Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos Supremos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulminó. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo truco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto. ¿Dónde está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, Excelencia, bajo su mano.
No es del todo improbable que los dos tunantes escrivanos Molas y De la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los dos infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escribirla un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la catedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le sobra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que busques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total obscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del último Clamor que se le interceptó a Molas, Excelencia, mandé tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fallas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. Hasta para conseguir comida. Acuérdate que así estuvieron robando los santafesinos las raciones de mis cuervos durante meses. También mandé taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Obscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvidas la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no dispongan de un cabo de lápiz, de un trozo de carbonilla. Pueden no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La memoria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella misma.
¿Sabes tú qué es la memoria? Estómago del alma, dijo erróneamente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un primero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.
Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde fermenta la perfidia de esos sucesivos e incurables picaros. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamia. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convertir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que buscaban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor impostor. A punto de conseguirlo estuvieron los aeropagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroqué uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!
Al reo Manuel Pedro de Peña, papagayo mayor del patriciado, lo desblasoné. Descolguélo de su heráldica percha. Lo enjaulé en un calabozo. Aprendió allí a recitar sin equivocarse desde la A a la Z los cien mil vocablos del diccionario de la Real Academia. De este modo ejercita su memoria en el cementerio de las palabras. No se le vayan a herrumbrar los esmaltes, los metales de su diapasón palabrero. El doctor Mariano Antonio Molas, el abogado Molas, vamos, el escriba Molas, recita sin descanso, hasta en sueños, trozos de una descripción de lo que él llama la Antigua Provincia del Paraguay. Para estos últimos areopagitas sobrevivientes, la Pa tria continúa siendo la antigua provincia. No mentan, aunque sea por decoro de sus lenguas colonizadas, a la Provincia Gigante de las Indias, al fin de cuentas, abuela, madre, tía, parienta pobre del virreinado del Río de la Plata enriquecido a su costa.
Aquí usan y abusan de su rumiante memoria no solamente los patricios y areopagitas vernáculos. También los marsupiales extranjeros que robaron al país y embolsaron en el estómago de su alma el recuerdo de sus ladronicidios. Ahí está el francés Pedro Martell. Después de veinte años de calabozo y otros tantos de locura sigue temando con su capón de onzas de oro. Todas las noches saca furtivamente el cofre del hoyo que ha cavado con las uñas bajo su hamaca; recuenta una por una las relucientes monedas; las prueba con las desdentadas encías; las vuelve a meter en su caja fuerte y la entierra otra vez en el hoyo. Se tumba en la hamaca y duerme feliz sobre su imaginario tesoro. ¿Quién podría sentirse más protegido que él? Del mismo modo vivió en los sótanos por muchos años otro francés, Charles Andreu-Legard, ex prisionero de la Bastilla, rumiando sus recuerdos en mi bastilla republicana. ¿Puede decirse acaso que estos didelfos saben qué cosa es la memoria? Ni tú ni ellos lo saben. Los que lo saben no tienen memoria. Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. A más de malvados embaucadores. O algo peor todavía. Emplean su memoria en el daño ajeno, mas no saben hacerlo ni siquiera en el propio bien. No pueden compararse con el gato escaldado. Memoria del loro, de la vaca, del burro. No la memoria-sentido, me-moria-juicio, dueña de una robusta imaginación capaz de engendrar por sí misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada.
A mi presunta hermana Petrona Regalada se le infestó de garrapatas la vaca que se le permite tener en el patio de su casa. Le mandé que la tratara del modo como se combaten ése y otros males en las estancias patrias: Perdiendo el ganado. Tengo una sola vaca, Señor, y no es mía sino de mi escuelita de catecismo. Da justo el vaso de leche para los veinte chicos que vienen a la doctrina. Se quedará, señora, sin la vaca y sus alumnos no podrán beber ni siquiera la leche del Espíritu Santo, que usted les ordeña mientras baña sus velas. Se quedará sin vaca, sin catecúmenos, sin catequesis. La garrapata no sólo se comerá la vaca. Los comerá a ustedes. Invadirá la ciudad, que ya tiene bastante con su plaga de mala gente y perros orejanos. ¿No oye usted cómo crece el rabioso ulular de los aullidos que sube por todas partes? Sacrifique la vaca, señora.
