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Paso delante del quiosco. El joven vendedor de prensa me saluda con la cabeza. No parece hacerme demasiado caso. Me acerco. Busco con la mirada los titulares de la prensa del día. Un par de periódicos de tirada nacional sacan en primera página la noticia de la muerte de un hombre ayer, por la tarde, en un conocido parque público madrileño. Compro un par de ejemplares. El chico está bastante atareado colocando algunas revistas nuevas. Se interesa por mí, me pregunta qué tal estoy, aunque casi sin dirigirme la mirada. Realmente yo sé que no le intereso nada. Sólo está siendo amable porque no quiere que le compre periódicos a otro. Él mira por su negocio. Yo miro por mí. Le respondo cortés. Pago. Doy media vuelta y me voy.

Llego al trabajo caminando. Mi aspecto físico es deplorable. Llevo un par de días sin afeitar y visto la misma ropa que ayer. Tengo ojeras. Miro mi cara en el espejo del ascensor. Siento lástima de mí mismo. Conmigo sube una mujer, de mediana edad. Puedo oler su perfume. Está bien vestida. También sube un tipo trajeado. Lleva un maletín de la mano. Su traje está impecable, sin una arruga. Yo llevo unos pantalones vaqueros manchados, una camisa maloliente y una chaqueta sucia. Es la misma ropa con la que ayer asesiné a ese hombre en el parque. Ambos me miran con desprecio. Les miro. No digo nada. El ascensor emite un leve sonido cuando llega a mi planta.

Entro en mi oficina. La gente me mira extrañada. Imagino que mi aspecto, siempre tan cuidado, les sorprende. Cuando estoy llegando a mi mesa el jefe se acerca a mí. Quiere que vaya a su despacho. Maldita sea, seguramente tenga que aguantar una bronca por mi vestimenta. Entro. Allí está también el director de la oficina de Madrid. Lo sé todo antes de que me lo digan. La conversación dura poco. Me despiden. Me dan un cheque con el finiquito. No quieren volverme a ver. Dicen que no están contentos con mi rendimiento. Les miro a la cara. Escruto en su mirada. Veo odio. Me odian. Todo el mundo me odia.

Recojo algunas cosas de mi mesa. No me despido de nadie. Salgo por la puerta. No miro hacia atrás. No quiero saber nada de nadie, nunca más. La humanidad entera busca su propia destrucción. No confían en mí. Yo tampoco confiaré en vosotros.

De vuelta a mi casa recuerdo que me he quedado sin teléfono móvil. Judas hizo que lo rompiera lanzándolo contra el suelo. Compro otro. Mantendré el mismo número. Dedicaré todos mis esfuerzos a dar con él. Tengo que acabar con él. Después todo será distinto.

Día 46 (4 de la mañana)

Las noches pasan lentas, silenciosas, mientras me arrastro desde la cama hasta el baño, y de vuelta a la cama. Cierro los ojos. Intento dormir. Náuseas. Cada vez más fuertes. No lo puedo soportar más. Otra vez arrastro mi cuerpo hasta el retrete. Arcadas. Intento vomitar, sacar de mí esta parte que no me deja vivir, pero sólo consigo ese sabor amargo de la bilis. Amargura que denota mi autodestrucción. Mi final.

Llevo cuatro días encerrado en casa. Espero una solución, pero no llega. Intento mantener clara mi cabeza para ver la salida, pero no puedo buscarla. No soy capaz de dormir. El insomnio me impide pensar con claridad, y la ausencia de ideas me impide dormir. Estoy atrapado dentro de este cuerpo, antes perfecto, putrefacto ahora. Yo lo tenía todo. Todo. Os controlaba a todos. Podía arrebataros la vida, si quería. Podía dejaros seguir viviendo, si así lo deseaba. En cambio ahora estoy aquí, perdido, esperando mi muerte. La espero, sí. Espero que llegue con su velo negro, y me lleve con ella. Espero que obtener las respuestas en mi último viaje. Espero ver su calavera, su guadaña, saber reconocerla y aceptar mi fracaso.

Día 46 (6 de la mañana)

Veo la solución. Aún no he fracasado. No estoy perdido. Sé lo que tengo que hacer. Sé lo que debo hacer. Llevo varios días esperando una señal, algo que me indique el camino. Espero que Judas venga a mí. Estoy equivocado. Ahora lo veo. Ahora lo entiendo. Yo debo salir a buscarle. No debo dejar que me encuentre. Debo encontrarle yo a él.

