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Se le mudó la vista. Peculiar astucia de la demencia cuando finge un firme sentido exterior. Empezó a mirar para adentro buscando esconderse de mi presencia en la malvada taciturnidad de los França. ¡Ah malditos!

Vea, señora Petrona Regalada, de un tiempo a esta parte anda armándome los cigarros más gruesos que de costumbre. Tengo que desenrollarlos. Sacarles algo de tripa. De otro modo, imposible fumarlos. Fabríquelos del grueso de este dedo. Ármelos en una sola hoja de tabaco enserenado, bien seco. El que menos irrita los pulmones. Responda. No se quede callada. ¿Estoy dirigiéndome a una estaca? ¿Ha perdido usted el habla además del juicio? Míreme. Vea. Hable. Ha girado la cabeza. Me mira con la expresión de ciertos pájaros que no tienen otro rostro. El suyo, extraordinariamente parecido al mío. Da la impresión de que está aprendiendo a ver, viendo por primera vez a un desconocido por quien no sabe aún si sentir respeto, desprecio o indiferencia. Me veo en ella. Espejo-persona, la vieja Franja Velho me devuelve mi apariencia vestida de mujer. Por encima de las sangres. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Confabulaciones de la casualidad.

Hay mucha gente. Hay más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro durante años. Gentes sencillas, económicas, ahorrativas. ¿Qué hacen con los otros? Los guardan. Sus hijos los llevarán. También sucede a veces que se lo ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro. El de Sultán se parecía mucho al mío en los últimos tiempos, sobre todo un poco antes de morir. Se parecía tanto la cara del perro a la mía como la de esta mujer que está parada ante mí, mirándome, parodiando mi figura. Ella ya no tendrá hijos. Yo ya no tendré perros. En este momento nuestros rostros coinciden. Por lo menos el mío es el último. Con levita y tricornio, la vieja Franca Velho sería mi réplica exacta. Habría que ver cómo se podría usar este casual parecido… (el resto de la frase, quemado, ilegible). ¡Fábula para mejor reír!

Aquí la memoria no sirve. Ver es olvidar. Esa mujer está ahí, inmóvil, espejándome. El no-rostro, todo entero, caído hacia adelante. ¿Desea algo? No desea nada. No desea la más ínfima cosa de este mundo, salvo el no-deseo. Mas el no-deseo también se cumple si los no-deseantes son testarudos.

¿Entendió usted cómo debe fabricarme los cigarros en adelante? La mujer se arrancó violentamente de sí misma. La cara le quedó entre las manos. No sabe qué hacer con ella. Del grosor de este dedo ¡eh! Armados en una sola hoja de tabaco. Enserenado. Seco. Los que mejor pitan hasta que el fuego llega muy cerca de la boca. Cálido el aliento se escapa con el humo. ¿Me ha entendido usted, señora Petrona Regalada? Ella mueve los labios alforzados. Sé en qué está pensando, desollada viva por los recuerdos.

Desmemoria.

No se ha separado de su piedra-bezoar. La guarda escondida bajo el nicho del Señor de la Paciencia. Más poderosa que la imagen del Dios Ensangrentado. Talismán. Grada. Plataforma. Último peldaño. El más resistente. La sostiene en el lugar de la constancia. Lugar donde ya no se precisa ninguna clase de auxilio. La obsesión se fundamenta allí. La fe se apoya toda entera en sí misma. Qué es la fe sino creer en cosas de ninguna verosimilitud. Ver por espejo en obscuro.

Tiene la piedra-rumiante su propia vela. Llegará a tener su propio nicho. Tal vez con el tiempo, su santuario.

Frente a la piedra-bezoar de la que consideran mi hermana, el meteoro tiene aún ¿dejará de tenerlo alguna vez? el sabor de lo improbable. ¿Y si el mundo mismo no fuera sino una especie de bezoar? Materia excremental, cabellosa, petrificada en el intestino del cosmos.

