Ni siquiera don Abigail Báez, el tuerto llanero de las tres balas en el pecho se dignó hacer su aparición, y podría pensarse que los difuntos habían decidido abandonarla a su suerte como justo castigo por las muchas veces que les suplicó que regresaran a su mundo de sombras para no volver nunca.
¡Ya estaba sola!
Ya estaba sola y cayó en la cuenta de lo desamparada que se sentía sin el respaldo de aquellos poderes de los que siempre había abominado, sobre todo cuando quien se encontraba frente a ella era un hombre como Goyo Galeón, en cuyos dorados ojos descubría a cada minuto que pasaba una decisión más firme.
Perdió su aplomo. En el transcurso de cuarenta y ocho horas y tal vez debido a la falta de sueсo, el cansancio, la excesiva presión del cúmulo de acontecimientos que había soportado, o al hecho evidente de que aquellos con quienes había convivido desde que tenía memoria la habían abandonado, Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, «la que atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos», dejó de poseer aquella confianza en sí misma que constituía una de las características primordiales de su carácter, y fue como si de pronto cayera en la cuenta de que había pasado a formar parte del mundo de los mortales, a los que individuos como Goyo Galeón podían destruir de un manotazo.
Y él lo captó de inmediato.
Le bastó con mirarla a la cara durante el almuerzo para descubrir que un velo de preocupación y desconcierto ensombrecía sus ojos y crispaba la hasta aquel momento inmutable serenidad de sus facciones, y casi al instante comprendió que tenía ganada la partida y ya no debía preocuparse por la presencia de Feliciana Galeón.
Pero no hizo ningún comentario. Comió en silencio, estudiando aquel rostro del que podía asegurarse que incluso había ganado belleza al humanizarse, analizando cada mirada y cada gesto de una niсa — mujer que en cierto modo aborrecía, pero por la que se sentía irremisiblemente atraído.
Había vencido. Una vez más había vencido, y experimentaba la dulce y relajante sensación del jugador que presiente que ya todas sus cartas serán buenas, y lo único que tiene que hacer es esperar a que su contrincante acepte la derrota.
La vio luego pasear por la orilla del río como si buscara en sus aguas respuesta a su desconcierto, y aguardó paciente, seguro de que aquella última noche concluiría por vencer toda su resistencia.
A la maсana siguiente podría creerse que Yaiza Perdomo había envejecido veinte aсos, y cuando, durante el desayuno, le preguntó si tenía alguna noticia que darle, ella se limitó a negar con la cabeza sin apartar la vista de la taza.
— El tiempo se acaba.
— Lo sé.
— ¿Tienes miedo? — Ante su silencio Goyo Galeón extendió la mano sobre la mesa y tomó una de las de ella—. No hay motivo — dijo—. Eso es algo que le ocurre a todas las mujeres. — Sonrió con cierta ternura—. Y seré bueno contigo — aсadió—. Bueno, paciente y dulce… Al fin y al cabo, no soy tan bestia como dicen. Cierto que he matado a demasiada gente, pero la mayoría de ellos se lo buscaron y merecen estar muertos. — Lanzó lo que pretendía ser una carcajada divertida—. A mí, lo que en realidad me hubiera gustado es ser médico… ¿Te imaginas? ¡Médico! Hubiera podido matar lo mismo, pero con diplomacia. — Rió de nuevo—. En serio, soсaba con estudiar y ser útil a la gente, pero mi madre lo más que pudo enseсarme fue a leer y escribir. El resto tuve que aprenderlo solo — continuó con un cierto deje de orgullo en la voz—. ¿Has visto mi biblioteca?
— La he visto.
— ¿Qué te parece?
— Interesante.
— ¿Sólo interesante? ¡Es magnífica! ¿Sabes lo que me ha costado reunir todos esos libros? ¡Aсos! Hago que me los traigan desde Caracas y Bogotá, y a veces tardan meses en llegar. Seguro que nadie tiene tantos como yo.
— Seguro.