Son las seis de la mañana. Aún es de noche. Me asomo a la ventana. Nadie pasea por la calle. La ciudad duerme. Si Judas está ahí fuera lo encontraré. Visto mi cuerpo con la primera ropa que encuentro tirada en el suelo. Busco mis armas en los cajones. Salgo a la calle. Debo caminar hasta encontrarle. No volveré a pisar mi casa hasta terminar con él.

Día 47

He pasado todo el día caminando, buscando. Todo el mundo es sospechoso, pero estoy seguro de que aún no lo he visto. Sé que cuando lo vea lo sabré. Imagino su rostro. Imagino un hombre fuerte, ojos inteligentes. Debe ser alguien especial. Casi ha podido conmigo, pero esta vez yo ganaré.

Son las once de la noche. Aún no he comido. No lo necesito. Tampoco dormir. Primero acabaré con mis propios demonios y luego acabaré con él. Sigo andando. Casi no hay nadie por las calles. Pero él está ahí, seguro. Me paro en un cruce. Son pequeñas callejuelas cerca del centro. Cerca del bar donde murió la camarera. Espero. Permanezco allí, quieto, expectante.

Dejo pasar los minutos. Tal vez las horas. El tiempo es algo completamente ajeno a mí. Mi móvil vibra en mi bolsillo. Miro la pantalla. Es un número desconocido. Descuelgo.

– ¿Diga?

– Deberías abrigarte. Estas noches son frías.

– Maldito seas Judas. – Maldigo su nombre. Maldigo el momento en el que nació. – Voy a acabar contigo. – Susurro.

– Puede ser, maestro. Si no acabo contigo yo antes. Tienes mal aspecto. Ya te lo dije la última vez. No te cuidas…

Miro alrededor. Él tiene que estar cerca. Tiene que estar muy cerca. Las calles están vacías. A lo lejos veo pasar una figura. Distingo el cuerpo de una mujer. No, no puede ser. Él es un hombre. Pero allí no hay nadie. Vuelvo a escuchar a través del teléfono.

– Dónde estás. – Digo con rabia.

– No pensarás que soy tan tonto como para decirlo, ¿verdad?

Camino desesperadamente. Voy hasta otra calle. No hay nadie. Vuelvo. Al pasar junto a un coche veo la figura de un hombre en su interior. Está hablando con un móvil. Le miro. Me mira. Cuelga el teléfono. Se queda paralizado. Me doy cuenta de que llevo mi cuchillo en la mano. Debo haberlo sacado inconscientemente. Dejo caer el teléfono y me lanzo hacia la puerta del conductor. Él intenta arrancar el coche. Soy mucho más rápido. Abro la puerta. Forcejeamos. Él no dice nada. Intenta golpearme. Meto medio cuerpo en el coche. Mi mano izquierda sujeta la suya. Estoy casi a horcajadas sobre él. Mi mano derecha se acerca a su costado.

Emite un pequeño gruñido. Empujo el cuchillo hacia dentro. Noto la sangre caliente manar de su herida. Intenta forcejear, esta vez con menos fuerza. El movimiento hace que mi cuchillo le cause destrozos internamente. De repente queda paralizado. Lo miro. Saco mi cuchillo de su costado. Lo acerco a su cuello. Acabo el trabajo.

Es él. Es Judas. Lo sé. Ante mí veo un hombre muerto, degollado, acuchillado. Veo mi mal, mi enemigo muerto. Mi victoria. Salgo del coche. Corro. Estoy empapado en sangre. Debo correr hasta mi casa. Mientras corro imagino mi nueva vida. Quiero gritar de alegría. Mañana podré ser yo mismo otra vez. Sigo corriendo con el cuchillo en mi mano, sumido en mis propios pensamientos. Un dolor intenso llena mi cabeza. Caigo al suelo. Casi no puedo ver qué ocurre a mi alrededor. Golpes. Dolor. Luces azules. Un tipo me grita. Sujetan con fuerza mis manos. Doy una patada a mi atacante. Es lo último que recuerdo.

Despierto. No sé dónde estoy. Una habitación. Dos tipos con uniformes de policía están en la puerta. Un tipo con bata comenta algo a los dos hombres. Estoy esposado a la cama.

– ¿Que hago aquí? ¿Qué ha pasado?

– Estás detenido, hijo de puta. Por asesinato. Cierra la puta boca. Cuando salgas del hospital irás directo al calabozo. Estás perdido, jodido asesino psicópata.