Mi opinión es… (quemado el borde del folio)… En materia de cosas opinables todas las opiniones son peores…

Mas no es esto lo que quería decir. Nubes se amontonan sobre mi cabeza. Mucha tierra. Pájaro de largo pico, no saco pelotillas de la alcuza. Sombra, no saco sombras de los agujeros. Sigo dando rodeos de vagabundo como aquella noche atormentada que me tumbó en el lugar de la pérdida. Del desierto creía saber algo. De los perros, un poco más. De los hombres, todo. De lo demás, la sed, el frío, traiciones, enfermedades, no me faltó nada. Mas siempre supe qué hacer cuando debía obrar. Que yo recuerde, ésta es la peor ocasión. Si una quimera, bamboleándose en el vacío, puede comer segundas intenciones, según decía el compadre Rabelais, bien comido estoy. La quimera ha ocupado el lugar de mi persona. Tiendo a ser «lo quimérico». Broma famosa que llevará mi nombre. Busca la palabra «quimera» en el diccionario, Patiño. Idea falsa, desvarío, falsa imaginación dice, Excelencia. Eso voy siendo en la realidad y en el papel. También dice, Señor: Monstruo fabuloso que tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. Dicen que eso fui. Agrega el diccionario todavía, Excelencia: Nombre de un pez y de una mariposa. Pendencia. Riña. Todo eso fui, y nada de eso. El diccionario es un osario de palabras vacías. Si no, pregúntaselo a De la Peña.

Las formas desaparecen, las palabras queman, para significar lo imposible. Ninguna historia puede ser contada. Ninguna historia que valga la pena ser contada. Mas el verdadero lenguaje no nació todavía. Los animales se comunican entre ellos, sin palabras, mejor que nosotros, ufanos de haberlas inventado con la materia prima de lo quimérico. Sin fundamento. Ninguna relación con la vida. ¿Sabes tú, Patiño, lo que es la vida, lo que es la muerte? No; no lo sabes. Nadie lo sabe. No se ha sabido nunca si la vida es lo que se vive o lo que se muere. No se sabrá jamás. Además, sería inútil saberlo, admitiendo que es inútil lo imposible. Tendría que haber en nuestro lenguaje palabras que tengan voz. Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lugar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda igual que un hecho. Como en el lenguaje de ciertos animales, de ciertas aves, de algunos insectos muy antiguos. Pero ¿existe lo que no hay?

Tras aquella noche de tormenta, a la luz mortecina del alba me salió al encuentro un animal en forma de ciervo. Un cuerno en medio de su frente. Pelaje verde. Voz en que se mezclaban el aliento de la trompeta y el suspiro. Me dijo: Ya es hora de que el Señor vuelva a la tierra. Pegúele un bastonazo en el hocico, y seguí adelante. Me detuve ante el almacén «No hay que no hay» de nuestro espía Orrego, que abría las puertas del local a la luz de un candil. Ni él me reconoció en el mendigo embarrado que entraba en su establecimiento cuando empezaban a cantar los gallos. Le pedí que me sirviera un vaso de caña. ¡La pucha, compañero, qué temprano se le ha despertado la sed con tanta agua como cayó anoche! Arrojé sobre el mostrador una macuquina corrumbrosa que rebotó en el suelo. Mientras se agachaba el pulpero, salí. Me esfumé en la cerrazón.

Excelencia, un chasque a matacaballo ha traído este oficio del comandante de Villa Franca:

Suplico se me permita elevar un breve detalle del modo como hemos obrado en la celebración del acto de las exequias de nuestro Supremo Señor. El día de la víspera se hizo iluminación en la plaza y en todas las casas de esta Villa.

El día 18 celebró el padre cura misa cantada solemne por la salud, acierto y felicidad de los individuos que componen el nuevo Gobierno de fatuo provisorio y único. Acabada la misa, se publicó el Acta y con vivas exclamaciones de regocijo fue recibida y obedecida. Yo, como cabeza de esta Villa, presté juramento. Se hizo una corta salva de tres fusiles en medio de los repiques, y se cantó un solemne Te-Demus.

