Pero aquellos milagros no ocurrían más que una vez por siglo, y el final de los domingos caraqueсos solía impregnarse de desesperanza por la decepción de cuantos se veían obligados a aceptar que el lunes, con la primera claridad del alba, tendrían que reemprender la penosa tarea de subsistir en un hostil bosque de grúas chirriantes.
De los dos hermanos, Sebastián era el que mejor soportaba aquel duro esfuerzo, ya que era el único miembro de la familia que en alguna ocasión acarició la idea de cambiar de vida y emigrar a otras tierras abandonando la tradición marinera familiar, mas para Asdrúbal saberse tan lejos del mar que amaba, y rodeado de una gente con la que nada tenía en común constituía un auténtico martirio. Asdrúbal aborrecía una ciudad de la que se sentía prisionero porque estaba acostumbrado, desde que tenía memoria, al azul infinito, y hacia donde quiera que ahora mirase no distinguía más que gigantescos edificios o el telón de fondo de verdes montaсas que contrastaban con el ocre, el violeta o el magenta de las cadenas de volcanes de Lanzarote.
— ¿Crees que regresaremos algún día?
— ¿Tanto lo echas de menos?
— ¡No puedes imaginar cuánto! Ni en mil aсos me acostumbraría a vivir lejos de allí.
Se encontraban en la cima del edificio en obras, sentados uno frente al otro sobre sendos bosques de ladrillos, amasando el zurrón de «gofio», que junto con un pedazo de chorizo constituiría su magro almuerzo y observando el incesante tráfico de la afanosa ciudad cuyas nuevas autopistas se iban abriendo camino como los tentáculos de un gigantesco pulpo que creciera con el único propósito de adueсarse del fértil valle en que en tiempos muy remotos se asentó la salvaje tribu de los «caracas».
— Yo, sin embargo, creo que aquí podríamos hacer grandes cosas — comentó Sebastián mientras abría el zurrón y dividía en dos su contenido—. Tengo planes para el futuro: éste es un país lleno de posibilidades que únicamente está esperando gente con imaginación y ganas de trabajar y hacerse rico.
— No tengo ningún interés en hacerme rico — sentenció Asdrúbal—. Por lo menos en una ciudad como ésta. El primer dinero que gane lo emplearé en comprar un barco y volver al mar. — Le costaba trabajo aceptar el punto de vista de su hermano—. ¿Realmente puedes vivir lejos del mar?
— Pasamos toda nuestra vida en el mar, pero no fue mucho lo que nos dio. Quizás haya llegado la hora de cambiar. ¿Qué ofrece el mar más que peligro, hambre e incertidumbre? Nos llaman los Maradentro porque tenemos fama como pescadores, pero generaciones de los mejores únicamente consiguieron hambre y miseria. Mamá se deslomó trabajando sin tener nunca un traje nuevo, y nuestras mujeres, el día que las tuviéramos, seguirían el mismo camino. ¿Es eso lo que quieres…, continuar arrastrando hambre durante diez generaciones más?
— Yo antes nunca noté esa hambre.
— Lo sé — admitió Sebastián—. Siempre te bastó con una «pella» de gofio y un pescado seco a condición de que te dejaran echarte cada maсana al mar en busca de un buen mero. Papá era igual, porque pescar era lo que le gustaba, pero no resultaba muy justo, sobre todo para los demás, que pagábamos las consecuencias…
— ¡Nunca te quejaste!
— Ni me quejo porque agradezco la infancia que me dieron: siempre comimos y nos sobró cariсo. Pero si se presenta la oportunidad intentaré mejorar nuestro destino.
Asdrúbal seсaló con un amplio gesto los montones de arena y ladrillos que se extendían a su alrededor y alzó significativamente su pequeсo trozo de chorizo barato.
— ¿Consideras esto una oportunidad? — inquirió socarrón—. Hace más de un mes que llegamos y lo único que he conseguido es librarme de caer por el hueco de ese ascensor. — Agitó la cabeza una y otra vez, negativamente—. Recuerdo que me sacasteis al mar cuando aún no había cumplido diez aсos, y desde el primer día me esforcé por trabajar como un hombre. Nunca me oirías quejarme. ¡Pero esto! Esto no es propio de hombres. ¡Esto es de esclavos!
