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Estoy observando, negando con la cabeza. Algo no funciona. Estas pobres gentes, tan manipuladas ya que no pueden pensar por sí mismas, sólo son peones en la gran partida. La idea viene a mí y sonrío. Sonrío porque yo aún no estoy lobotomizado como ellos.

Suena el timbre de la puerta. No espero a nadie. Abro. La figura de un hombre aparece en el umbral. Dice mi nombre. Asiento. Me entrega un papel. Correo certificado. En el sobre aparece el membrete del ministerio de justicia. Cierro la puerta. Abro el sobre y leo el contenido de la hoja que guarda en su interior. Se trata de una citación. Tengo que presentarme dentro de siete días en los juzgados. Quieren que testifique ante el juez. No parece que me acusen de nada. Estoy convencido de que es por el caso de Lorena. Querrán saber datos, datos inútiles. Dejo la carta encima de una mesa. Voy al baño. Me doy una ducha. Esta tarde he quedado con Marta.

Ella está guapa esta tarde. Alejandro viene con nosotros. Hablamos de muchas cosas. El chico quiere saber cosas de mí. Pregunta por mi trabajo, por mi vida, por mi familia. No le quiero contar nada de mi familia. Me mira, me observa. ¿Cómo es tu casa?, pregunta directamente. Le explico que vivo cerca de allí. En un apartamento. Quiere subir a verlo. Miro a Marta. Ella niega con la cabeza pero el chico insiste. Tomamos un café, si quieres, digo. Ella acepta, a regañadientes. Subimos a mi casa. Hago de gran anfitrión. Enseño las distintas estancias a mis invitados. Doy un refresco a Alejando y me dispongo a preparar café para Marta y para mí.

Estamos juntos, en la cocina. Nos besamos. Un beso rápido, fugaz, furtivo. Nos miramos. Alejandro entra con un papel en la mano. Dice algo de un juzgado. Lo cojo. Marta me mira. Mierda. No quería contarla nada. Se trata de una citación, para testificar, explico con toda la calma que puedo. Acabo contando que yo estaba relacionado con una de las chicas asesinadas, Lorena. Ella me mira. Asiente. No veo miedo en sus ojos. Eso es bueno. Sigo explicando que la prensa piensa que llevábamos una relación seria, pero mienten. Todo lo exageran. Sigo mirando sus ojos. Mierda, mierda. No puedo hacer nada. Espero su reacción. Ella sonríe y me acaricia la mano. Lo siento, susurra. Vuelve a besar mis labios. Un beso breve. Bien. Perfecto. Todo aclarado, de momento.

Nos sentamos en los sillones, en el salón. Todo parece ir perfectamente. Alejandro juguetea con el mando de la televisión. Entonces se da la vuelta, me mira. ¿Quién mató a esa chica?, pregunta. Se hace un silencio sepulcral. No lo sé, Alejandro, respondo. No lo sé.

Día 32

La pregunta del chaval ha atormentado mi cabeza durante toda la noche. No he podido pegar ojo. ¿Quién mató a esa chica? ¿Quién mató a Lorena? ¿Y a las otras? Trato de recordar quién pudo hacer algo así. A mi cabeza vienen imágenes de sus caras en el momento de ver la muerte de cerca. Siento una enorme excitación cuando las recuerdo en su último momento, en su último aliento. Me imagino a mí mismo asesinando a esas chicas. No, no es imaginación. Soy un asesino. Creo que lo he sido toda mi vida. Miro el reloj que hay sobre la mesilla al lado de mi cama. Son las 5:15 de la mañana. Desactivo la alarma antes de suene. No he dormido nada.

Me doy una ducha para despejarme. Desayuno en silencio. No se oye ningún ruido. Un silencio solemne se adueña del mundo. A las 6:30 salgo a la calle. Las calles están casi vacías a esta hora. Aún falta una buen rato para que la ciudad comience a mostrar su aspecto más amargo: la gente. La gente es el mal de esta ciudad, de todas las ciudades. Los sitios no son malos. Los hacen malos las personas. Camino hacia una calle principal. Me detengo junto a la calzada y espero que pase un taxi. Veo uno a lo lejos. Hago una señal con mi mano y automáticamente veo sus intermitentes encendiéndose y apagándose. Se detiene junto a mí. Abro la puerta trasera del vehículo y subo.

