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JUAN.-Lo que pasa es que no eres una mujer verdadera y buscas la ruina de un hombre sin voluntad.

YERMA.-Yo no sé quién soy. Déjame andar y desahogarme. En nada te he faltado.

JUAN.-No me gusta que la gente me señale. Por eso quiero ver cerrada esa puerta y cada persona en su casa.

(Sale la HERMANA PRIMERA lentamente y se acerca a una alacena.)

YERMA.-Hablar con la gente no es pecado.

JUAN.-Pero puede parecerlo.

(Sale la otra hermana y se dirige a los cántaros en los cuales llena una jarra.)

JUAN.-(Bajando la voz.) Yo no tengo fuerzas para estas cosas. Cuando te den conversación cierra la boca y piensa que eres una mujer casada.

YERMA.-(Con asombro.) ¡Casada!

JUAN.-Y que las familias tienen honra y la honra es una carga que se lleva entre dos. (Sale la hermana con la jarra, lentamente.) Pero que está oscura y débil en los mismos caños de la sangre. (Sale la otra hermana con una fuente de modo casi procesional. Pausa.) Perdóname. (YERMA mira a su marido, éste levanta la cabeza y se tropieza con la mirada.) Aunque me miras de un modo que no debía decirte: perdóname, sino obligarte, encerrarte, porque para eso soy el marido.

(Aparecen las dos hermanas en la puerta.)

YERMA.-Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión. (Pausa.)

JUAN.-Vamos a comer. (Entran las hermanas.) ¿Me has oído?

YERMA.-(Dulce.) Come tú con tus hermanas. Yo no tengo hambre todavía.

JUAN.-Lo que quieras. (Entra.)

YERMA.-(Como soñando.)

¡Ay, qué prado de pena!

¡Ay, qué puerta cerrada a la hermosura!,

que pido un hijo que sufrir, y el aire

me ofrece dalias de dormida luna.

Estos dos manantiales que yo tengo

de leche tibia, son en la espesura

de mi carne dos pulsos de caballo

que hacen latir la rama de mi angustia.

¡Ay, pechos ciegos bajo mi vestido!

¡Ay, palomas sin ojos ni blancura!

¡Ay, qué dolor de sangre prisionera

me está clavando avispas en la nuca!

Pero tú has de venir, amor, mi niño,

porque el agua da sal, la tierra fruta,

y nuestro vientre guards tiernos hijos

como la nube lleva dulce lluvia.

(Mira hacia la puerta.) ¡Maria!

¿Por qué pasas tan de prisa por mi puerta?

MARÍA.-(Entra con un niño en brazos.) Cuando voy con el niño lo hago…, ¡como siempre lloras!

YERMA.-Tienes razón. (Coge al niño y se sienta.)

MARÍA.-Me da tristeza que tengas envidia.

YERMA.-No es envidia lo que tengo; es pobreza.

MARÍA.-No to quejes.

YERMA.-¡Cómo no me voy a quejar cuando te veo a ti y a otras mujeres llenas por dentro de flores, y viéndome yo inútil en medio de tanta hermosura!

MARÍA.-Pero tienes otras cosas. Si me oyeras podrías ser feliz.

YERMA.-La mujer de campo que no da hijos es inútil como un manojo de espinos, y hasta mala, a pesar de que yo sea de este desecho dejado de la mano de Dios. (MARÍA hace un gesto para tomar al niño.)

YERMA.-Tómalo, contigo está más a gusto. Yo no debo tener manos de madre.

MARÍA. ¿Por qué me dices eso?

YERMA.-(Se levanta.) Porque estoy harta. Porque estoy harta de tenerlas y no poderlas usar en cosa propia. Que estoy ofendida, ofendida y rebajada hasta lo último, viendo que los trigos apuntan, que las fuentes no cesan de dar agua y que paren las ovejas cientos de corderos, y las perras, y que parece que todo el campo puesto de pie me enseña sus crías tiernas, adormiladas, mientras yo siento dos golpes de martillo aquí, en lugar de la boca de mi niño

MARÍA.-No me gusta to que dices

YERMA.-Las mujeres cuando tenéis hijos no podéis pensar en las que no los tenemos. Os quedáis frescas, ignorantes, como el que nada en agua dulce y no tiene idea de la sed.

