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Permanecí varios segundos, o tal vez minutos, en pié, junto a la puerta del ascensor, callado, pálido mi rostro, según pudo afirmar el vecino que me sacó de ese estado con sus palabras.

– Tiene usted mala cara. ¿Pasa algo? Está usted blanco – comentó.

– No nada. Creí haber olvidado algo importante – mentí con una sonrisa forzada en mi rostro, mientras dirigía mis pasos hasta la puerta de mi casa, aterrado.

Día 36

Leo la carta. La maldita carta. La leo una y otra vez. Me concentro en la frase escrita: “¿Superará el discípulo al maestro?”. Quizá la carta no iba destinada para mí. Quizá alguien, simplemente, se equivocó de buzón.Tal vez la carta es una broma absurda, o un nuevo estilo de propaganda o…

Suena el despertador. Lo observo con mirada de desprecio. Estoy tirado en la cama, con la carta entre mis manos y el despertador emitiendo un sonido incesante y monótono. Ese aparato está sonando inútilmente demasiadas veces en estas últimas semanas. Duermo poco, demasiado poco. Tengo la sensación de ser un cadáver que se mueve de una punta a otra de la ciudad, buscando la forma de salir de aquí. La gente que me rodea, lejos de poder ayudarme, sólo serían capaces de hundirme un poco más en mi miseria. Marta es la única persona a la que puedo aferrarme, pero no quiero que sufra.

Salgo a la calle antes de lo normal. Decido caminar hasta el trabajo. Como siempre la brisa húmeda de esta mañana lluviosa me ayudará a despejarme. Después de andar varios pasos me quedo quieto. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Me giro rápidamente. Miro. Busco con mi mirada algo, alguien que pueda darme explicaciones, pero allí no hay nadie. Alguien más sale del portal de mi casa. Una de mis vecinas se dispone a empezar su jornada. Me saluda y anda deprisa. Pasan algunos coches. Vuelvo a girarme y continúo mi camino. Durante todo el recorrido tengo la sensación de que alguien me observa. Me vigilan. Varias veces me paro y busco rápidamente con la mirada pero no encuentro a nadie que me siga. O tal vez todos me están siguiendo. Sí, es eso. Todos me siguen. Toda esta maldita gente es la culpable de todo. Todos ellos saben lo que me está pasando. Toda esta población pestilente conoce mi sufrimiento y me hacen daño, más y más daño. Debería acabar con todos de una vez. Lo haré. Acabaré con todos ellos. Para eso estoy aquí.

Durante mi día de trabajo no dejo de pensar mi deseo profundo de acabar con ellos. No hablo con nadie hoy. No me levanto de mi sitio a tomar café. Eludo las conversaciones de grupo. Me esfumo. Soy un fantasma. He conseguido pasar desapercibido.

Voy en el metro hasta mi barrio. Parece que por fin ha dejado de llover así que voy a casa de Marta para recogerla y dar un paseo con el chaval. Hace fresco pero es bueno que el niño ande un poco. Paseamos por el parque, como casi siempre. Después, de vuelta a casa paramos en una cafetería y los tres nos tomamos algo tranquilos, relajados. Es sin duda el mejor momento del día. Cuando estoy con ella me siento mucho mejor. De repente, mis ansias y temores, mis miedos más profundos se desvanecen. Ahora sólo importa ella.

Los acompaño a su casa. En el portal ella y yo nos besamos, cuando el chico no nos puede ver. Es un beso rápido, ardiente. Me dice que mañana podrá dejar a Alejandro con la abuela del niño. Dormirá allí. Quedamos para cenar mañana, en mi casa. Ya estoy deseando que llegue el momento.

