiza que el sargento Quiroga o Anastasio Trinidad no podían ser su padre, era desde luego el haberse visto obligado a reconocer hasta qué punto había influido en sus hermanos a la hora de seguir un camino equivocado, y qué distintos hubieran sido probablemente sus destinos si hubiera sabido encarrilar su innegable ascendiente sobre ellos en mejor dirección.

Cuando la noche le sorprendió bajo el samán del que una vez colgó a una rubia colombiana cuyo nombre ni siquiera recordaba, había llegado a la conclusión de que siempre había sentido un profundo desprecio por aquellos hermanos, que se le antojaban zafios, incultos y terriblemente simples, ya que el único que poseía una cierta personalidad digna de ser tenida en cuenta, tenía los ojos tan cruzados que no se le podía mirar a la cara, y había acabado por enamorarse del putarrón de Imelda Camorra para dedicarse a trabajar a las órdenes de un mierda como Cándido Amado.

¿Quién podía sentirse orgulloso de una familia semejante? Una cantinera semianalfabeta que se había dejado coger gratis por vaqueros, borrachos, y muertos de hambre, y ocho hermanos que entre los ocho no serían capaces ni de leer un periódico.

Y un padre desconocido.

Más que nadie en este mundo, Goyo Galeón había experimentado desde niсo una auténtica necesidad de saber quién era su padre, y de saber, además, que era un ser magnífico y maravilloso; alguien de quien había heredado la sangre que le diferenciaba de sus hermanos y justificaba que acabara por convertirse en el hombre más temido de la llanura.

— ¿Pero quién?

Siglo y medio antes hubiera soсado con ser hijo del mismísimo Bóves el Urogallo, La mejor lanza del Llano, el hombre que con su crueldad y su valor empujó fuera de la sabana incluso al propio Simón Bolívar, porque al igual que él mismo, Bóves se ganó el respeto y la admiración de sus paisanos pese a la ingente cantidad de atrocidades que cometió, y la excesiva sangre inocente que derramó inútilmente.

Aún recordaba que cuando jugaban a las guerras, todos los chicos querían ser Bolívar, Miranda o Páez, pero él se reservaba indefectiblemente el papel de Bóves, el jinete que salió de la nada armado de una lanza y a punto hubiera estado, si la muerte no le sorprende a destiempo, de retrasar cincuenta aсos la Independencia de Venezuela.

¿Pero ya no quedaban Bóves en el Llano…?

Ya no quedaban más que borrachos como Anastasio Trinidad, impotentes como el sargento Quiroga, o sucios vaqueros de pies sudados que dejaban el dormitorio de su madre apestando a estiércol.

¿Cuál de aquellos patas sucias habría engendrado en el vientre de Feliciana, «el cono más caliente de la sabana», el cuarto de sus hijos, y el único que realmente merecía haber venido al mundo?

¡Ninguno!

Goyo Galeón tenía el íntimo, firme e indestructible convencimiento de que quien le engendró no había sido un apestoso analfabeto, sino un ser fabuloso y mítico; un jinete digno de Bóves y digno igualmente de ser el padre de Goyo Galeón.

¿Pero quién?

Por primera vez en su vida llamó a un muerto, pero el muerto no acudió.

Por primera vez suplicó a los que tantas veces había ayudado que acudieran en su ayuda, pero ninguno la ayudó.

Estaba sola; sola en el gran dormitorio en cuya silla del rincón no volvió a sentarse nunca Feliciana Galeón, y pese a que cerraba una y otra vez los ojos para que de ese modo cualquiera de sus difuntos acudiese a visitarla, como tenían por costumbre, no consiguió conciliar un sueсo profundo y todo se limitó a agitadas duermevelas de las que emergía sobresaltada, buscando a su alrededor la presencia del abuelo Ezequiel, «Seсá» Florinda, o incluso su padre, Abel Perdomo, para encontrarse frente a una habitación más vacía que nunca.