Vi en sus ojos que no lo iba a hacer. Mandé a un soldado que matara el animal enfermo a bayonetazos, y lo enterrara. La ex viuda de Larios Galván, mi supuesta hermana, vino a presentar queja. Prevaricada del cerebro, la vieja aseguró que, aun después de muerta, la vaca seguía mugiendo sordamente bajo tierra. Mandé a los forenses suizos hacer la autopsia del animal. Le encontraron en la entraña una piedra bezoar del tamaño de una toronja. Ahora la vieja pretende que el cálculo cabellóso vale contra todo veneno. Cura enfermedades, Señor. Especialmente el tabardillo. Adivina sueños. Pronostica muertes, se entusiasma. Asegura, inclusive, que ha escuchado murmurar a la piedra voces inaudibles. Ah locura, memoria al revés que olvida su camino al par que lo recorre.
Quién que tenga en su cerebro algún tinte puede sostener tales manías.
Con perdón de Vuecencia, me permito decir que yo he escuchado esas voces. Lo mismo el granadero que ultimó la vaca. ¡Vamos, Patiño, no desvaríes tú también! Perdón, Señor, con su licencia debo decir que yo he oído esas palabras-mugidos, parecidas a palabras humanas. Voces muy lejanas, medio acatarradas, gargantean palabras. Restos de algún lenguaje desconocido que no quiere morir del todo, Excelencia. Tú eres demasiado tonto para volverte loco, secretario. La locura humana suele ser astuta. Camaleona del juicio. Cuando la crees curada, es porque está peor. No ha hecho sino transformarse en otra locura más sutil. Por eso, al igual que la vieja Petrona Regalada, tú oyes esas voces inexistentes en una carroña. ¿Qué lenguaje se te ocurre que puede recordar esa bola excremental, petrificada en el estómago de una vaca? Con su permiso, algo dice, Su Merced. Capaz que en latín o en otra lengua desconocida. ¿No cree Usía que podría existir un oído para el cual todos los hombres y animales hablaran un solo idioma? La última vez que la señora Petrona Regalada me permitió escuchar su piedra, la oí murmurar algo así como… rey del mundo… ¡Claro, bribón, debí habérmelo figurado! Qué otra cosa sino realista podía ser esa piedra que encalabrinó a la viuda. ¡Sólo eso falta! Que los chapetones, además de pasquines en la catedral, pongan una piedra de contagio en el buche de las vacas.
Tanto o más que la memoria falsa, las malas costumbres enmudecen los fenómenos habituales. Forman una segunda naturaleza, así como la naturaleza es el primer hábito. Olvida, Patiño, la piedra-bezoar. Olvida tu chifladura de ese oído que podría comprender todos los idiomas en uno solo. ¡Insanias!
He prohibido a la que consideran mi media hermana esas prácticas de brujería con que alucina a los ignorantes crédulos como ella. Ya hace bastante daño con prender en los muchachuelos que asisten a su escuelita la garrapata del catecismo. La dejo hacer. Manía inofensiva. El Catecismo Patrio Reformado y la militancia ciudadana les extirparán a esos chicos cuando sean grandes el quiste catequístico.
La maldita bezoar no impidió que la vaca fuera invadida por la garrapata, le he dicho cuando vino a quejarse. No la curó a usted, señora, de su encalabrinamiento. No pudo sacar la ponzoña de la demencia al obispo Panes. Menos aún, aliviarme la gota cuando trajo aquí su piedra a restregármela sobre la pierna hinchada durante tres días seguidos. Si la piedra no sirve más que para repetir al bureo esas palabras provenientes de un mundo trasmundano, en un lenguaje contranatural que únicamente los orates y chiflados creen escuchar, ¡maldito para lo que sirve la piedra!
Usted tiene también su piedra, me replicó señalándome el aerolito. No la utilizo en agüerías como usted la suya, señora Petrona Regalada. Acabará nublándole el cerebro igual lo tuvieron sus otros hermanos. Usted sabe que a los suyos les rondó siempre el fantasma de la demencia. Especie de cualidad familiar en los consangres. Entierre usted su piedra-bezoar. Entiérrela en su patio. Póngala al pie de una cruz-lengua. Arrójela al río. Desembargúese de esa zoncera. No vuelva a darme usted un disgusto como cuando después de diez años de separación supe que usted seguía viéndose a escondidas con su ex marido Larios Galvan. ¿Qué quiere de ese farsante? Ha pretendido burlarse de usted. Antes se burló de la Primera Junta Gubernativa. Después del Supremo Gobierno. ¿Qué quiere hacer usted en plena vejez con ese corrompido bragante? ¿Hijos güérfanos? ¿Hijarros bezoares? ¿Eh, qué? Entierre usted su piedra, como yo enterré a su ex marido en la cárcel. Bañe sus velas en paz y déjese de pamplinas.