Cuando uno mismo es el pozo que exhala esta emanación mortal, el horno que escupe ardiente humareda, la mina que vomita sofocante humedad, ¿es posible no decir que no nos matamos con nuestros propios vapores? ¿Qué he hecho yo para engendrar estos vapores que salen de mí?, continúa copiando mi siniestra mano, pues la diestra ya ha caído muerta al costado. Escribe, se arrastra sobre el Libro, escribe, copia. Dicto lo inter-dicto bajo el imperio de ajena mano, de ajeno pensamiento. Sin embargo, la mano es mía. El pensamiento también. Si alguien debe quejarse de las letras, ése soy yo, puesto que en todo tiempo y en todo lugar sirvieron para perseguirme. Pero es necesario amarlas a pesar del abuso que de ellas se hace, como es necesario amar a la Patria, por muchas injusticias que en ella se padezca y aunque por ella misma perdamos la vida, pues sólo se muere según se ha vivido. Yo tomo de otros, aquí y allá, aquellas sentencias que expresan mi pensamiento mejor de lo que yo mismo puedo hacerlo, y no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad. De este modo los pensamientos y palabras son tan míos y me pertenecen como antes de escribirlos. No es posible decir nada, por absurdo que sea, que no se encuentre ya dicho y escrito por alguien en alguna parte, dice Cicerón (De Divinat, II, 58). El yo-lo-habría-dicho-primero-si-él-no-lo-hubiese-dicho no existe. Alguien dice algo porque otro ya lo ha dicho o lo dirá mucho después, aun sin saber que lo ha dicho ya alguien. Lo único nuestro es lo que permanece indecible detrás de las palabras. Está dentro de nosotros más aún de lo que nosotros mismos estamos dentro de nosotros. Los que fingen modestia son los peores. Hipócritamente inclina Sócrates la cabeza cuando pronuncia su famosa y embustera sentencia: Sólo sé que no sé nada. ¿Cómo pudo saber el peripato que no sabía nada si nada sabía? Mereció pues la corrección de la cicuta. El que dice yo miento y dice la verdad, miente sin lugar a dudas. Mas el que dice yo miento y miente realmente, está diciendo una estricta verdad. Sofistiquerías. Politiquerías. Miserable honor el de entregar el ansia de inmortalidad a las palabras, que son el símbolo mismo de lo perecedero, sermonea el melancólico deán. Luego contrasermonea: Toda la humanidad pertenece a un solo autor. Es un solo volumen. Cuando un hombre muere, no significa que este capítulo es arrancado del Libro. Significa que ha sido traducido a un idioma mejor. Cada capítulo es traducido así. Las manos de Dios (dijo quien habló del suicidio de Dios, ¡vaya gracia!) encuadernarán nuevamente todas nuestras hojas dispersas para la Gran Bi blioteca donde cada libro yacerá junto a otro, en su última página, en su última letra, en su último silencio. El compadre Franklin, ahorrativo, acopiativo en todo, copia en su epitafio el pensamiento del deán. El compadre Blas copia al señor de la Montaña, simulando también una falsa modestia: Escribiendo mi pensamiento se me escapa a veces. Esto hace que me acuerde de mi debilidad que constantemente olvido. Lo que me instruye tanto como el pensamiento olvidado, porque yo no tiendo más que a conocer mi nulidad. Desde niño, cuando leía un libro, me metía dentro de él, de modo que cuando lo cerraba seguía leyéndolo (como la cucaracha o la polilla, ¡eh!). Entonces sentía que esos pensamientos estaban en mí, desde siempre. Nadie puede pensar lo impensado; solamente recordar lo pensado o lo obrado. El que no tiene memoria, copia, que es su manera de recordar. Es lo que me sucede. Cuando un pensamiento se me escapa, yo lo quisiera escribir, y sólo escribo que se me ha escapado. No pasa lo mismo con las moscas. Observad su fuerza racial, su mos-queteril patriotismo. Ganan batallas. Impiden obrar a nuestra alma, devoran nuestros cuerpos, y en nuestras ruinas ponen a calentar sus huevos que las hacen eternas, aunque cada una no dure más que unos cuantos días. ¡Las moscas! ¡Me he salvado de ellas! ¡El fuego y el humo me han salvado de su invasión, de sus depredativas migraciones! Cuando lleguen no encontrarán sino a un solo comensal carbonizado en la Cena de las Cenizas, la última Cena que no alcancé a brindar a los mil judas y uno más de mis traidores apóstoles.
¿Por qué tardas tanto, fuego, en hacer tu trabajo? ¡Eh haragán! ¿Qué te pasa? ¿También a ti te afecta la esterilidad y la impotencia a partir de cierta edad? ¿Estás más viejo que yo? ¿O es que tú también te ahogas en mi agujero de albañal? ¿Habré sacado esto de alguna parte? Si así fuere, me importa un pito. Patiño, espiritualista, me habría consolado: Señor, ¿quién le puede probar que este otro Señor Antiguo no es usted mismo? ¡Probado que un espíritu pasa de un cuerpo a otro y es siempre el mismo por los tiempos de los tiempos! Muy capaz era el bribón de convertir a sus ánimas en metensicosas migratorias.
