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Ella permanece callada. – Tengo que dejarte ahora -, me dice. Cuelga. Sigo caminado despacio. Tardo casi dos horas en llegar a mi casa. La oscuridad ha caído sobre la ciudad. Aún hay bastante gente por las calles. Madrid tarda mucho en irse a dormir. Dudo, incluso, que alguna vez duerma.

Llego al portal de mi casa. Arrastro mis pies hasta el buzón. Recojo la correspondencia. Propaganda y alguna factura. Nada más. No sí si sentirme aliviado o no. Casi estoy deseando encontrarme con Judas y devolverle sus 30 monedas. Abro la puerta de mi casa. Entro. Enciendo la luz. Allí, a unos cuantos centímetros de la puerta hay un sobre blanco. Sé lo que es. Lo sé antes de leerlo. Esta vez ha metido el sobre por debajo de la puerta de mi casa. Ha estado al otro lado de esta puerta. Abro el sobre. En su interior, impresa en blanco y negro, la foto de Marta junto a la cama de hospital. Al dorso, escrito a mano, con tinta negra: “No supiste hacer bien tu trabajo maestro. Ahora él está vivo. Puede reconocerte. Y ella está con él. ¿Qué harás al respecto?”.

Día 42

De copas. La empresa ha tenido una genial idea hoy: invitar a sus empleados a una gran comida y después llevarlos de copas por Madrid. Tengo que pasar un montón de horas rodeado de estos tipos grises, monótonos, angustiados. Una reunión social de empresa. Una demostración más de lo triste que puede resultar el ser humano en determinadas circunstancias. En la mayoría de circunstancias.

Algunos, los más astutos, consiguen escaparse con algunas tretas que me dejan asombrado. Ponen excusas como ir al médico o que su mujer está enferma. Joder, uno ha dicho que tiene al perro solo en casa. Yo, sin embargo, iré. No podría inventar una excusa tan mala como la del perro de mi compañero. Tendré que aguantarles.

Varios de los empleados, o más bien debería decir acólitos de los jefes, no han dejado de sonreír desde que llegáramos al restaurante. Es bastante penoso verles arrastrados por el suelo, sobre el fango, intentando conseguir la aceptación, el beneplácito, de s us superiores. “Llegarás lejos en esta empresa”, le afirma un subdirector a un pobre currante lameculos. La pena ha sido ver la cara del lameculos, su sonrisa de satisfacción, su aire de poder, desde el momento en el que ha sido bendecido con tan altas palabras.

No recibo ningún tipo de arenga inspiradora para mi vida. Mi cabeza está bastante alejada de este entorno. Algunos de mis compañeros aún piensan que mi comportamiento, raro para ellos, se debe al doloroso golpe sufrido tras la muerte de Lorena. Nadie sabe lo de mi encarcelamiento temporal. Todos piensan que fue una gripe lo que me mantuvo en cama durante tres días. Miro alrededor. Cerca de mí hay un par de chicas guapas, de esas con cuerpos preciosos. Toda la empresa ha soñado con tirárselas alguna vez. La mayoría de mis compañeros se masturban pensando en ellas. Tienen fantasías en las que se las follan en una sala de reuniones vacía, o incluso en el ascensor. Algunos hasta te lo cuentan. Ellas nunca hablan de ese modo, pero sus mentes también imaginan sexo con sus compañeros. Supongo que la humanidad jamás podrá desprenderse de su ascendencia simia.

Después de la comida nos dirigimos a un bar, a tomar alguna copa. Allí, de pie, se forman varios grupos de conversación. Yo hablo con tres de mis compañeros más allegados. Tonterías, gilipolleces. Las dos guapas están rodeadas de varios tipos, casi ya borrachos. La escena es patética. Una de ellas es nueva y varios de ellos intentan hacerse los graciosos. Me ponen enfermo.

Miro hacia otro lado. Allí la escena no mejora. Los jefes beben grandes copas mientras sonríen con satisfacción. Se creen superiores. Alguno de ellos habla por el móvil. “Sí cariño sí, luego te veo en casa. Te quiero”, oigo decir a uno de ellos que lleva todo el rato mirando las tetas a su secretaria.

