El borrador de la noveleta en la que quiero representarme aquel hecho continúa así: Rebusqué el botón en mis bolsillos; no encontré más que una macuquina de plata de a medio real. Pasé al estudio. Sobre la mesa me aguarda el papel escrito por la mujer. Letras grandes, la esquela solfea: ¡SALUDOS DE LA ESTRELLA-DEL -NORTE! Me abalanzo con el catalejo a la ventana. Escudriño el puerto hasta en sus menores recovecos. Sobre la plancha de azogue de la bahía no hay rastros de la barca verde. Entre el Arca del Paraguay a medio construir desde hace más de veinte años, las garandumbas y demás embarcaciones pudriéndose al sol, sólo tiemblan los reflejos del agua. Sobre la mesa ha desaparecido también la esquela. Tal vez la estrujé con rabia y la arrojé al canasto. Tal vez, tal vez. Qué sé yo. Encuentro en su lugar entre los legajos y las constelaciones, una flor fósil de amaranto; y entonces se puede seguir escribiendo ya cualquier cosa, por ejemplo: Flor-símbolo de la inmortalidad. A semejanza de las piedras lanzadas al azar, las frases idiotas no vuelven hacia atrás. Salen del abismo de la no-expresión y no se dan paz hasta precipitarnos en él quedándose dueñas de una realidad cadavérica. Conozco esas frasecitas-guijarras por el estilo de: Nada es más real que la nada; o Memoria estómago del alma; o Desprecio este polvo que me compone y os habla. Parecen inofensivas. Una vez echadas a rodar por la ladera escrituraria pueden infestar toda una lengua. Enfermarla hasta la mudez absoluta. Deslenguar a los hablantes. Volverlos a poner en cuatro patas. Petrificarlos en el límite de la degradación más extrema, de donde ya no se puede volver. Monolitos de vaga forma humana. Sembrados en un carrascal. Jeroglíficos, ellos mismos. Las piedras del Tevegó ¡esas piedras!
Cogí pues la flor. En el interior de la ramita cristalizada la lupa permitía ver imperceptibles veteaduras. En lo hondo de la cresta amaranta picos de montañas infinitamente pequeñas. ¿Substancia del aroma fosilizado? Hedor débil; un olor más que olor, rumor. Chisporroteo de corpúsculos que están ahí desde ANTES y que sólo se dejan percibir después que uno ha frotado largamente la flor-momia contra el dorso de la mano. Nebulosas. Constelaciones semejantes a las del cosmos. Un cosmos vuelto del revés hacia lo infinitesimal, contrayéndose sobre sí mismo. A un paso de la contramateria. ¡Diantres! Continúa la retórica haciendo estragos. Es que he perdido por completo la facultad de poner en palabras de todos los días lo que pienso o creo recordar. De conseguirlo, estaría curado. Viene una pelanduzca, una zorra-del-agua. Desparrama todo lo escrito. Aparece una archirramera navegante. Te manda recordar que olvides.
Otro asunto.
A propósito de la Historia de las Revoluciones de la Provincia del Paraguay mencioné esta mañana al jesuíta Lozano. Leí el manuscrito en el Cuartel del Hospital durante mi internación a raíz de la caída en el último paseo. Si he de dar razón al testimonio de mis sentidos debo escribir que esa tarde vi a Pedro Lozano en el cura que me cortó el paso, calle de la Encarnación abajo, en el momento en que se desencadenaba la tormenta. Con las primeras gotas cayó lo obscuro de repente. El sargento de descubierta, los batidores, el cornetero, el tambor, ya habían pasado. En un recodo apareció el cura de sobrepelliz y estilo. Dos o tres monaguillos lo acompañaban portando velones encendidos que la lluvia y el viento no lograban apagar. La charanga de la escolta se desvaneció en el rumor de la campanilla que uno de los acólitos agitaba empavorecido ante mí como ante la aparición de un espectro. El moro siguió avanzando al tranco, las orejas vibradoras hacia el campanilleo. Pensé en un nuevo complot tras ese simulacro del viático para un moribundo. Me admiró el ingenio de la treta. Han previsto todo: Atizarme el balazo, luego el viático. No; tal vez no, dijo otra voz en mí. ¿No es el jesuíta Pedro Lozano que viene a entregarte en propias manos su libelo contra José de Antequera? Detenido en mitad del callejón el séquito de la emboscada eucarística me enfrenta. No da muestras de apartarse. Me cierra el camino. ¡Arráncate de ahí, Pedro Lozano!, le grito. Ahora lo distingo claramente en el fulgurar de los refucilos. Se le ven hasta los poros de la piel. Lívida la cara. Ojos cerrados. Labios moviéndose en el balbuceo de la antífona. Se hinca en el barro. En ese momento recuerdo haber leído que el cronista de la orden murió un siglo antes, en la quebrada de Humahuaca, cuando viajaba rumbo al Alto Perú por el mismo camino que hizo Antequera rumbo a su decapitación. Vuelvo a escuchar el campanilleo asordinado por las rachas de lluvia y de viento cada vez más fuertes. El moro pega un bote espantoso. Los monaguillos huyen chillando ¡Xake Karaí! ¡Xake Karaí! Estoy casi encima del cura. Lo que de lejos parecía una tapa dorada de un libro es en realidad el copón de oro que guarda la forma consagrada. A punto de desbocarse contengo al moro con un tironazo de las riendas. Es entonces cuando el extremo del látigo viboreando entre las ráfagas se engancha al fuste del copón arrancándolo de las manos del clérigo. Lo veo arrastrarse en su busca por el fango. Lo extraño es que la sobrepelliz no pierde su blancura. La viejísima estola de luto, las guardas, las dos cruces desflecadas de los pectorales, se tornan de un reluciente blancor. El moro salta sobre el cura y se lanza en los remolinos de la tormenta. Resbala en un charco. Cae; me arroja lejos de sí. A mi turno me revuelco en el barro en busca de no sé qué cosa perdida. Perdido en dos por la concusión de la caída. Me encontré en el caso de quien ya no puede decir Yo porque no está solo, sintiéndose más solo que nunca en esas dos mitades, sin saber a cuál de ellas pertenece. Sensación de haber llegado hasta ahí empujado, engañado, arropado como un desecho, encadenado al charco. En ese momento, bajo el Diluvio, sólo atinaba a golpear el barro con manotazos de ciego. ¡Idiota idiota idiota! Un hueso roto, la columna quebrada, un golpe en la base del cráneo pueden provocarte esta alucinación. Tal vez no lo supe en ese momento. En las situaciones desalentadoras la verdad exige tanto apoyo como el error. En ese momento no tenía más apoyo que el barro; me chupaba hacia adentro. En medio de la lluvia y del viento el caballo esperaba.
