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A trompicones entro en uno de los coches. Puedo levantar la cabeza y ver a las personas que se arremolinan alrededor de la escena. Entre ellas puedo distinguir una cara conocida. Ella está allí, mirándome, incrédula. Intento negar con la cabeza pero la puerta del coche se cierra antes de que pueda decir nada. El vehículo arranca. Agacho la cabeza y miro al suelo. Maldito hijo de puta, pienso.

Presto declaración en comisaría. Les explico que no tengo nada que ver con esa mujer. Les cuento que sencillamente estaba allí, dando un paseo. No sirve de nada. Los acontecimientos se suceden uno detrás de otro, ajenos a mi voluntad. Me trasladan a los calabozos de los juzgados. Son generosos conmigo y me dejan una celda para mí solo. Soy un preso importante, dicen. Estoy en prisión preventiva hasta que el juez analice las pruebas y decida algo. Por lo menos me dejan el papel y un bolígrafo sobre el que escribo estas líneas. Me han engañado. Me han tendido una trampa. Cierro los ojos. Necesito descansar.

Día 38

Los calabozos del juzgado no son el lugar ideal para pasar un par de días. Allí dentro he visto pasar los engendros más asquerosos que este mundo ha tenido a mal en dejar caer por esta podrida ciudad. He tenido tiempo para pensar en muchas cosas. Sigo convencido de que mi constante lucha es la manera correcta de vivir. La humanidad completa sigue equivocada en sus valores y no cambiará jamás, porque no desea cambiar. En esta labor deberíamos estar unidos los que, como yo, comprendemos lo que está ocurriendo.

Este hilo de reflexión me lleva a pensar en el discípulo que me ha traicionado. Sé que fue él quien asesinó a esa mujer. Ha sido él quien ha hecho que acabe con los huesos en este estercolero de humanidad. Tengo que encontrarle. Es peor que el resto de la gente. No se conforma con una existencia inmunda. Quiere machacarme. Quiere evitar que haga mi labor. Tengo que matarle. Tengo que acabar con él.

Llevo horas pensando. Necesito saber quién es. Sabe dónde vivo. Me ha visto con Marta. Me conoce, me ha estudiado. De alguna manera tengo que haberle visto yo también. Quizá algún vecino. Tal vez alguien me ha visto pasear por el parque. He llegado a pensar hasta en mi querido inspector. Quién sabe. Detrás de la fachada más pacífica, a veces puedes encontrar sorpresas.

Estas reflexiones golpean incesantemente mi cabeza mientras espero mi salida de este agujero. Según comenta mi abogado saldré de aquí dentro de un rato. No han encontrado ninguna prueba. El cuchillo que llevaba no tenía ningún rastro de la víctima. Mis ropas no estaban manchadas de sangre. Básicamente se han dado cuenta de que no fui yo. Sería absurdo estar allí después del asesinato. Espero el momento de llegar a casa. Llamaré a Marta. No he querido hablar con ella estos días. No quiero que me vea de esta manera.

Las horas pasan interminables en mi celda hasta que, por fin, me permiten la salida. El juez no encuentra culpa en mí y salgo en libertad, sin cargos. Eso sí, a la salida la primera persona que me encuentro es mi querido amigo el inspector de policía. Se acerca a mí, despacio. Me mira. No me dice nada. Ambos nos miramos a los ojos. Dejamos que pase el tiempo, en silencio. Estoy a punto de mandarle a la mierda cuando se gira y, sin decir ni pío, dirige sus pasos hacia un coche aparcado junto a mí. Arranca. Lo veo alejarse entre el tráfico.

Decido ir en transporte público hasta mi casa. Allí, rodeado de toda esa gente me agobio. Comienzo a mirar a todos, uno a uno. Intento grabar sus caras en mi memoria. Pienso que alguno de ellos es mi discípulo, mi Judas personal. No puedo evitar la analogía con la historia cristiana de Jesús. Soy un Dios incomprendido y ya tengo mi traidor. Salgo del metro y dirijo mis pasos hacia mi casa. Entro en el portal y camino hasta el buzón. Espero ver dentro una nota de Judas. Abro el buzón lentamente. Hay varias cartas con membretes de bancos y publicidad. Entre ellas, un sobre blanco, inmaculado, sin dirección ni remite. Lo abro. Leo la nota que hay en su interior: “No me lo tomes a mal, maestro. ¿Te gustó mi obra? Por cierto, no me busques en el metro. Yo nunca viajo en metro.”. La rabia se apodera de mí. Arrugo con mis manos el papel y aprieto los dientes con furia. Te cogeré, Judas, pero esta vez yo seré quien te ahorque a ti, traidor.