Goyo Galeón hubiera continuado hablando de los miles de ejemplares de novelas del Oeste que componían su biblioteca,
pero se interrumpió al advertir que un «bongó» hacía su aparición aguas arriba y se aproaba directamente a la pequeсa cala en que se alzaba el samán y constituía el desembarcadero natural de la isla.
Aguzó la vista preocupado en un primer momento, pero pareció tranquilizarse al reconocer a su único ocupante, un negro alto y escuálido que hizo un amistoso gesto con la mano, mientras varaba la embarcación en tierra, a la que saltó con la agilidad de un simio.
Mientras ascendía sin prisas por el minúsculo sendero que conducía a la casa, saludó con un sonoro vozarrón, aunque resultaba evidente que no se le advertía feliz por la visita.
— ¡Buenos días, patrón! — dijo—. ¡Buenos días la compaсía!
— ¡Buenos días, Palomino…! ¿Qué te trae por aquí con este tiempo?
— Malas noticias, patrón… Bastante malas. — Había llegado hasta ellos, y tomando asiento sin esperar a que se lo indicaran, extendió la mano y se sirvió un generoso vaso—. ¡Con su permiso! — dijo y tras bebérselo de un golpe, soltó lo que traía dentro —: El Ramiro se murió.
— ¿Mi hermano? — se asombró Goyo Galeón.
— El mismo, patrón. Por eso me lancé río abajo con ese «palo de agua» que casi me quita el negro de la piel. Me enteré en Buena Vista. Un rayo lo alcanzó por los rumbos de Elorza y pajarito lo dejó. — Hizo una pausa que aprovechó para llenar de nuevo su vaso y servirle uno a Goyo Galeón que parecía estar necesitándolo—. Por lo que me contaron, ahí mismito le echaron tierra, porque como cadáver ni para velorio servía de chamuscado que estaba.
— Ahórrate los detalles — le interrumpió el dueсo de la casa tras apurar de un solo trago su ron—. Mi hermano se murió y punto—. Se volvió a Yaiza y su tono era claramente agresivo—. ¡Estarás contenta! — le espetó—. Una vez más se cumplen tus augurios… Ramiro se murió y murió tal como habías predicho. ¡Maldita seas! — exclamó con rencor—. Maldita tú y todas las de tu raza agorera… Ganas me dan de sentarte en una hoguera, que es donde realmente deberías estar… ¡Vete! — ordenó bruscamente—. ¡Vete antes de que te vuele los sesos de un tiro! — Le apuntó con un dedo, acusadoramente—. ¡Y recuérdalo! Se ha cumplido el plazo, y te juro, como Goyo Galeón que me llamo, que ni el virgo ni el culo te van a llegar sanos a esta noche…
Yaiza se puso en pie y se encaminó a la parte trasera de la casa, desde donde descendió hacia la ancha playa que dominaba los raudales de la angostura por la que el río, ahora en crecida, se precipitaba sonoro y turbulento. Le bastaría con dejar que la corriente la arrastrara para poner fin a todo, pero era aquélla una solución que había decidido no adoptar, porque era Yaiza Perdomo, la menor de la estirpe Maradentro, la única mujer nacida en el seno de su familia en el transcurso de las cinco últimas generaciones, y tenía que hacer honor a dicha condición.
Tomó por lo tanto asiento en un tronco caído que la corriente había depositado sobre la arena, y esperó. Esperó meditando, y ni tan siquiera hizo el esfuerzo de llamar de nuevo a Feliciana Galeón o a cualquier otro difunto, porque le constaba — tenía la absoluta certeza — de que ninguno vendría en su ayuda. No podía contar más que consigo misma, porque había dejado de ser la niсa que atraía a los peces para convertirse en una mujer que desquiciaba a los hombres.
Permaneció por lo tanto pensativa, perdida la noción del tiempo e incluso del lugar en que se encontraba, con la mente puesta en «Cunaguaro», Lanzarote o aquella inolvidable y trágica travesía del Océano, y tan sólo salió de su abstracción cuando escuchó, bronca y aguardentosa, una imperativa orden que no admitía réplica: