Выбрать главу

En el infierno del verano, aun en las noches más calurosas, la palangana se mantenía obstinadamente muda. A la luz de la vela, de la luna, del farol más potente, el agua pesada dormía lisa, sin sueños. A pata suelta. Era con las primeras heladas del invierno cuando empezaban las nubes y los rumores. Ensayé los más diversos reactivos de ácidos, de sales, de substancias destiladas del alforfón o trigo sarraceno, del licopodio y otras muchas esencias aperitivas. El polen seminal de las plantas es muy inflamable. Lo más que conseguían era poner en erección alongadas burbujas que estallaban silenciosamente arrojándome a la cara la fetidez de los ojos de gallo del mulato. Toda una noche trabajé con el soplete de acetileno, a ver si podía descongelar las palabras y figuras encerradas en esas nubes, en esos susurros. La llama del soplete se tornó más blanca hasta ser una blancura de hueso que encandilaba los ojos; el agua, más negra, hasta que empezó a hervir despidiendo un vapor sulfuroso. El soplete explotó. Sus fragmentos se incrustaron en las paredes, semejantes a esquirlas de granada. A la mañana siguiente, observé con el mayor disimulo y atención el comportamiento de mi amanuense. De tanto en tanto, en las pausas del dictare, levantaba un pie y lo rascaba bajo la mesa, mientras las gotas caían, horadando la piedra de mi paciencia. Las sentía caer cual gotas de plomo fundido sobre las zonas más sensibles de mi pierna gotosa, agudizadas por el ataque de acefalea que me duraba desde la noche. ¿Qué pasa, Patiño? ¿Por qué te rascas el pie? Nada, Señor, parece que el agua está un poco caliente nomás. Resulta que me está sacando un poco de sarnapullido o sarampiún, o no sé qué. Con su permiso, Señor, voy a ir a cambiarla. ¡No!, le rogué yo ahora, gritando casi. ¡No la cambies! A su orden, señor. A mí me da gusto luego el agua un poco tibia. Los pies refrescan sin segundo después al viento de la hamaca, cuando uno duerme la siesta a pata suelta. Yo pensaba guardar esa agua con los secretos pensados por las patas de mi amanuense. ¡Tan infinitamente astuto el mulato, que previo esta última posibilidad, y volcó adrede la palangana! Lo pisado pasado, habrá dicho al irse.

Lenguas de fuego brotan alegremente en varias partes, acordes con mi estado de ánimo. Pabulum ignis! ¡Bienvenida, Potencia ígnea! Pase adelante, amigo Fuego. Acción tiene. Trabaje fuerte, a lo hombre. No le va a llevar mucho tiempo acabar con todo esto. ¡Con todo! ¡Eh! Usted hará la revancha de lo pequeño frente a lo grande. De lo oculto frente a lo manifiesto. No se desparrame. Concéntrese. No se distraiga con los díceres que murmuran algunos acerca de que los hombres no son más que mujeres dilatadas por el calor, o que las mujeres son hombres ocultos porque llevan elementos masculinos escondidos en su interior. Permíteme que te tutee. A ti te encomiendo mi fin entre tu llama y la piedra, del mismo modo que YO formé mi principio entre el agua y el fuego. No surgí del frote de dos pedazos de madera, ni de un hombre y una mujer que refregaron alegremente sus mantecas haciendo la bestia de dos espaldas, según decía mi exegeta Cantero. No sufrirás conmigo de indigestión. Mas tampoco podrás acabar del todo conmigo. Siempre queda por ahí algún pedazo que se te hace duro de tragar. Lo escupes. Plinio se arrojó al Etna. El volcán lo devolvió en un vapor que conservaba intacta su forma, su sonrisa burlona, hasta el tic de su ojo izquierdo, el tuerto, que guiñaba sin cesar. Empédocles, borracho, se precipitó en el mismo volcán queriendo no tanto matarse como engañar a sus compatriotas; hacerles creer, al no encontrar ningún vestigio de su cuerpo, que había subido al cielo. Vulcano vomitó intactos el vapor de uno, las sandalias de bronce del otro, delatando la superchería de aquellos dos orgullosos embaucadores.

No arderé en una pira en la plaza de la República sino en mi propia cámara; en una hoguera de papeles encendida por mi mandato. Entiéndelo muy bien. No me arrojo de cabeza a tus llamas. Me arrojo al Etnia de mi Raza. Algún día su cráter en erupción arrojará únicamente mi nombre. Esparcirá por todas partes la lava ardiente de mi memoria. Inútil que entierren mis despojos junto al altar mayor del templo de la Encarnación. Luego, en la huesa común de la contrasacristía. Luego, en un cajón de fideos. Ninguno de esos sitios devolverá una sola hebilla de mis zapatos, una sola astilla de mis huesos. Nadie me quita la vida. Yo la doy. No imito en esto ni siquiera a Cristo. Según el melancólico deán, el Dios-Hijo se suicidó en el Gólgota. No importa que la causa fuera la salvación de los hombres. Tal vez el autotitulado «Pueblo de Dios» no mereció, no merece, no merecerá que ningún dios se suicide por él. Lo que probaría de paso que la idea de Dios es pobremente humana. Un Dios-Dios-Dios tres veces Último-Primero, no lo es aunque pueda resucitar al Tercer Día. Aunque sea un Dios-Trinitario en Tres-Personas-Iguales-y-Distintas. Si lo es verdaderamente, está obligado a existir sin pausa; a no poder morir ni siquiera un instante. Además, en el momento de la hiél y del vinagre, el Dios-Hijo vaciló en el Huerto de los Olivos. Señor, aparta de mí este cáliz, etcétera, etcétera… ¡Flojo! ¡Blando el pobre Dios-Hijo! Acaso le faltó al Redentor pagar la última gota de sangre del rescate que le será reclamado a la especie humana, supuestamente redimida, en la gran pira de la destrucción universal bajo la terrible nube en forma de hongo del Apocalipsis. Mas no nos perdamos en hipótesis ateológicas.