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nunca…

nunca…

nunca…

nunca…

nunca…

NUNCA MÁS!!!

Está regresando. Veo crecer su sombra. Oigo resonar sus pasos. Extraño que una sombra avance a trancos tan fuertes. Bastón y borceguíes ferrados. Sube marcialmente. Hace crujir el maderamen de los escalones. Se detiene en el último. El más resistente. El escalón de la Constancia, del Poder, del Mando. Aparece el halo de su erguida presencia. Aureola al rojo vivo en torno a la oscura silueta. Continúa avanzando. Por un instante lo oculta un pilar. Reaparece.

ÉL está ahí. Vuelca sobre el hombro el ruedo de su capa y entra en la recámara inundándola de una fosforescencia escarlata. La sombra de una espada se proyecta en la pared: La uña del índice me apunta. Me atraviesa. ÉL sonríe. Durante doscientos siete años me escruta en un soplo al pasar. Ojos de fuego. YO, haciéndome el muerto. Echa llave a las puertas. Encaja en los bornes las trancas de cinco arrobas. Le oigo recorrer con el mismo paso y efectuar la misma operación de atrancar, inspeccionar y revisar prolijamente las trece dependencias restantes de la Casa de Gobierno; desde la sala de armas hasta los almacenes de ramos generales, pasando por los retretes. Sé que no ha dejado sin registrar un solo resquicio en la inmensa mole paralelopipedónica, babilónica, de la Fortaleza Supre ma. El humo del incendio extinguido en la tarde se arremolina y arremansa en la antecámara, en la recámara, en la cámara donde yazgo. ¡Por qué no se desplomará de una vez el viejo caserón en medio de tanta humedad!, pienso con fastidio, acordándome de aquellas mañanas en que después de misa iba a observar la excavación para los cimientos. Escondido entre los montículos de tierra roja, disimulado por mi capillo-monaguillo, volcaba carretadas de sal en las fosas, en lugar del pedregullo que echaban los obreros. Los miraba fijamente hacer su trabajo, mientras yo hacía el mío. ¡Ojalá que la primera lluvia derrita la sal y te hunda, maldito caserón!, gritaba mi pensamiento viéndolo crecer pesado, cuadrangular, piramidal. ¡Desmorónate de una vez! De seguro la sal pensada es más resistente que la grava de granito, que el asperón de los cerros, que la piedra de la desgracia. La sal de mi cuerpo empapado resiste intacta la viscosidad del Tercer Diluvio.

Pese a los vapores, al hermético emparedamiento, entra la primera curtonebra. Probablemente se ha colado por alguna hendija o grieta del altar mayor. Las curtonebras son atraídas por la fascinación de la muerte. Ciertas emanaciones anuncian su inminencia a las pequeñas moscas. Apenas ha cesado la vida, afluyen otras especies de moscas. Las migraciones se suceden. Desde el momento en que el soplo de la corrupción se ha hecho sensible instalando sus reales en la realidad cadavérica, llega la primera: la mosca verde cuyo nombre científico es Lucilia, Caesar; la mosca azul, la Azura Passimflorata, y la mosca grande de tórax rayado en blanco y negro, llamada Gran Sarcófaga, espolón de esta primera invasión migratoria. La primera colonia de moscas que acuden a la sabrosa señal puede formar en los cadáveres hasta siete y ocho generaciones de larvas que se amontonan y proliferan durante unos seis meses. Todos los días las larvas de la Gran Sarcófaga aumentan doscientas veces su peso. La piel de los cadáveres se vuelve entonces de un amarillo que tira ligeramente a rosa; el vientre a verdeclaro; la espalda a verdeoscuro. Por lo menos, tales serían los colores si todo ello no ocurriera en la obscuridad. He aquí el siguiente escuadrón de granaderas cadaverófilas: Las piófilas que dan sus gusanos al queso. Vienen después la cornietas, las longueas, las ofiras y las foras. Forman sus crisálidas como el pan rallado sobre los jamoncitos o la sopa de porotos que a mí tanto me gustaba saborear. Luego la descomposición cambia de naturaleza. Una nueva fermentación, más rica que las anteriores, más viva y dinámica también, produce ácidos grasos denominados vulgarmente grasa de cadáver. Es la estación de los desmestos capricorniles que producen larvas provistas de largos pelos, y de las orugas que florecerán luego en bellas mariposas denominadas aglossas o Coronas Borealis. Algunas de estas materias cristalizarán y brillarán más tarde como lentejuelas o pepitas metálicas en el polvo definitivo. Llegan más contingentes de inmigrantes. A la descomposición deliciosamente negra acuden las ávidas sílfides de ojos diamantinos y tornasolados; las nueve especies de necróforos, horneros liróforos de esta epopeya funeraria. El escuadrón de acuarios redondos y ganchudos inicia el proceso de la desecación y momificación. A los acuarios (que se llaman en realidad ácaros, aunque prefiero denominarlos acuarios) suceden los aradores. Éstos roen, sierran, desmigajan los tejidos apergaminados, los ligamentos y tendones transformados en materia resinosa, lo mismo que las callosidades, las substancias córneas, los pelos y las uñas. Ha llegado el momento en que éstos dejan de crecer en los cadáveres, como vulgar y acertadamente se cree. A mí no me crecerán más las uñas de los pies, y mi forzada calvicie es sin remedio. Por fin al cabo de tres años, el último gran migrante, un coleóptero negro, inmenso, más grande que la Casa de Gobierno, llamado Tenebrio Obscurus, llega y dicta el decreto de la disolución completa. Todo se ha acabado. La hediondez, última señal de vida, ha desaparecido. Se ha fundido y esfumado todo. Ya ni siquiera hay duelo. El Tenebrio Obscurus tiene la mágica cualidad de ser ubicuo e invisible. Aparece y desaparece. Se halla en varias partes al mismo tiempo. Sus ojos de millones de facetas me miran pero yo no los veo. Devoran mi imagen, mas ya no distingo la suya envuelta en la negra capa de forro carmesí… (petrificado el plasto de los diez folios siguientes).