En esta noche se repitió la iluminación.

El día 19 se celebraron las honras fúnebres. Se levantó un cúmulo de tres cuerpos revestidos de espejos. Ante él se colocó una mesa cubierta con los albos paños de los altares, que el padre cura cedió en préstamo por la señalada ocasión. Sobre una almohada de raso negro se cruzaban un bastón y una espada, distintivos del Poder Soberano. Estaba el cúmulo iluminado con 84 candelas, una por cada año de vida del Supremo Dictador. Muchos, por no decir todos, notaron su aparición entre los reflejos que se multiplicaban sin término a semejanza de su infinita protección paternal.

El 20 se cantó una vigilia solemne, y en la misa el padre cura predicó la oración fúnebre exponiendo por tema: Que el Excelentísimo Supremo finado Dictador había desempeñado no sólo las obligaciones de un Fiel Ciudadano, sino también de un Fiel Padre y Soberano de la República. Pero la oración quedó incompleta a causa de no poder la multitud ni el padre contener el llanto que, silencioso al principio, reventó en desacompasada lamentación. El Predicador se apeó del pulpito bañado en lágrimas.

Todo era en rededor gemidos, sollozos, lamentos desgarradores. Muchos se arrancaban los cabellos con gritos de profundo dolor. Almas paraguayas en su máxima intensidad. Lo mismo la apreciable cantidad de hasta más de veinte mil indios que llegaron de ambas márgenes a celebrar sus ceremonias funerarias delante del templo mezclados a la multitud. La agitación que se sintió sobrepasa toda descripción.

Nuestras cortas facultades no nos han permitido consagrar más solemnidad a la memoria del finado Dictador. Por una parte la desolación nos ha asaltado. Por otra, nos sentimos inundados de consuelo; nos damos el parabién cuando se nos aparece o se nos representa en nuestras sesiones la presencia del Supremo Señor.

Hasta aquí escribía mi pluma temblorosa el 20, hacia las seis de la tarde. Pero desde esta mañana muy temprano han comenzado a circular rumores de que El Supremo vive aún; esto es, que no ha muerto y que, por tanto, no existe todavía un Gobierno provisorio de fatuo.

¿Será posible que esta terrible conmoción haya alterado de raíz el sentido de lo cierto y de lo incierto?

Suplicamos a V. S. nos saque de esta horrible duda que nos suspende el aliento.

Contesta al comandante de Villa Franca que no he muerto aún, si estar muerto no significa yacer simplemente bajo una lápida donde algún idiota bribón escribirá un epitafio por el estilo de: Aquí yace el Supremo Dictador / para memoria y constancia / de la Patria vigilante defensor…, etcétera, etcétera.

Lápida será mi ausencia sobre este pobre pueblo que tendrá que seguir respirando bajo ella sin haber muerto por no haber podido nacer. Cuando esto suceda, puesto que no soy eterno, yo mismo te mandaré comunicar la noticia, mi estimado Antonio Escobar.

¿De qué fecha es el oficio? Del 21 de octubre de 1840, Excelencia. Aprende, Patiño: He aquí un paraguayo que se adelanta a los acontecimientos. Mete su oficio por el ojo de la cerradura de un mes aún no llegado. Salta por encima de los embarullamientos del tiempo. Lo bueno es encontrar un tiempo para cada cosa. Algo que no se detenga. ¿Qué agua de río tiene antigüedad? ¿Es posible que gente como Antonio Escobar conozca con todo rigor algo que no sucedió todavía? Sí. Es posible. No hay cosa que no haya sucedido ya. Dudan pero están seguros. Adivinan con sus simples entendimientos que la ley es simbólica. No lo toman todo literalmente como los que hablan un lenguaje embrollado.