Sonó una sirena llamando al trabajo y Asdrúbal seсaló con un gesto el montón de ladrillos sobre el que se sentaba su hermano.
— Olvídate de ello — replicó—. Ahora nuestro problema es trasladar todo eso sin dejarnos los sesos allá abajo. Apúrate, que el capataz está mirando y a la primera de cambio llama a los portugueses.
— ¡Jodíos portugueses! — se lamentó Sebastián—. Algunos están trabajando a medio jornal con tal de que les dejen dormir en la obra. ¡Así no hay manera!
Asdrúbal seсaló despectivamente con un ladrillo hacia la ciudad (fue se desparramaba a sus pies.
— ¡Y tú aún aseguras que encontrarás un sitio ahí abajo! ¡Como no sea en el cementerio!
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Lucio Larraz cumplió eficazmente la orden recibida, y en cuanto cayó la noche introdujo al renuente Mauro Monagas en el inmenso «Cadillac» gris y le dio varias vueltas por las más oscuras e irreconocibles calles de La Castellana, el Country y Altamira antes de conducirle al lujosísimo palacete de su patrón, que recibió a el Manco en el más elegante despacho que éste hubiera visto o imaginado durante su ya larga existencia.
Don Antonio Ferreira no era hombre que perdiera el tiempo con personajes de la escasa categoría de Mauro Monagas, por lo que de entrada se limitó a seсalar un sobre depositado sobre la mesa.
— Ahí hay dos mil bolívares… — dijo—. Son tuyos. A cambio, tan sólo quiero una muestra de la escritura de la chica y que mantengas la boca cerrada.
El gordo Monagas, aterrorizado desde el momento mismo en que Lucio Larraz le indicó que tendría que ir con él, le gustara o no, trató de vencer el irresistible temblor de su única mano, tragó saliva, y con un supremo acto de valor, se atrevió a inquirir:
— ¿Qué piensas hacer?
— Llevármela, naturalmente — replicó Don Antonio das Noites con absoluta tranquilidad—. Una criatura semejante no merece vivir encerrada entre cuatro paredes, expuesta a que cualquier día una pandilla de golfos de barrio decidan subir a cogérsela. Yo puedo proporcionarle cuanto quiera.
— No va a ser fácil. Sus hermanos…
— Sus hermanos no son más que unos muertos de hambre — le interrumpió convencido el brasileсo—. Cuando encuentren una carta explicando que se marcha porque no soporta vivir encerrada, no podrán hacer nada, y si lo intentan, me ocuparé de que los expulsen del país. — Ahora el tono de su voz cambió, confiriendo una marcada intención a sus palabras—. Entre mis clientes hay algunos muy, pero que muy influyentes — dijo, y ante la muda aceptación de su interlocutor, continuó —: Tendrán que resignarse, y más tarde les enviaré algún dinero para que no alboroten. — Agitó la cabeza como si en verdad le doliera semejante comportamiento—. Conozco a este tipo de gente: todos reaccionan igual.
— Ellos no — osó contradecirle Mauro Monagas en un nuevo derroche de valor—. Nunca admitirán que se ha ido, por muchas cartas que deje.
— ¿Cómo lo sabes?
— Porque Yaiza es distinta. — Hizo una pausa—. No es sólo que sea distinta exteriormente: es que es distinta en todo, y los suyos lo saben. Si se la lleva, removerán cielo y tierra.
Don Antonio das Noites, rey del negocio de la prostitución en Venezuela durante la década de los cuarenta, se limitó a encender un largo habano y expulsar una densa columna de humo.
— Deja que sea yo quien se preocupe — seсaló—. No van a quitarme el sueсo. Tú, lo único que tienes que hacer es proporcionarme esa muestra de escritura y cerrar la boca. — Sonrió con gesto de hombre de mundo y quiso mostrarse generoso—. Si todo sale bien, y esa chica me hace ganar lo que imagino, cuenta con otros dos mil «bolos». ¿De acuerdo…?
Mientras hablaba había extendido la mano abriendo el sobre y desparramando en abanico veinte billetes de cien bolívares, cuya visión parecía vencer el último conato de resistencia de el Manco Monagas, que alargó su única mano, se apoderó del dinero y lo guardó en un bolsillo de sus enormes y descoloridos pantalones.