Dame la mano. ¿Va a levantarse, Señor? Venga la mano. Honor muy grande para este servidor es que Vuecencia me tienda la mano. No te tiendo la mano. Te ordeno que me tiendas la tuya. No te propongo una reconciliación; únicamente un simulacro de transitoria identificación.
Esto es una clase. La última. Debió ser la primera. Ya que no puedo proponerte una Última Cena con la cáfila de judas que son mis apóstoles, te ofrezco una primera-última clase. ¿Clase de qué clase, Señor? Homenaje a tu supina ignorancia en beneficio del servicio. Desde hace más de veinte años eres el escribano mayor del Gobierno, el fiel de fechos, el supremo amanuense, y no conoces todavía los secretos de tu oficio. Tu don escriturario continúa siendo muy rudimental. Poco, mal y peor atado. Te precias de tener en la punta del ojo la facultad de distinguir las más ínfimas semejanzas y diferencias hasta en las formas de los puntos, mas no eres capaz de reconocer la letra de un infame pasquín. Razón que le sobra, Señor. Con su permiso quiero informar a Vuecencia que ya tengo acuartelados a siete mil doscientos treinta y cuatro escribientes en el archivo, para cotejar las letras del pasquín en los veinte mil legajos, sus quinientas mil fojas, más toda la papelería que Usía me ha ordenado reunir a este efecto. He traído en la leva hasta al Paí Mbatú. Con su cerebro medio atacado, es el más vivo y activo de todos los escribidores reclutados. ¡Soy loco forrado de ciencia y calzo botines de paciencia!, grita a cada rato el ex cura. ¡Vengan pues los expedientes, que para mí este asunto es pan comido! Los tengo a galleta cuartelera y agua para avivar su apuro y buena voluntad. ¿Se acuerda, Señor, de aquellos indios viejos de Jaguarón que se negaron a seguir trabajando en el beneficio del tabaco alegando estar cegatones? Se les mandó servir un buen locro con muchos marandovases adentro. Los indios se sentaron a comer. Se comieron hasta el último grano de maíz pero dejaron enteritos todos los gordos verdes gusanos del tabaco al borde del plato. Pienso hacer lo mismo con estos haraganes. Sólo aguardo que Su Excelencia me entregue el pasquín para empezar la investigación de la letra.
Desde hace más de veinte años eres mi fideindigno secretario, No sabes secretar lo que dicto. Tuerces retuerces mis palabras. Te dicto una circular a fin de instruir a los funcionarios civiles y militares sobre los hechos cardinales de nuestra Nación. Ya les he enviado la primera parte, Señor. Cuando la lean, esos bestias iletrados creerán que les hablo de una Nación imaginaria. Te estás pareciendo a esos ampulosos escribas, los Molas y los Peñas, por ejemplo, que se creen unos Tales de Mileto y no son más que unos tales por cuales. Aun presos se pasan ratereando los escritos ajenos. No te empeñes en imitarlos. No emplees palabras impropias que no se mezclan con mi humor, que no se impregnan de mi pensamiento. Me disgusta esta capacidad relativa, mendigada. Tu estilo es además abominable. Laberíntico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de: Al suelo del árbol cáigome; o esta otra más violenta aún: Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como si fueran nuevos. Lo que te reprocho principalmente es que seas incapaz de expresarte con la originalidad de un papagayo. No eres más que un biohumano parlante. Bicho híbrido engendrado por especies diferentes. Asno-mula tirando de la noria de la escribanía del Gobierno. En papagayo me habrías sido más útil que en fiel de fechos. No eres ni lo uno ni lo otro. En lugar de trasladar al estado de naturaleza lo que te dicto, llenas el papel de barrumbadas incomprensibles. Bribonadas ya escritas por otros. Te alimentas con la carroña de los libros,. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla. En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas. Los animales no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que nosotros. Salomón hablaba con los mamíferos, los pájaros, los peces y los reptiles. Yo también hablo por ellos. Él no había comprendido el lenguaje de las bestias que le eran más familiares. Su corazón se endureció con el mundo animal cuando perdió su anillo. Se dice que lo tiró bajo el efecto de la cólera cuando un ruiseñor le informó que su mujer novecientos noventa y nueve amaba a un hombre más joven que él.