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El cátalo-galo era de la misma especie de estos cazos-parlantes. Venía a mi cámara todas las siestas, en invierno y verano, las dos únicas estaciones del Paraguay. Ya está ahí. Sáquenle los grillos. Los chirridos de las cadenas lo ponían absorto, crispado. No empezaba pronto, tal si le costara desesposar la lengua. ¡Vamos, habla canta, cuenta! A ver si me duermo, si me duermes. Primero sacaba un murmullo; cierto gangoseo muy suave, entrecerrando los ojos verdepizarra. Abría generalmente la sesión con uno de esos delirios lascivos del marqués. Ordalías de machocabrío. El sátiro faunesco embiste contra el sexo del universo. Mas el fragor de sus embestidas, el ruido de su orgasmo, no es mayor que el zumbido de una mosca. La furia inconmensurable de la lujuria gime, clama, insulta, suplica con voz de mosca a las divinidades machorras. Furor de agotamiento. Parece llenar el cielo y cabe en una mano. El tremendo volcán no deja caer una gota de su ardiente lava. Lacio el velamen del sueño, sin brisa que pueda rizarlo. ¡Basta!

El prisionero cambia de tema, de voz, de intenciones. Vasto es su repertorio. Enciclopedia de estupros, obscenidades hiperbólicas. Sabe de memoria, no sólo esas inagotables y mentirosas historias de vana profanidad, llenas de malas costumbres y vicios, escritas por el marqués. Demás desto, compuestas con mayor fuerza que las Sagradas Escrituras en los signos, aunque débiles e imponentes en su objeto; de modo que dan más avidez en el simulacro de la hartura. ¿Qué es lo que busca este hinchado sodomita, este saturnal uranista? ¿Un Dios-hembra en quien saciar su estéril desesperación? Hubo aquí, en el Paraguay, una mulata llamada Erótida Blanco, de los Blanco Encalada y Balmaceda de Ruy Díaz de Guzmán. Capaz de calmar un ejército. Al mismísimo ejército de Napoleón tal vez Erótida Blanco habría calmado; al infernal marqués en la Bastilla. ¡Pero no, pero no! Erótida Blanco precisaba una selva virgen, una cordillera, para copular con mil, con cien mil faunos velludos a la vez. ¡Acabemos con estas profanidades!

En las celdillas de su memoria, por fortuna, estaban guardadas también otras voces, otras historias. La voz pálato-nasal empezaba a canturrear las endechas del ginebrino: ¡Hombre, Gran Hombre, Hombre Supremo, encierra tu existencia dentro de ti! Permanece en el lugar que te señaló la naturaleza en la cadena de los seres, y nada te podrá forzar a que salgas de él. No des coces contra el aguijón de la necesidad. Tu poderío y tu libertad alcanzan hasta donde rayan tus fuerzas naturales. No más allá. Hagas lo que hagas, nunca tu autoridad real sobrepasará tus facultades reales. La voz del catalán-francés va pareciéndose cada vez más a la del ginebrino. Erres muy arrastradas en las arengas filosóficas del Contrato, en las pedagógicas del Emilio. Nasales, jadeantes-confidenciales, en las impúdicas Confesiones. Por la voz de Andreu-Legard veo en el compadre Rousseau a un niño anciano, a un hombre mujer. ¿No es él mismo quien hablaba de un enano de dos voces?; la una, artificial, de bajo-viejo; la otra, aflautada, aparvulada; por lo que el enano recibía siempre en la cama para que no le descubrieran su doble dolo, que es lo que yo hago ahora bajo tierra.

Mucho sufrí, Excelencia, antes y después del 9 termidor, que corresponde a vuestro 27 de julio; peut-étre, a vuestro inconsolable 20 de septiembre, en que todo queda detenido alrededor de Vuecencia. Sin embargo, hay Francia para rato. La Historia no acaba el 20 de septiembre de 1840. Podría decirse que comienza.