Día 39

Tras dos días intensos decido dormir hasta tarde hoy. Ayer pude hablar con mi jefe y pedir un día libre. Necesito descansar y reflexionar. Paso gran parte de la mañana en la cama. No hago nada. Sólo pienso. Casi a mediodía me doy una ducha. Dentro de un rato saldré a comer. He quedado c on Marta. Hace varios días que no la veo. Ayer hable con ella por teléfono. La encontré bastante rara. No la culpo. Espero poder tranquilizarla.

Salgo de casa. Camino hasta una parada de autobús cercana. Espero paciente. Hace bastante frío. Subo la cremallera de mi chaqueta y meto las manos en los bolsillos. Una suave lluvia empapa despacio las calles. El otoño, el más frío del siglo, parece haberse instalado definitivamente en la ciudad. Una hilera de paraguas desfila delante de mis narices. La parada está repleta de gente esperando. Por fin aparece el esperado autobús. El tropel de gente sube de manera anárquica. Qué asco de humanidad.

El restaurante italiano donde he quedado con Marta está lleno de gente. La mayoría de ellos son trabajadores de empresas con oficinas en los edificios cercanos. Se creen grandes hombre que trabajan en grandes edificios, rascacielos. El centro de negocios de la capital está repleto de estos aprendices de empresarios. Ella y yo nos sentamos en una de las pocas mesas vacías que quedan. Agarra mi mano y me mira con cariño. Pensé que su actitud sería algo más distante. Sin embargo ella se muestra cercana y agradable. Hablo de lo que ha pasado en estos últimos días. La explico que todo fue una confusión, una equivocación desafortunada de la policía. Ella escucha y asiente. Poco a poco veo desaparecer la sonrisa de su rostro.

La conversación casi se vuelve un monólogo en el que yo cuento algunas de las cosas que vi mientras estaba encarcelado. Pasamos casi dos horas hablando. Marta casi no abre la boca. Se limita a asentir y sujetar mi mano con fuerza. Me resulta un tanto extraño su silencio. Terminamos de comer y la acompaño un rato hasta su trabajo. Estamos a punto de llegar. De repente ella se para y me mira. – Alguien llamó anoche a mi casa. No me dijo su nombre. Sólo que tú sabrías quién era. Me dijo que me contarías exactamente esto que me acabas de contar. También me dijo que omitirías algunos detalles, como el del cuchillo. ¿Qué hacías tú con un cuchillo allí?

Ambos nos quedamos un rato en silencio. Intento explicarme. Intento decir que todo fue una coincidencia, pero Marta niega con la cabeza. – Lo siento mucho, – dice, casi en un susurro – pero creo que prefiero estar una temporada sin verte. Lo siento.

Ella se aleja caminando. Quedo allí, de pie, inmóvil, durante varios segundos. Ira. Rabia. Odio. Enfurecido giro sobre mis talones y comienzo a caminar sin importarme la dirección. Ese maldito bastardo me está robando la vida. Me roba a Marta. Juro que lo pagará caro. Muy caro.

Paso varias horas caminando sin cesar, sin rumbo fijo. Finalmente llego hasta mi casa. Entro en el portal y busco en el buzón. Espero encontrar una carta, una nota de mi Judas personal, pero esta vez no hay nada. Nada. Vacío. Mierda. Aprieto los puños con fuerza. Cierro los ojos. Mi cuerpo tiembla desbordante de ira. Subo a mi apartamento. Cierro la puerta tras de mí. Golpeo con fuerza una pared blanca, cerca de la entrada. Mi mano empieza a sangrar. No será lo único que sangre hoy.

Día 40

No ver una nota en el buzón me ha sacado de mis casillas. Ese maldito Judas ha conseguido desesperarme hoy. Marta no quiere verme, por lo menos en una temporada. Es increíble. No puedo saber por qué. Supongo que han ocurrido demasiadas cosas en poco tiempo. Ella debe cuidar de su vida, de su hijo. Yo debo empezar a cuidar de mí.