No sé por qué me ocupo ya ahora de la marcha de los relojes. En el mortal silencio de la ciudad, el de repetición dobla sus fúnebres campanadas. El único sonido. Por los vivos y por los muertos. Morir no quiero, mas estar muerto ya no me importa, leo a Cicerón que copia una sentencia de Epicarnes. Y en Agustín de Hipo-na: La muerte no es un mal sino por lo que la sigue (De Civit-Dei, I, 11). Muy cierto, compadre. Menos cruel es estar ya muerto de una buena vez, que hallarse esperando el fin de la vida. Sobre todo, cuando yo mismo he dictado mi sentencia y la muerte escogida por mí es mi propia criatura. ¡Cuántos prisioneros han cavado ellos mismos sus tumbas en esta tierra! Otros han dado al pelotón la orden de ¡fuego! en su propia ejecución. Los he visto actuar con decisión, casi diría alegremente. Otros yacen aún, después de tanto tiempo, sobre el piso o en sus hamacas, cargados de grillos. A esta hora de la siesta, que para ellos continúa siendo de impenetrable tiniebla, a cubierto de sol enceguecedor duermen dulcemente. Trabajan en sueños cavando sus tumbas con su propio peso no mayor que el del más flaco de mis cuervos blancos. A éstos los veo ahuecando las alas tinosas, espulgándose en la tardanza de la espera. Dos manchas negras en medio de los reverberos. Los prisioneros hamacándose en la obscuridad. Oscilan apenas en el vaivén perpetuo. El chirrido de sus grillos me arrulla con cierto sonido maternal. Yo, en cambio, absolutamente inmóvil. Beneficiario de una muerte cierta, les enseño mortificación con el ejemplo. Desde el mediodía yazgo de través en la cama, la cabeza colgando hacia el suelo. En el recuadro de la ventana aparecen medrosamente las figuras invertidas de Patiño y los comandantes. El ex fiel de fechos empuña ahora, no la pluma, sino una larga pértiga de takuara. Empieza a remover mi cuerpo no para comunicarle vida sino para comprobar que está muerto. Empujado por el palo me siento boyar en las aguas estigiales-vestigiales, mas también en otro río vivo, deslumbrante; el Río-de-las-coronas, el Río-Río. Mi cuerpo se va hinchando, creciendo, agigantándose en el agua racial que los enemigos han creído atrancar con cadenas.
«¡Siempre, hasta el final, la torturante y perenne obsesión del río camino libre!» (Julio César, op. cit.)
Mi cadáver las va rompiendo una a una, dragando las profundidades, ensanchando las orillas. ¿Quién me puede detener ahora? La mano postuma se aferra a la punta del palo. Medio muerto de susto, el ex amanuense lo suelta. Hemos trazado juntos el último signo.
Policarpo Patiño escapó de la sentencia por poco tiempo, tal como lo había previsto El Supremo A la muerte de éste, el 20 de setiembre de 1840, una junta formada por los comandantes militares se apoderó del gobierno acéfalo, tras una trapisonda palaciega. La derribó un golpe de cuartel al mando de otro «mariscal» del Finado, el sargento Romualdo Duré (fabricante de galletas) El ex fiel de fechos Policarpo Patiño secretario de Estado y eminencia gris de la abatida junta se ahorcó en su celda con la soga de su hamaca (N. del C.)
«El 24 de agosto de 1840 día de San Bartolomé, a influjo su doméstico infernal, el Dictador prendió fuego antes de morir a todos los documentos importantes de sus comunicaciones y condena, sin precaver que la voracidad del elemeno podía ser tanta, que llegase a abrasarle la cama. Desesperado y ahogado de humo llamó en su socorro a sus sirvientes y guardias. Se abrieron puertas y ventanas y, en medio de la combustión, se arrojaron a la vía pública colchones, cobijas, ropas y papeles en llamas. ¡Oh aviso claro de las llamas que al mes siguiente principiarían a abrasar eternamente su alma! Entre tanto lo único cierto fue que en esta ocasión los viandantes que pudieron sobreponerse a su pavor vieron por primera vez los interiores de la tétrica Casa de Gobierno. Algunos se detuvieron inclusive a examinar los chamuscados retazos de bombasí, tela desconocida en el país, de la que se hacían las sábanas de El Supremo.
»Para los católicos, el 24 de agosto es el día en que el diablo sale solo. Mucha gente unió esa circunstancia al color de la capa que usaba el Dictador, deduciendo que su fin estaba próximo.» (Manuel Pedro de Peña, Cartas.)
El fuego se amodorra sin saber muy bien por dónde atacar. Chisporrotea sobre los papeles que va chamuscando y convirtiendo en humo, en cenizas. Prende regueros de chispas por los rincones. No se atreve a llegar hasta mí; tal vez no puede atravesar el lodazal que rodea el lecho. El agua y el fuego, de los que me formé, se complotan ahora para entregarme a la soledad final. Solo, en un país extraño de pura gente idiota. Solo. Sin origen. Sin destino. Encerrado en perpetuo cautiverio. Solo. Sin apoyo. Sin defensa. Condenado a errar sin descanso. Expulsado sucesivamente de todos los asilos que escojo. Imposibilitado de bajar al sepulcro… ¡Vamos, no es para tanto! No logrará la muerte ahora hundirte en la autocompasión que no melló tu vida. Los muertos son muy débiles. Mas el muerto vivo en la muerte, tres veces fuerte.