En Francia se establece el Directorio el 27 de octubre de 1795. En 1797, Napoleón triunfa en Rívoli. Comienza el Segundo Directorio. Expedición de Napoleón a Egipto. Salgo, o me sacan de la cárcel. Me enrolo como soldado raso en el ejército del Gran Corso. Palmeras se recortan contra el cielo de Egipto. También aquí, contra el azurado y candente cielo paraguayo. La gran serpiente del Nilo repta a los pies de las pirámides. Aquí el Río-de-las-coronas, al pie de su cámara, Excelencia. No logras hacerme dormir, Legard. Qué quieres que te diga. Te estoy oyendo siempre lo mismo desde hace diez años. Tu cascada voz de viejo no te hace más joven. A ver, trabaja con la cornucopia. Charles Legard carraspea, entona la voz. A ritmo de danzón, de los que se estilan en Bali, en Tanganika, en las Islas de la Especiería, se larga a canturrear el Calendario Republicano. Sólo entonces empiezo a adormecerme un poco bajo una lluvia de hortalizas, de flores, de verdes legumbres, de frutos de todas las especies, doradas naranjas, melodiosos melones, sandías melodías, maravillas de semillas, de cosechas. Todas las fases del año, los meses, las semanas, los días, las horas. La naturaleza entera con sus fuerzas genésicas y elementales. La humanidad del trabajo y el trabajo de la humanidad sansculottides. Animales, sementales, substancias minerales, asnos y yeguas, caballos y vacas, vientos y nubes, mulos y muías, el fuego y el agua, las aves, sus fertilizantes excrementos, germinaciones, vendimias floreales, fructidoras, mesidoras, pradiales, caen sobre mí, semejante a un fresco rocío, de ese cuerno de la abundancia fabricado por Fabre d'Eglantine. La Fiesta de la Virtud comenzaba a aletargarme el 17 de septiembre en una suave modorra, que la Fiesta del Genio interrumpía bruscamente el 18. Sentía que roncaba un poco durante la Fiesta del Trabajo, el 19. La Fiesta de la Opinión, que coincidía con mi muerte o tal vez la provocaba el 20 de septiembre, me incorporaba el 21, para la Fiesta de las Recompensas.

No puedo brindarte la tuya, Charles Legard. Has cantado mal. Has sacudido mal el Cuerno. Acaso las resonancias de tus solos lo han rayado, lo han cascado, gastado, traicionado. Cuando voy a dormirme la punta del cuerno rasga la membrana del sueño. Abro los ojos. Te observo. Tu figura gesticula al son de unos ritmos bárbaros de cazadores, no de agricultores. Me incorporo. Te echo.

¿Quieres irte del país? Tienes veinticuatro horas para hacerlo. Por un minuto que te retrases, sólo viajará parte de ti: Tu cabeza será puesta en una pica en la plaza de Marte para escarmiento de los que se permiten cachonderías con el Supremo Gobierno y hacen mal su trabajo. Te ha perdido tu memoria, Charles Andreu-Leird. Tu buena memoria. Tu terrible memoria. ¡Adiós y salud!

Partió con los Rengger y Longchamp, entre algunos otros franceses atrevidos que yo tenía en conserva en mis calabozos. Los liberé por estar cansado de ellos y para que se fueran con su música a otra parte. En mi tiempo sin tiempo, el Calendario Republicano de Francia ya no servía. Dejé ir sin pena al catalán-francés. Nada de cierto he llegado a saber más de este migrante aventurero. Vagos informes me anoticiaron que se estrelló en la Bajada; otros, que enseña el idioma guaraní en una Universidad de Francia.