Ninguna de las conversaciones me interesa lo más mínimo. Estoy a punto de irme. De repente, en la conversación de al lado oigo algo interesante. “¿Habéis oído la noticia? El tipo que estaba en coma ha despertado”. Lo está diciendo uno del departamento de informática. Esa gente suele pasarse el día navegando por páginas, aburridos, esperando que ocurra algo interesante. Seguramente será verdad. Mierda.

Decido despedirme de mis compañeros e irme. Tengo que pensar qué hacer. Debería ir al hospital y acabar con él definitivamente. Pero no sé en qué hospital está. Creo que la noticia que leí no lo decía. Tendré que buscar esa información. Llego a mi casa, dispuesto a buscar en Internet todo lo necesario. Dentro de mi casa vuelvo a ver un sobre cerrado en el suelo, junto a la puerta. Lo abro. En su interior sólo hay escrito el nombre de un hospital, y un número de habitación. Judas hace sus deberes mejor que yo, por lo que veo.

Día 43

El trayecto en taxi, aunque corto en distancia, se ha hecho eterno. El taxista, un hombre delgado, completamente calvo, de mediana edad, ha resultado ser uno de esos tipos que tienen la extraña virtud de hacer que un viaje de veinte minutos se convierta en una pesadilla. Ha tenido a bien en compartir conmigo sus problemas familiares y económicos. También ha decidido arreglar la política del país e instaurar, mentalmente, la pena de muerte para la mayoría de delincuentes.

Por fin he podido llegar al hospital. En la habitación 416 está mi objetivo. Aún no tengo muy claro cómo debo hacerlo. Primero quiero observar la situación. Paso frente al mostrador de recepción con la seguridad de un hombre que sabe a dónde va, o que lo hace a menudo. Subo hasta la cuarta planta. Doy un paseo por el pasillo, revisando todos los números de habitación. La mayoría de las puertas están cerradas. Llego a la 416. Miro. La puerta está abierta. No se oye ninguna conversación en su interior. Me detengo. De repente, detrás de mí, una voz conocida. Me giro. Allí está Marta, mirándome extrañada.

– ¿Qué haces aquí? – Pregunta con voz firme.

– Hola Marta. Te estaba buscando. Necesitaba hablar contigo. Suponía que podría encontrarte aquí, junto a él. – Miento. Acabo de inventar una mentira. Iba a matar a tu ex marido, Marta. Lo iba a asesinar para que no pudiera reconocerme. Para que no pudiera decirle a nadie que aplasté su cráneo contra la acera, porque le confundí con un maldito loco que pretende acabar conmigo.

– Dime qué coño haces aquí. Eres un gilipollas.

– Marta, tienes que escucharme. He venido para explicarte qué está pasando. Alguien quiere hacerme daño, y a ti también. Por eso te llamaron por teléfono. Alguien, no sé quién, quiere apartarme de ti, de todo lo que tengo. Y creo que es la misma persona que le hizo esto a él.

– Él no recuerda nada de lo que pasó. Los golpes le impiden recordar. ¿De qué me estás hablando? Estoy harta de ti y de todo esto. No quiero volver a verte nunca más. Si te vuelvo a ver cerca de mí, llamaré a la policía.

– Pero yo intento ayudarte.

– Vete. Vete de aquí. Para siempre.

Ella entra en la habitación. Me quedo allí, de pié, solo. Espero unos segundos. Doy media vuelta y me dirijo a la salida. Ya no tengo mucho más que hacer allí. Por lo menos sé que él no se acuerda de nada. Pero la he perdido. Para siempre. La he perdido para siempre. Salgo del hospital caminando. Voy hasta una parada de taxis. Subo en uno. Quiero ir al cementerio. Necesito ver a mi madre. Hablar con ella. Ella sabrá guiarme. Ella sabrá lo que tengo que hacer.

Permanezco casi una hora junto a la tumba de la única persona que no me falló en mi vida. A la salida paso frente a la tienda de flores. Hay alguien en su interior. Tiene el mismo nombre. Entro. Es otra chica joven. También es atractiva. Me mira. Mira su reloj. Entiendo que está a punto de cerrar. Son casi las ocho de la tarde. La miro. Tiene cierto parecido con la anterior dependienta. Creo que son hermanas. No digo nada. Doy media vuelta y salgo por la puerta. Puedo ver su cara desconcertada al salir por la puerta.