(Quemado el comienzo del folio)… y ya no puedes obrar. Dices que no quieres asistir al desastre de tu Patria, que tú mismo le has preparado. Morirás antes. Morirá esa parte de ti que ve lo mortal. No podrás escapar de ver lo que no muere. Porque lo peor de todo, grotesco Arquí-loco, es que el muerto siempre y en todas partes sufre, por muy muerto que esté con mucha tierra y el olvido encima. Creíste que la Patria que ayudaste a nacer, que la Re volución que salió armada de tu cráneo, empezaban-acababan en ti. Tu propia soberbia te hizo decir que eras hijo de un parto terrible y de un principio de mezcla. Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. ¡Perdiste tu aceite, viejo ex teólogo metido a repúblico! Creíste jugar tu pasión absoluta a todo o nada. Oleum perdidiste. Dejaste de creer en Dios pero tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revo lución; única que lleva a un verdadero conductor a identificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical Persona, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos. Con grandes palabras, con grandes dogmas aparentemente justos, cuando ya la llama de la Revolución se había apagado en ti, seguiste engañando a tus conciudadanos con las mayores bajezas, con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad y la senectud. Enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo, te encerraste en ti mismo y convertiste el necesario aislamiento de tu país en el bastión-escondite de tu propia persona. Te rodeaste de rufianes que medraban en tu nombre; mantuviste a distancia al pueblo de quien recibiste la soberanía y el mando, bien comido, protegido, educado en el temor y la veneración, porque tú también en el fondo lo temías pero no lo venerabas. Te convertiste para la gente-muchedumbre en una Gran Obscuridad; en el gran Don-Amo que exige la docilidad a cambio del estómago lleno y la cabeza vacía. Ignorancia de un tiempo de encrucijada. Mejor que nadie, tú sabías que mientras la ciudad y sus privilegios dominan sobre la totalidad del Común, la Revolución no es tal sino su caricatura. Todo movimiento verdaderamente revolucionario, en los actuales tiempos de nuestras Repúblicas, única y manifiestamente comienza con la soberanía como un todo real en acto. Un siglo atrás, la Revolución Comunera se perdió cuando el poder del pueblo fue traicionado por los patricios de la capital. Quisiste evitar esto. Te quedaste a mitad de camino y no formaste verdaderos dirigentes revolucionarios sino una plaga de secuaces atraillados a tu sombra. Leíste mal la voluntad del Común y en consecuencia obraste mal, mientras tus chocheras de geróntropo giraban en el vacío de tu omnímoda voluntad. No, pequeña momia; la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos; a los que no son capaces de llevarla hasta sus últimas consecuencias. Hasta más allá de sus límites si es necesario. Lo absoluto no tiembla en llevar hasta el fin su pensamiento. Lo sabías. Lo copiaste en estos papeles sin destino ni destinatario. Tú vacilaste. Estás igualmente condenado. Tu pena es mayor que la de los otros. Para ti no hay rescate posible. A los otros se los comerá el olvido. Tú, ex Supremo, eres quien debe dar cuenta de todo y pagar hasta el último cuadrante… (apelmazado, ilegible lo que sigue).