Acorde estoy en que esta lucha ad astra per áspera ha hecho de mí un mestizo de dos almas. Una, mi alma-fría, mira ya desde la otra orilla donde el tiempo se arremansa y empieza a acangrejarse. La otra, el alma-caliente, vigila aún en mí. Adepto de la duda absoluta, puedo avanzar todavía apoyando mi derecha diurna, la pierna demasiado hinchada que ya no puede sostenerme, en la izquierda-nocturna. Ésta resiste aún. Carga con mi peso. Voy a levantarme un rato. Debo avivar el fuego. Es EL quien sale de YO, volteándome de nuevo en el impulso de la retrocarga. Da una palmada. El fuego se reaviva en el acto. Vuelve a bailar alegremente, con mayor energía que antes. Sus lumbraradas meten en la habitación una especie de amanecer. ÉL pega otra palmada. Suena a cañonazo. Acuden en tropel dragones, húsares, granaderos con baldes de agua y carretillas de arena. Todos los efectivos con todos los elementos. Como cuando mandé quemar a José Tomás Isasi en la hoguera de pólvora, y el fuego de lava amarilla se propagó hasta mi propia cámara. El incendio es ahora sofocado una vez más bajo verdaderas trombas de agua y arena. Un diluvio de barro cae en la habitación a través de puertas, ventanas, claraboyas, ojos de buey, de las rajaduras del techo. Goterones. Goterrones. Gotas de plomo derretido, ardiendo y a la vez helado; chaparrón más que sólido, fuerte, haciéndome sonar los huesos. Las trombas de cieno se disparan en todas direcciones. Empapan, queman, agujerean, manchan, hielan, derriten todo lo que encuentran en mi cubil. Lo convierten en un albañal desbordado donde flotan témpanos viscosos, islotes de llamas. En medio, ÉL, erguido, con su brío de siempre, la potencia soberana del primer día. Una mano atrás, la otra metida en la solapa de la levita. No le tocan las rachas de viento y de agua. Hago que reviente el último aneurisma de voz que me reservaba bajo la lengua. Le escupo un sangriento insulto. Quiero exasperarlo: ¡Aunque nos entierren en extremos opuestos de la tierra, el mismo perro nos encontrará a los dos! No reconozco mi voz: Ese soplo que sale de los pulmones y pone en movimiento todo el aparato de fonación. Cuerdas, tubos, alvéolos, ventrículos, paladar, lengua, dientes, labios, no forman más en mí el efímero ruido que llamamos voz. ¡Hace tanto tiempo que no grito! Acordar la palabra con el sonido del pensamiento. ¡Lo más difícil del mundo! Pasóme la mano por la cara en la obscuridad. No la reconozco. Ver en una lámpara dos focos de luz. Una negra, otra blanca. En un hombre, dos rostros. Uno vivo, otro muerto. ÉL se desinteresa. Se desentiende. Abre la puerta. Se dirige al zaguán. Sale al exterior. Veo su silueta en el corredor, nimbada de ese filamento de luz blanca y negra, veteando fosfóricamente la obscuridad. Oigo que da el santo y seña al jefe de la guardia: ¡PATRIA O MUERTE! Su voz llena toda la noche. La última consigna que he de oír. Queda cosida al forro del destino de los conciudadanos. Trepida la tierra bajo la vibración de ese clamor. Se propaga de un centinela a otro por todos los confines de la noche. YO es ÉL, definitivamente. YO-ÉL-SUPREMO. Inmemorial. Imperecedero. A mí no me queda sino tragarme mi vieja piel. Muda. Mudo. Sólo el silencio me escucha ahora paciente, callado, sentado junto a mí, sobre mí. Únicamente la mano continúa escribiendo sin cesar. Animal con vida propia agitándose, retorciéndose sin cesar. Escribe, escribe, impelida, estremecida por el ansia convulsa de los convulsionarios. Ultima ratio, última rata escapada del naufragio. Entronizada en la tramoya del Poder Absoluto, la Suprema Persona construye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron. Deus ex machina. Farsa. Parodia. Pipirijaina del Supremo-Payaso. Sobre el tabladillo, sólo la mano escribe. Mano que sueña que escribe. Sueña que está despierta. Únicamente despierto el durmiente puede relatar su sueño. La mano-rata-náufraga escribe: Me siento caer entre los pájaros ciegos que caen a la caída del sol en la tarde de la caída. Sus ojos reventados me empapan de sangre. Guardan la imagen de mi caída en medio de la tormenta. ¡Esos pájaros están locos! ¡Esos pájaros soy YO! ¡Atención! ¡Me esperan! Si no voy con la maleta de la justicia no los reconoceré nunca…