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— Ahora el Llano se pondrá precioso. El sol hará crecer la hierba y millones de flores y parecerá en verdad el paraíso. Me gustaría que pudierais quedaros a verlo, pero comprendo que tengáis que marcharos. — Le acarició con ternura la mejilla—. Y me hubiera gustado conocerte mejor… — Sonrió con dulzura—. De todos modos — aсadió—, sé que por muchos aсos que viva y muchas cosas que ocurran, jamás podré olvidarte. Ni a ti ni a tu familia.

Yaiza la miró a los ojos y había una silenciosa complicidad en aquella mirada.

— Ya lo sé — admitió—. Al fin y al cabo, una parte de los Maradentro se queda aquí.

Una vez más Celeste Báez se sorprendió por algo que Yaiza había dicho; la observó con insistente fijeza e inquirió:

— ¿Tú lo sabes? — Ante el mudo gesto de asentimiento, insistió—. ¿Piensas decírselo a Asdrúbal?

— Ni a Asdrúbal, ni a nadie. Es su hijo; únicamente su hijo; el que siempre quiso tener en sustitución de aquel que le quitaron… — Extendió la mano y la colocó muy suavemente sobre el vientre de Celeste Báez—. Y será un niсo que llenará su vida y le dará infinitas alegrías. Será un digno descendiente de los Báez y los Perdomo Maradentro… — Sonrió con dulzura—. Pero se tiene que llamar Abel, como mi padre.

Lanzarote, agosto 1984

Libro tercero: MARADENTRO