Lo primero que noto en su interior es un olor extraño. Ese maldito olor que tienen todos los taxis. Esa mezcla de todo tipo de hedores corporales, desodorantes, colonias y ambientadores tan típica de este transporte. Son como las putas de los coches. Te llevarán donde quieras por dinero. En el fondo todos somos putas. Nos dejaríamos follar por dinero. Todos. Pienso en esto mientras indico al taxista que me lleve a la estación de tren. Putos viajes de trabajo. Sigo pensando en alguna persona que no se dejara follar por dinero. No soy capaz de imaginar a nadie. Casi todos los hombres se dejarían follar por casi todas las mujeres de este planeta sin pedir nada a cambio. Al resto les bastarían unas pocas monedas para convencerse. Las mujeres serían más selectivas. No se dejarían follar por cualquiera a cambio de dinero. Pero sí por algunos. Cada vez me convenzo más de que el proceso de evolución está deshaciéndose.

Debo dejar mis reflexiones para otro momento. El conductor del taxi ha detenido el vehículo y lee en voz alta la cifra que marca el taxímetro trucado que lleva pegado al salpicadero del coche. Pago. Vuelvo a caminar por los grandes espacios abiertos de la estación. Debo buscar mi tren. Unos paneles luminosos indican todo lo necesario. Vía, andén, hora de salida. Por fin encuentro mi tren, mi vagón y mi asiento.

El tren arranca con puntualidad. Hasta ese momento no me había fijado en que junto a mí hay otra persona sentada. Joder, maldita sea. Me mira. Intento apartar la mirada antes de que pueda pensar que me apetece escuchar su voz. Es tarde para eso. Empieza a hablarme. Joder,

¿de qué puede una persona querer hablar con un desconocido a las 7:45 de la mañana? Mierda, su voz se clava en mis oídos. Me machaca. Martillea mi mente. Yo contesto. Hablo. Actúo. Vuelvo a actuar. Sigo siendo el gran actor de este puto circo mundial. Me intereso por sus negocios, pero noto como crece dentro de mí el odio hacia ese cadáver mental ambulante. Debo tranquilizarme. Evalúo la situación. Me quedan tres horas con este capullo al lado y no puedo hacer nada. Pienso en lo que vendrá después del viaje. Mierda, el chulo engominado y uno de los capullos de mi departamento me esperarán en la estación destino. Cierro los ojos. El sueño se empieza a apoderar de mí. Perfecto. Espero poder dormir ahora y despertar cuando un atisbo de luz roce las mentes mediocres de estos hombres. Buenas noches, hasta entonces.

Día 33

Tipos luciendo trajes caros. Cabellos peinados en peluquerías donde conocen tus apellidos. Bolígrafos con incrustaciones de oro. Intercambio de tarjetas. Apretones de manos. Sonrisas falsas. Preguntas absurdas. Respuestas más absurdas aún. Reunión de negocios.

Llevo casi un día entero reunido con esta gente. Ayer pasé casi doce horas mirando las mismas caras. Hablando de las mismas estupideces. Hoy llevamos aquí dentro tres horas y seguimos hablando. Nosotros hablamos, hablamos, hablamos. Después escuchamos un rato. Entonces alguien dice algo así como que todo está claro, que tenemos que ponernos en marcha. Todos asentimos con la cabeza. Una voz al otro extremo de la mesa comenta algo al respecto. Todo se vuelve a fastidiar. Volvemos a empezar. Otra vez. Mierda. Jamás saldremos de esta puta sala de reuniones.

Pasan dos horas más. Después de casi un día y medio todos están de acuerdo en que deben ponerse de acuerdo. Yo tengo las solución en mi cabeza pero no lo puedo decir. Mi jefe jamás lo permitiría. Es mejor que se les ocurra a ellos. Sólo podemos guiarles hacia la solución que deseamos, no podemos imponerla. Joder si es la maldita única solución a su problema, ¿por qué no puedo cerrar la boca del puto gordo barbudo que atormenta mi existencia? Nuevamente lo veo claro: reunión de negocios. El gordo barbudo mira su reloj. Un reloj caro, muy caro. Propone salir a comer. Todos asienten. Vayamos al restaurante ese del cordero y buen vino, dice una voz. Es en lo único que piensan. Comer, beber, tontear con la camarera cuando nos sirve la comida y mirarla el culo cuando se aleja de la mesa. Reunión de negocios.