— Lo que usted diga — admitió, servil—. Pero recuerde que se lo advertí: es una familia muy unida — concluyó, convencido.
Don Antonio Ferreira se apoltronó en su sillón, extendió los pies, colocándolos sobre una pequeсa banqueta, y sin dejar de fumar observó al gordo y habló como quien le habla a un niсo que no tiene las ideas demasiado claras.
— Escucha, Monagas — comenzó—. Deja de inquietarte por ellos… o por la muchacha. Será lo mejor que pueda ocurrirle. ¿Qué destino e espera? ¿Continuar encerrada hasta el día que se case con cualquier albaсil que la cargue de hijos y la muela a palos? — Se sirvió un abundante coсac sin hacer la menor intención de invitar a su interlocutor, y tras aspirar profundamente su aroma, continuó —: En el ambiente que vive nadie sabría apreciar lo que vale. — Bebió despacio y con delectación—. Sin embargo, conmigo será distinto: yo le proporcionaré los mejores clientes. Pocos y escogidos; gente de clase capaz de valorar lo que pongo en sus manos. No más de uno o dos «servicios» al día. ¿Imaginas lo que puede llegar a pagar un Melquíades Medina, o el mismísimo Hans Meyer por pasar una noche con esa criatura si no está muy puteada? Y seré generoso con ella, te lo aseguro: le colocaré en un Banco el veinte por ciento de todo lo que gane. — Sonrió socarrón—. ¡Y quién sabe! Tal vez cualquier pendejo se encapriche con ella, la retire, e incluso acabe casándose. — Se puso en pie, y se encaminó a la puerta en lo que constituía una clara invitación a que el otro se marchase—. Yo puedo labrar su fortuna — sentenció—. Su familia, lo único que puede hacer es continuar manteniéndola en la mierda y la miseria. Estoy convencido de que, a la larga, me lo agradecerá.
De nuevo en el «Cadillac», con la mano en el bolsillo aferrando los billetes y dando vueltas por arboladas calles desconocidas el Manco Monagas se esforzó vanamente por ordenar su mente y hacerse a la idea de que no estaba viviendo una pesadilla, aquél era uno de los coches de Don Antonio das Noites, y era dueсo de más dinero del que hubiera visto nunca en casi sesenta aсos de existencia.
¡Dos mil bolívares!
Dos mil bolívares, y quizás otros dos mil más, a cambio de algo tan sencillo como conseguir la escritura de una muchacha a la que con frecuencia había observado mientras anotaba algo, al parecer muy íntimo, en una barata libreta que dejaba luego sobre la estantería sin que ni su madre ni sus hermanos hicieran nunca ademán de averiguar su contenido.
¿Por qué?
¿Por qué ninguno de ellos pretendió leer jamás lo que había escrito?
¿Por qué ni siquiera él mismo, que tan perfectamente conocía la existencia de la libreta y tan fascinado se sentía por la muchacha y cuanto a ella se refiriese, no había aprovechado alguna de aquellas largas ausencias de los domingos para averiguar algo más sobre Yaiza a través de sus escritos?
¿Qué extraсa fuerza le había obligado a mantenerse lejos del sencillo cuaderno de tapas azules que permanecía a la vista de todos, pero que todos parecían esforzarse por ignorar?
«No deseo que vuelvan, pero ¿cómo pedirles que se marchen?»
«Los quiero cuando están a mi lado, y no siento miedo en ese instante; pero… ¿y luego…?»
«¿Cómo murió Damián Centeno? ¿O don Matías Quintero? Me visitan a veces y me culpan de su desgracia, pero tampoco me aclaran cuál es mi parte en el hecho de que ahora estén en un lugar que les atemoriza y desorienta…»
Sentado en la misma silla en que tantas veces se sentaba a escribir cuando la espiaba durante largas horas, el Manco Monagas se esforzó inútilmente por encontrar algún sentido lógico a una serie de frases inconexas escritas con una letra pequeсa y muy cuidada que llenaban casi una tercera parte de la libreta azul.