La historia del libertino marqués de la Bastilla, trasladado luego al Asilo de Charenton, la historia de sus historias narradas por Legard, me trae a la memoria la de otro degenerado de tristísimo renombre: El burlesco marqués de Guarany. Una prueba más de la desaforada falacia, malas artes y diabólicas maquinaciones que usan los europeos y españoles para engañar, encubrir sus fraudes y sus intentos de menoscabar la dignidad de estos pueblos, la majestad de esta República. Así maquinaron la descomunal o más bien ridicula patraña del fingido marqués de Guarany. Es público y bien sabido en Europa y América que este aventurero español europeo fue a España con la superchería de que iba en comisión de este Gobierno ante el monarca de aquel país. La imaginación carece del instinto de la imitación pero el imitador carece totalmente del instinto de la imaginación. Así que la ficción y brutal mentira del impostor quedaron al descubierto en poco tiempo. El propio Tribunal de Alcaldes de la corte borbonaria no tuvo más remedio que imponer a este falsario insolente la pena del último suplicio, que al fin se reservó para el caso de quebrantar el destierro a que fue confinado.

Mucho fue el daño, sin embargo, que el taimado aventurero produjo en desmedro del nombre de este país y del prestigio de su Gobierno. El bribón catalán que había residido en América y que ni siquiera conocía este país, decía llamarse José Agustín Fort Yegros Cabot de Zuñiga Saavedra. Adornado de estos oropeles gentilicios (¡la lista completa del procerazgo patricial!) hizo su teatral aparición en la corte borbónica. Afirmó poseer una inmensa fortuna y haber donado al Gobierno del Paraguay más de doscientos mil pesos en monedas de oro. Llegó a comienzos de 1825, por la época en que Simón Bolívar planeaba aún asaltar el Paraguay, en la creencia de que este otro aventurero también iba a salirse con la suya. Ambos estaban condenados al fracaso desde el comienzo de los tiempos. Ellos no lo sabían.

Desde Badajoz ofició a la corte anoticiando que era portador de una supuesta comisión de este Gobierno, tan importante ella que de facilitársele los medios podía proporcionar a la Metrópoli la recuperación de sus antiguas colonias. Exigió tratar directamente con el rey. Los pretendidos poderes de que se hallaba investido le permitían, según afirmó el impostor, estipular en mi nombre las siguientes condiciones: 1) Establecimiento de un gobierno representativo de España en el Paraguay; 2) Aprobación del sistema je-suita perfeccionado que rige (¡maldito canalla!) en este país ya suficientemente esquilmado por más de un siglo del imperio de sotanas; 3) Que él, como supremo Comisionado del Dictador Perpetuo, en su calidad de mayorazgo de la Casa de Guarany y coronel de la Legión Voluntaria del Paraguay, fuera puesto a la cabeza del gobierno monárquico de España con título de virrey, y 4)Que si el rey aceptaba estas condiciones, le entregaría doce millones de duros del tesoro paraguayo.

Entre los documentos fraguados que el bribón presentó se hallaban el Acta Declaratoria de Independencia del Paraguay, su nombramiento como supremo comisionado y embajador en que falsificó mi firma bajo el escudo con una flor de lis, la insignia borbónica, en lugar del de la palma, la oliva y la estrella, que son los de la República. En su comitiva se avanzó arteramente a hacer figurar a un Yegros y a un tal fraile Botelho, socio honorario de la Academia del Real Proto-Medicato del Paraguay que el bribón postuló como encargado de negocios. Eran muchas falsedades y falsificaciones juntas. No satisfecho aún con ellas, me dio finalmente por derrocado del Gobierno por la Legión que él comandaba y desterrado en una canoa a remo perpetuo por los esteros de Villa del Pilar de Ñeembukú.

Cuando descubrieron su felonía, el presidente del Tribunal de.Alcaldes de Madrid decretó que le diesen doscientos azotes y se le pasease en burro por las calles. El rey, burlado pero aún esperanzado en algún giro imprevisto de la patraña, le conmutó la pena por diez años de prisión. Luego otro felón americano, Pazos Kanki, se encargó de difundir la frustrada hazaña del español. Cuanto más idiotas, las historias son más creíbles. La leyenda del marqués de Guarany corrió por toda Europa. Pasó a América. Hay gente que todavía cree y escribe sobre ella. La idiotez no tiene límites, sobre todo cuando anda a trompicones por los angostos corredores de la mente humana.