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Un tipo con la cabeza llena de gomina y un traje de unos 600 euros pulsa el botón del sótano uno. Vamos al garaje, a ver mi nuevo coche, comenta mientras nos obliga a todos a bajar. Ya veréis que chulada, dice con una sonrisa tan estúpida como falsa en la boca. Todos asienten. Caminamos hacia un coche flamante, reluciente, nuevo. El coche valía 90.000 euros, pero el del concesionario ya me conocía de otras compras y me lo han dejado todo por 87.000. Un chollo. Dice todo esto sin inmutarse. Maldito cabrón. Me mira. ¿A que es una pasada? Joder, me está preguntando a mí. Si puedes deberías hacerte con uno así, no te arrepentirás, me dice con su puta sonrisa eterna. Cabrón de mierda. Permanezco allí haciendo el capullo hasta que todos decidimos irnos. Miro mi reloj. He de darme prisa si no quiero llegar tarde a mi “no cita” con Marta. El engominado y yo ya hablaremos otro día.

Día 29

Caminamos juntos por el parque, Marta y yo. El chaval corretea a nuestro alrededor. Es perfecto. Miro al resto de niños y los comparo con Alejandro. Todos parecen clones fallidos de un molde equivocado. Observo las caras de sus madres, agotadas. La mayoría de ellas tiene una expresión mustia, apagada, infeliz. Ya nada es como antes. Todas recuerdan mejores tiempos en sus vidas, cuando sus maridos, novios, chicos o amantes llegaban a casa y, casi sin preguntar qué tal había ido el día, se tiraban en la cama, en el sofá o en el suelo y hacían el amor mirándose a los ojos. De todo eso hace ya más de diez años y comienzan a preguntarse qué les llevo hasta ese punto de sus vidas.

Sin embargo Marta y yo paseamos fuera de toda esa problemática. Comprendo que acabamos de conocernos, pero reconozco en ella un rayo de inteligencia que no había observado hasta el momento en ninguna otra persona, excepto en los ojos de mi querida madre.

Al acabar el paseo decido acompañarles hasta su casa. Ella, al principio, parece algo aturdida con la proposición, pero cede cuando le comento que si lo desea puedo irme por donde he venido. De camino charlamos sobre temas de actualidad. Me comenta que está algo asustada por la oleada de asesinatos que está ocurriendo en la ciudad. La idea de que un psicópata asesino ande suelto la pone nerviosa. La tranquilizo. No tiene nada que temer mientras yo esté a su lado. Se lo prometo. A Alejandro tampoco le pasará nada. Ella me mira con ojos alegres, agradecidos. Piensa que no seré capaz de cumplir lo que digo. Aún así me sonríe y me da las gracias. Llegamos al portal de su casa. No espero que me invite a subir. Ella también sabe que yo no aceptaría una petición así. Soy un caballero. Todo tiene su momento. El chico se da media vuelta. Se dirige a los ascensores. Ella me mira directamente a los ojos. Se acerca a mí y besa mis labios.

No estoy lejos de mi casa. Ando por la calle, mirando a la gente. Yo siempre observo. Veo la mediocridad en todo lo que me rodea. Paso cerca del parque. Vuelvo a ver a varias madres con sus hijos. Vuelvo a observar sus rostros cansados. Vuelvo a meterme en sus mentes, casi vacías de inteligencia. Busco algún padre con la mirada. Sólo veo un par. El resto seguramente estará en sus casas, o en algún bar de la zona, viendo la televisión, bebiendo cerveza y emitiendo gruñidos de satisfacción cada vez que una chica joven se atreve a atravesar el umbral de la puerta del respectivo garito. Después llegarán a sus casas hambrientos de sexo e intentarán tirarse a sus mujeres. O a la del vecino de al lado, que seguramente será más joven, estará más buena y no la dolerá la cabeza. Joder, yo no quiero llevar esa vida tan patética. No pienso hacerlo. Yo no.