— Pronto saldremos de aquí.
— ¿Cuándo?
Sebastián no tenía respuesta a esa pregunta, ni sabía cuándo podría tenerla, porque la realidad era que cada día trabajaban con más ahínco, y cada día la situación empeoraba.
— No lo sé — admitió al fin mientras se ponía en pie dando por concluido su almuerzo y apoyándose en una gruesa columna de hormigón para contemplar la totalidad de la ciudad que se desparramaba a sus pies, de Catia a Petare, y de Los Palos — Grandes a Las Colinas de Bello — Monte—. No lo sé — repitió—. Pero puedes estar seguro de que no llegué hasta aquí para quedarme de peón. Ahí abajo, entre toda esa gente y todo ese dinero, tiene que haber un sitio para mí. — Encendió un cigarrillo; el primero de los tres que compartían al día, y sin volverse, concluyó —: Es únicamente cuestión de encontrarlo.
Asdrúbal, que se había puesto en pie a su vez, tomó el pitillo y con él en la mano seсaló hacia abajo:
— ¿Crees que también habrá sitio para mí? ¿Y para mamá? ¿Y para Yaiza?
Resultaba evidente que Asdrúbal no era el más listo de los dos, pero conocía bien a su hermano, y al referirse a Yaiza había recalcado significativamente la pregunta, tratando de devolverle a la realidad de que, independientemente de las oportunidades que Caracas se mostrara dispuesta a brindarles, ellos, los Perdomo Maradentro se verían siempre obligados a contar con un factor del que jamás podrían prescindir: Yaiza.
Sebastián permaneció unos instantes como ausente y por último optó por encogerse de hombros admitiendo su impotencia para encarar el problema.
— ¿Y qué pretendes que hagamos con ella? — inquirió—. ¿Desterrarla en una isla desierta? ¿Taparle la cara como a las moras? Algún día tendrá que empezar a vivir por su cuenta.
— ¿Aquí? — se asombró Asdrúbal—. ¿Aquí, en Caracas? La destrozarían.
— No todos son salvajes.
— Menos lo eran en Lanzarote, y viste lo que ocurrió. Los del pueblo la respetaban porque sabían que con los Maradentro no se podía jugar, pero en cuanto llegaron forasteros tuve que matar a uno o tal vez aquella misma noche la hubieran matado a ella. ¡Desengáсate! Lo sabes mejor que nadie: Caracas no es lugar para Yaiza.
— ¿Y cuál lo es? — se impacientó su hermano—. ¿Un convento? ¿La caja fuerte de un Banco? — Golpeó el muro con el puсo—. ¡Si al menos hubiera salido golfa! No ya puta: simplemente «¡normal!» ¡Dios bendito! Me desespera, porque sin proponérselo nos ha convertido en sus esclavos y ni siquiera deseo dejar de serlo. — Chascó la lengua confuso—. Y me gustaría que alguien me explicara por qué.
— Tiene el «Don».
— ¡El «Don»…! — Sebastián tomó de nuevo asiento con gesto de fatiga sobre el montón de ladrillos, y aspiró una última bocanada antes de pasarle la colilla a su hermano—. Desde que Yaiza nació esa palabra nos persigue como si de una maldición se tratase. — Alzó los ojos—. A ti y a mí nos arruinó la vida.
— Y papá murió por ello, lo sé — admitió Asdrúbal—. Pero aún confío en que algún día ese «Don» vuelva a ser lo que fue en un principio: una gracia divina con la que Yaiza aliviaba a los enfermos o nos permitía calar las liсas donde estarían los peces…
— ¡Lástima que en Caracas no haya peces! — ironizó su hermano.
— Pero hay enfermos.
— Sabes que mamá se opone a que Yaiza utilice el «Don» — sonrió con amargura—. Con lo supersticiosa que es aquí la gente, en cuatro días tendría más cola que una barraca de feria. — Negó con la cabeza—. ¡No! — aсadió—. Lo que tenemos que procurar es que lo pierda. — Rió divertido—. Si además perdiera el culo y las tetas se nos habían acabado los problemas.