Vuelvo a mi casa. Cuando entro en el portal siento nuevamente algo extraño en el ambiente. Acaba de empezar a llover otra vez, no hace ni dos minutos. Me gusta el olor a humedad. Miro el buzón. Veo una carta. Un sobre blanco, sin remite ni dirección. El pulso se acelera. Abro el sobre y leo allí mismo su contenido: “Qué chica tan guapa, Maestro. Sabia elección”, reza la nota que hay en su interior. Estoy furioso, lleno de ira. Pienso en Marta. Pienso en ir hasta su casa para protegerla. En ese instante me doy cuenta de que el sobre está mojado. Salgo corriendo a la calle. Corro por las calles adyacentes buscando alguien. Soy el único peatón que se está mojando bajo el aguacero. Desesperado vuelvo a mi casa. Me dirijo hacia los ascensores. Cuando paso por los buzones veo algo blanco salir del mío. Miro en su interior y veo otra nota. Maldita sea. Mierda. En la nota sólo hay una dirección y una hora, además de una pequeña recomendación: “No te molestes en salir corriendo otra vez”. La dirección indicada pertenece a una calle muy cerca de mi casa. La fecha que aparece es la de mañana, a las ocho de la tarde. Creo que mañana tengo dos citas.

Día 37

Siempre se ha dicho que las cosas malas ocurren por estar en el lugar equivocado, en la hora equivocada. También las cosas buenas ocurren, de forma análoga, estando en el lugar correcto en la hora correcta. Mi cita con un desconocido, esta tarde, a las ocho, a cuatro calles de mi casa, puede ser cualquiera de las dos opciones. La incertidumbre me pesa. Alguien está intentando controlar mi vida, ser dueño de mis propios actos, manejarme. Posiblemente estar ahí sea un error, pero confío en mí lo suficiente como para solucionarlo. Acabaré con él, sea quien sea.

Son las ocho menos diez minutos de la tarde. Hace ya un rato que ha oscurecido. Salgo de casa. Me dirijo hacia el punto de encuentro. Camino, seguro de mi mismo. La oscuridad jugará un papel determinante. No pienso dejarle hablar. No cometeré esa equivocación. Le clavaré mi cuchillo. Lo hundiré en su vientre y le veré morir. Mataré a ese discípulo, como se hace llamar.

La calle donde he quedado está muy cerca también de la casa de Marta. Ella debe estar a punto de salir. Dentro de una hora he quedado con ella en mi casa. Hoy será un gran día en mi vida. Llego al lugar. Miro el reloj. Faltan dos minutos para las ocho de la tarde. Está oscuro. Allí no hay nadie. Espero. Bajo mi chaqueta siento el tacto de mi cuchillo. Miro a un lado y a otro. Estoy solo. Se trata de una viaja callejuela estrecha, con poca iluminación. Hay dos tiendas que están cerrando justo ahora. A lo largo de la calle hay algunos portales de viviendas y varios garajes. Sigo esperando.

Dejo pasar el tiempo. Pasan ya diez minutos de las ocho de la tarde. A lo lejos comienzo a oír el sonido de sirenas. Se acercan. En esta maldita ciudad, ese sonido se puede escuchar varias veces al día. Las sirenas se oyen más fuerte ahora. Miro hacia un extremo de la calle y veo aparecer un coche de policía. Va a pasar delante de mis narices. Otro más se aproxima varios metros detrás de él. El primero de los coches hace una maniobra y para el coche justo a mi lado. Dos agentes bajan deprisa. Uno de ellos me mira. Permanezco inmóvil. El otro pasa por detrás de mí y se introduce en la oscuridad de la entrada de garaje que hay a mi espalda. Le oigo gritar algo. El primero de los policías, casi gritando me pide que permanezca donde estoy. Me empuja hacia una pared y me obliga a apoyar las manos sobre ella.

– Está muerta – dice el que está en la entrada del garaje. – Tiene varias heridas. Parecen cuchilladas.

Todo sucede muy rápido. No puedo ver lo que está pasando detrás de mí. Intuyo la llegada de varios agentes más. Las luces amarillas de una ambulancia hacen su aparición en la caótica escena. Uno de los policías me cachea. Mierda. Encuentran el cuchillo. Casi no puedo mediar palabra antes de que me esposen. Algunas personas curiosas comienzan a rodearnos, a varios metros de distancia. Los agentes piden que se alejen.

– Muy bien, hijo de puta. ¿Para qué coño quieres este cuchillo? – dice el policía que me ha esposado. Casi sin darme tiempo a explicarme me dirigen a empujones hacia el el coche patrulla. Luego nos lo cuentas, en comisaría, dice otro. No entiendo nada. Miro de reojo hacia el garaje. Allí, tendida en el suelo veo la figura de una mujer. Empiezo a comprender. Me ha tendido una trampa. Ha sido él, grito. Pero nadie parece escucharme.