MARÍA.-No te quiero decir lo que te digo siempre.

YERMA.-Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas.

MARÍA.-Mala cosa.

YERMA.-Acabaré creyendo que yo misma soy mi hijo. Muchas veces bajo yo a echar la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mujer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.

MARÍA.-Cada criatura tiene su razón.

YERMA.-A pesar de todo sigue queriéndome. ¡Ya ves cómo vivo!

MARIA. ¿Y tus cuñadas?

YERMA.-Muerta me vea y sin mortaja, si alguna vez les dirijo la conversación.

MARÍA.-¿Y tu marido?

YERMA.-Son tres contra mí.

MARÍA. ¿Qué piensan?

YERMA. – Figuraciones. De gente que no tiene la conciencia tranquila. Creen que me puede gustar otro hombre y no saben que aunque me gustara, lo primero de mi casta es la honradez. Son piedras delante de mí. Pero ellos no saben que yo, si quiero, puedo ser agua de arroyo que las lleve.

(Una hermana entra y sale Ilevando un pan.)

MARÍA. – De todas maneras, creo que tu marido te sigue queriendo.

YERMA.-Mi marido me da pan y casa.

MARÍA.-¡Qué trabajos estás pasando, qué trabajos! Pero acuérdate de las llagas de Nuestro Señor.

(Están en la puerta.)

YERMA.-(Mirando al niño.) Ya ha despertado.

MARÍA.-Dentro de poco empezará a cantar…

YERMA.-Los mismos ojos que tú, ¿lo sabías? ¿Los has visto? (Llorando.) ¡Tiene los mismos ojos

que tienes tú! ( YERMA empuja suavemente a MARÍA y ésta sale silenciosa. YERMA se dirige a la puerta por donde entró su marido.)

MUCHACHA 2ª-Chiss.

YERMA.-(Volviéndose.) ¿Qué?

MUCHACHA 2ª-Esperé a que saliera. Mi madre te está aguardando.

YERMA. ¿Está sola?

MUCHACHA 2ª-Con dos vecinas.

YERMA.-Dile que espere un poco.

MUCHACHA 2ª-¿Pero vas a ir? ¿No te da miedo?

YERMA.-Voy a ir.

MUCHACHA 2ª-¡Allá tú!

YERMA.-¡Que me esperen aunque sea tarde! (Entra VÍCTOR.)

VÍCTOR. ¿Está Juan?

YERMA.-Sí.

MUCHACHA 2ª- (Cómplice.) Entonces, luego, yo traeré la blusa,

YERMA.-Cuando quieras. (Sale la MUCHACHA.) Siéntate.

VÍCTOR.-Estoy bien así.

YERMA.-(Llamando.) ¡Juan!

VÍCTOR.-Vengo a despedirme. (Se estremece ligeramente, pero vuelve a su serenidad.)

YERMA.-¿Te vas con tus hermanos?

VICTOR.-Así lo quiere mi padre.

YERMA.-Ya debe estar viejo.

VÍCTOR.-Sí. Muy viejo. (Pausa.)

YERMA.-Haces bien de cambiar de campos.

VÍCTOR. – Todos los campos son iguales.

YERMA.-No. Yo me iría muy lejos.

VÍCTOR.-Es todo lo mismo. Las mismas ovejas tienen la misma lana.

YERMA.-Para los hombres, sí; pero las mujeres somos otra cosa. Nunca oí decir a un hombre comiendo: qué buenas son estas manzanas. Vais a lo vuestro sin reparar en las delicadezas. De mí sé decir que he aborrecido el agua de estos pozos.

VÍCTOR.-Puede ser. (La escena está en una suave penumbra.)

YERMA.-VÍCTOR.

VÍCTOR.-Dime.

YERMA. ¿Por qué te vas? Aquí las gentes lo quieren.

VÍCTOR.-Yo me porté bien. (Pausa.)

YERMA.-Te portaste bien. Siendo zagalón me llevaste una vez en brazos, ¿no recuerdas? Nunca se sabe lo que va a pasar.

VÍCTOR.-Todo cambia.

YERMA. – Algunas cosas no cambian. Hay cosas encerradas detrás de los muros que no pueden cambiar porque nadie las oye.