De Marco Antonio Laconich (21 de abril de 1961)
«Después de la caída de Asunción en poder de la Triple Alianza, los legionarios [paraguayos] sentaron sus plantas en la capital saqueada y cautivada. Y se pusieron a remover como frenéticos lovisones [sic] la tierra sagrada de los muertos, para poder saciar en los restos de El Supremo sus odios de medio siglo. En 1870 Loizaga formaba parte del Triunvirato constituido en Asunción por los aliados, como gobierno "paraguayo" provisorio. Loizaga era un primate de la Legión. No ponemos en duda, por un instante, que fuese autor de la profanación funeraria, de la que parece ufanarse en su contestación al Dr. Zeballos. Por lo demás, se encontraba en situación privilegiada para acometerla con la mayor impunidad; pero si creyó encontrar el sepulcro del Dictador, y murió con esa creencia, sus ansias resultaron fallidas. Todo hace suponer que Loizaga metió las manos en alguna fosa común y de allí extrajo, en la oscuridad de la noche, los restos humanos que tuvo guardados en su casa, por mucho tiempo, en un cajón de fideos. Decimos fosa común, por los resultados del análisis de algunos de esos huesos, practicado por el Dr. Outes; huesos llevados por el Dr. H. Leguizamón.
»Vaya uno a saber si por una ironía del destino, con que el Señor se complace a veces en reprimir los rencores humanos, algunos de aquellos huesos que Loizaga tenía guardados en un cajón de fideos no fuesen los de algún pariente suyo muy querido… ¡Porque el Dictador, supongo, moriría sin sus dientes de leche!
»"E1 resto del esqueleto -dice Loizaga- fue llevado por mí a un cementerio abierto." Siempre la falta de testigos en las andanzas de este sepulturero solitario. Si el resto del esqueleto era como el cráneo reconstruido, cabe el derecho de suponer que se compondría, por ejemplo, de cinco canillas [fémures], tres columnas vertebrales, cincuenta costillas, etc.; de lo que resultaría que el Dictador era un fenómeno esquelético extraordinario.
»De todas maneras, no deja de ser curioso, en verdad, que Loizaga y Godoy se retirasen del templo, envueltos en las sombras de la noche, con dos cráneos del Dictador, como si éste hubiese sido bicéfalo. Cada uno estaba convencido de llevar un auténtico cráneo de El Supremo.»
[Nota del compilador: Loizaga, según revelación de una vieja esclava de la familia, tenía guardada en la misma alacena una urna con las cenizas de su abuela materna. Esta informante, en pleno uso de sus facultades mentales, a pesar de su edad más que centenaria, me refirió que una noche, por equivocación, preparó con esas cenizas la sopa que sirvió en la comida. La esclava, hoy liberta, me confió también que, en vista de que sus amos no se percataron de la equivocación, volvió a llenar la urna funeraria con arena del patio, de modo que no se descubriese su grave falta. Rogóme con muchos encarecimientos que no la delatara ni pusiera «en papel debalde estas zonceras». Como el descuido de la esclava configuraba una acción delictiva mucho más leve que la profanación y robo de los restos de El Supremo, cometidos por Loizaga, no sólo no incurro en infidencia sino, por el contrario, considero un deber de justicia dar a publicidad la relación de la ex esclava del ex triunviro.]
Continúa el Dr. Laconich:
«En fecha 23 de junio de 1906, el Dr. Honorio Leguizamón escribió al director de La Nación una carta que considero de suma importancia. En esta carta, el Dr. Leguizamón, médico de la cañonera argentina Paraná en aquella época, da cuenta de las circunstancias en que obtuvo de Loizaga, en el año 1876, los restos en cuestión, cedidos después por él al Dr. Zeballos, y finalmente donados por este último al Museo Histórico Nacional de Buenos Aires, en julio de 1890.
«"Estrélleme al principio -escribe el Dr. Leguizamón- con una rotunda negativa; pero convencido el Sr. Loizaga de que tenía la noticia del mejor origen, pues miembros de su propia familia declaráronle habérmela transmitido, debió ceder a mi deseo y confesarme toda la verdad: su espíritu religioso le había impulsado a extraer estos restos, que profanaban el sitio donde se les había dado sepultura. Dentro de un cajón de fideos me fueron presentados los restos -y agrega esto, que conviene retener-: Grande fue mi desencanto al encontrarme sólo con una masa informe de huesos fragmentados…"
»Tras el desencanto que experimentó el Dr. Leguizamón al encontrarse con esto, se hacía una pregunta: "¿Respondería la fragmentación del esqueleto al ensañamiento vengativo de alguna víctima? No me atreví entonces a preguntarlo".