Día 30

Los días pasan más rápidos desde que la conocí. Marta y yo, al contrario, avanzamos lentamente en nuestra relación. Todo con ella va despacio, calmado, como los pasos de un escalador, afianzando cada uno de ellos, levantando un pie sólo cuando sabes seguro el otro. Me gusta. El resto de cosas parece ir demasiado acelerado. Las noticias fluyen veloces p or los medios de comunicación. Los programas expertos en atontar a la población con sus estupideces, mentiras y engañabobos ya hacen emisiones especiales. Hablan de asesinos en serie. Llevan a sus mesas redondas grandes expertos en psicología, criminología y tontería, para hablar del asesino de mujeres. Porque sólo cuentan a las mujeres: la chica de la floristería, Lorena, y la camarera. Nadie habla del capullo degollado y mucho menos mencionan como víctima al resto humano al que tuve a bien dar fin para evitar su inminente agonía.

Estoy comiendo en un restaurante cercano a la oficina. Me acompañan dos de mis compañeros de mesa, además de la muñeca perfecta de administración, a la que todos se quieren tirar y el capullo de contabilidad. Hemos bajado a comer bastante tarde. Malditas reuniones. La televisión emite u no de esos programas. Todos parecen putos expertos en asesinos. Dan un número de teléfono para ayudar a la policía. Si alguien tiene alguna pista, pueden llamar al número que aparece en pantalla, dice la presentadora con voz seria. Intento que no se me escape una carcajada cuando lo veo. Imagino al inspector. No creo que esté de acuerdo con eso. Ese tipo es un grosero, pero no un capullo tan inepto como para hacer esta estupidez. Es un maldito espectáculo televisivo y la gente lo cree. Es patético.

Todos los comensales están absortos escuchando las opiniones de los entendidos en la materia. Uno de los fantoches invitados al programa vomita su opinión sin ningún tipo de reparo: seguramente el asesino o asesinos, porque aún no hay nada seguro, sean personas completamente asociales, solitarias, posiblemente desocupadas y con suficiente dinero para vivir sin trabajar. El contable asiente la afirmación con la cabeza. Comenta algo de que si él tuviera al asesino a la cara le reconocería en seguida. Tiene un sexto sentido para la gente mala. Todos sonríen ante la afirmación del capullo de contabilidad y éste, herido en el orgullo, explica cómo una vez evitó sufrir un atraco sólo viendo la cara del atracador. Salió del establecimiento antes de que ocurriera porque lo supo al verle la cara. Gilipollas.

Otro de los presentadores del programa está completamente de acuerdo con su colega. Además, añade la posibilidad de que el asesino sienta cierto deseo de ser mujer, de ahí el odio exacerbado hacia el género femenino, dada su incapacidad de transformación completa. Un comienzo de carcajada sale de mi boca, pero lo detengo justo a tiempo. Imito que me he atragantado con algo. Toso. Todos me miran ahora. Cuidado tío, o no hará falta que te mate el psicópata. Es la puta voz del maldito engominado con coche nuevo y caro, que hace así su presentación en el restaurante. Joder, lo que me faltaba. Le hacemos un hueco para que pueda comer con nosotros. Después, con aire de interés, sigo escuchando mi perfil psicológico expuesto por los expertos tertulianos circenses que, creo recordar, la semana pasada eran expertos arquitectos que comprendían perfectamente los entresijos de la profesión.

Día 31

La del sábado suele ser una mañana tranquila. Me gusta desayunar en la terraza de mi casa, observando el paso de la gente en la calle. Las mujeres tiran de los carros de la compra, cargados hasta los topes, de vuelta a sus casas, después de dejarse casi un cuarto de su sueldo en unas piezas de carne y algo de fruta. Con un poco de suerte ese carro lleno les durará una semana. Gastan, gastan y gastan el dinero que no tienen. Compran, compran tonterías. El mejor suavizante. El desodorante más caro. La puta colonia que huele a jazmín y no se cuántas estúpidas flores más. Las patatas fritas onduladas, las aceitunas, las cervezas para que el marido pueda ver el fútbol contento esa noche. Y a la vuelta, una ronda por las mejores tiendas del barrio. Bisutería barata. Telas, pantalones, blusas, camisas…