»La carta deja flotando entre líneas la sospecha de que Loizaga hubiese machacado con un mazo aquellos huesos, vengándose así del Dictador. En una post-data, el Dr. Leguizamón da andamiento a esa sospecha diciendo que "era costumbre antigua de los guaraníes la de vengarse de los que habían sido sus enemigos, extrayendo sus huesos y rompiéndolos".
«Sinceramente, creemos que esa costumbre de los guaraníes es un descubrimiento del Dr. Leguizamón, a la medida para el caso. Los guaraníes tenían más interés en la carne de sus enemigos que en sus huesos: se los comían tranquilamente, si eran apetecibles. Si no, que lo diga Hans Staden…
»La masa informe de huesos fragmentados parece confirmar lo de la fosa común, que va en armonía con la bóveda craneana de una mujer, la careta facial de un adulto y la mandíbula de un niño, entrevero de huesos que trasunta la pericia practicada por el Dr. Outes. Sin embargo…
»E1 Dr. Leguizamón atesta en su carta que en el cajón de fideos encontró de los vestidos únicamente "íntegra la suela de un zapato que correspondía a un pie muy pequeño". Es fama que el Supremo Dictador tenía las manos y pies pequeños, de lo que se sentía muy ufano como prueba de buen linaje; pero lo de "muy pequeño" hace pensar en un niño.
»No es pues conveniente, a mi juicio, organizar este homenaje nacional con la repatriación de restos de autenticidad tan dudosa y discutida, como son los depositados actualmente en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires. Los antecedentes de una patraña ligada al cajón de fideos del legionario Loizaga -concluye el Dr. Laconich-, empañaría inevitablemente, en este caso, el homenaje a la esclarecida memoria del Procer.»
Nota final del compilador
Esta compilación ha sido entresacada -más honrado sería decir sonsacada- de unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espigados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales. Hay que agregar a esto las versiones recogidas en las fuentes de la tradición oral, y unas quince mil horas de entrevistas grabadas en magnetófono, agravadas de imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de supuestos funcionarios; a supuestos parientes y contraparientes de El Supremo, que se jactó siempre de no tener ninguno; a epígonos, panegiristas y detractores no menos supuestos y nebulosos.
Ya habrá advertido el lector que, al revés de los textos usuales, éste ha sido leído primero y escrito después. En lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros. No hay pues en la compilación una sola página, una sola frase, una sola palabra, desde el título hasta esta nota final, que no haya sido escrita de esa manera. «Toda historia no contemporánea es sospechosa», le gustaba decir a El Supremo. «No es preciso saber cómo han nacido para ver que tales fabulosas historias no son del tiempo en que se escribieron. Harta diferencia hay entre un libro que hace un particular y lanza al pueblo, y un libro que hace un pueblo. No se puede dudar entonces que este libro es tan antiguo como el pueblo que lo dictó.»
Así, imitando una vez más al Dictador (los dictadores cumplen precisamente esta función: reemplazar a los escritores, historiadores, artistas, pensadores, etc.), el a-copiador declara, con palabras de un autor contemporáneo, que la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada. En consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector.
1 Libro de comercio de tamaño descomunal, de los que usó El Supremo desde el comienzo de su gobierno para asentar de puño y letra, hasta el último real, las cuentas de tesoren'a. En los archivos se encontraron mas de un centenar de estos Libros Mayores de mil folios cada uno. En el último de ellos, apenas empezado a usar en los asientos de cuentas reales aparecieron otros irreales y cn'pticos. Sólo mucho después se descubrió que, hacia el final de su vida, El Supremo había asentado en estos folios, inconexamente, incoherentemente, hechos, ¡deas, reflexiones, menudas y casi maniáticas observaciones sobre los más distintos temas y asuntos; los que a su juicio eran positivos en la columna del Haber; los negativos, en la columna del Debe. De este modo, palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblan, continúan, se repiten o invierten en ambas columnas en procura de un imaginario balance. Recuerdan, en cierta forma, las notaciones de una partitura polifónica. Sabido es que El Supremo era buen músico; al menos excelente vihuelista, y que tenía veleidades de compositor
El incendio originado en sus habitaciones, unos días antes de su muerte, destruyó en gran parte el Libro de Comercio, junto con otros legajos y papeles que él acostumbraba guardar en las arcas bajo siete llaves. (N. del Compilador.)