Me mira. Sonríe y saluda. Yo respondo al saludo. Está robando mi espacio, mi vida. Quiero estar allí. Quiero estar sólo junto a ese río. Sentado en esas rocas. No quiero oír la voz del niño gritando. Quiero escuchar el agua caer por esa cascada de dos metros de altura. Estoy furioso. El niño se aleja un poco. El padre enseguida le grita para que no se aleje. Tiene miedo de que caiga por la pequeña cascada. El pequeño tendrá unos diez años. Se acerca al borde y, riendo, comienza a orinar. Miro al padre. Se ríe. Niños, me dice. Gilipollas. Niños, digo yo.
Espero sentado sobre las rocas. Dejo pasar el tiempo observando, meditando. Estoy cada vez más desquiciado. Necesito estar allí yo solo. Es mi puto sitio. Gordo de mierda. Espero. El padre se levanta. Creo que va a remojarse los pies en el río. Es el momento. Lo sé. Tengo que hacerlo. Niño, voy a asesinar a tu padre. Me quito la camiseta. La dejo caer en el río. Es perfecto. La corriente la arrastra hasta donde está el gordo. Me levanto y ando rápido hasta ahí. El gordo se gira. Ve la camiseta y me mira. No te preocupes, yo la paro, me dice sonriendo. Se agacha para recogerla. Muchas gracias, cabrón, pienso mientras me abalanzo sobre él. Le empujo. Pierde el equilibrio y cae de espaldas sobre el agua. Me mira asustado. Creo que intenta balbucear algo pero le entra agua en la boca. Cojo una roca redondeada del fondo del río y golpeo su cabeza con todas mis fuerzas. Oigo crujir algún hueso del cráneo.
Sigue vivo. Vuelvo a golpear. La sangre me salpica. Golpeo. Golpeo. Siempre en la cabeza. Crujir de huesos. Golpeo. Le miro. No se mueve. Sumerjo su cabeza en el agua y espero. Un minuto. Dos minutos. Está muerto.
El niño ha visto toda la escena. Está a un par de metros de mí. Paralizado. Me acerco a él con la roca en la mano. Es incapaz de correr. Basta un solo golpe. Cae desplomado. Hundo su cabeza en el agua. Me aseguro: está muerto. Empujo los dos cuerpos. Caen por la cascada. Dejo caer la piedra resbalando junto al torrente de agua. Recojo mi camiseta. Ahora podré descansar tranquilo. Me siento junto al río y disfruto de un gran día de campo.
Día 18
El andén del metro vuelve a estar abarrotado. No recordaba que hoy los niños vuelven a las clases después de las vacaciones de verano. Espero al metro. Estoy rodeado de decenas de personas en este andén sucio, maloliente. Es asqueroso. A mi lado, como siempre, un tipo sudoroso, mal vestido, mal afeitado. Joder, es lunes y ya lleva la camiseta sucia. ¿Es que no lo veis? ¿Nadie más lo ve? Estáis todos ciegos. No veis lo que está pasando. El mundo se está poblando de esta mutación de la especie humana. Náuseas. La mutación comienza a toser. Oigo como carraspea y absorbe el contenido de su sucia nariz.
No puedo evitar sentir asco por todos vosotros. Por fin llega el metro. Subimos. Estamos apretados. Miro alrededor. Es increíble. Veo la cara sonriente de un tipo rubio, algo más alto que los demás. Mira con complicidad al hombre que tiene a su lado. Es más bajo que él y completamente moreno. No parecen de este país. Los dos dirigen la mirada hacia la chica morena que tienen justo delante. El tipo rubio acerca su pelvis contra ella, contra su culo. Puto cerdo. Pone como excusa la falta de espacio. Ella consigue girarse. Los dos cabrones ríen. Me dan asco. Miro para otro lado. Un par de niños no paran de hablar a gritos. Es su primer día de escuela este curso. Intentan hacerse notar. Futuro oscuro para la raza humana.
Intento concentrarme en otra cosa. No estoy allí metido. No quiero estar allí metido. El puto rubio sigue molestando a la chica. El otro le ríe las gracias. Llegamos a una estación. Los dos extranjeros bajan del vagón, empujando a varias personas. Miro mi reloj. Les miro. Intento guardar cada gesto, cada rasgo de sus caras. Es posible que nos volvamos a ver.
Dejo pasar los minutos. El metro se detiene en mi parada. Bajo. Salgo a la calle. Me siento aliviado. Camino hasta la oficina. Dejo algunas cosas sobre mi mesa y me dirijo directamente a tomar un café. Allí hay varias personas. Están hablando de un accidente. Parece ser, me comentan, que ayer ocurrió un accidente mortal en un paraje cercano a un río. Un padre y su hijo. Ambos fallecieron. La policía cree que el hijo cayó por una cascada y el padre, al intentar salvarlo se precipitó detrás. Es una lástima. A mi mi padre jamás me llevó a pasar un día al campo. Quizá por eso estoy vivo.
Día 19
Un día anodino, como tantos otros. Llego a casa muy tarde del trabajo. Estoy harto de la gente. Me siento en el sillón. De repente recuerdo la noche con la dependienta de la tienda de flores. Ella no me interesa en absoluto. A mi cabeza viene la figura de la camarera. Recuerdo su mirada, observándome cuando salía del baño. Ella estaba deseando estar ahí dentro, conmigo. Sonrío. Me levanto del sillón. Decido ir hasta ese bar. Miro el reloj. Aún tengo tiempo, así que me doy una ducha tranquilamente. Me visto. Salgo de casa. Me dirijo hacia ese local.
Cuando llegué era casi la media noche. Entro. Sólo hay un par de personas en todo el bar. La camarera está apoyada en la barra, aburrida. Me acerco despacio, con calma. Ella me mira. Me reconoce. Se incorpora. Sonríe. El follador del baño, me dice. Yo también sonrío. La pena es que no fuiste tú, digo. Ella, sin preguntarme, me sirve una cerveza. Yo no suelo beber demasiado, pero haré una excepción. Doy un par de tragos. No hablamos. Escuchamos la música. Ambos sabemos lo que queremos. Ella quiere hacerlo conmigo. Yo quiero que muera. Los dos últimos clientes salen del bar. Nos quedamos solos.
Ella sale de la barra y baja el cierre la puerta. Recoge algunos vasos y contonea sus caderas delante de mí. Intenta provocarme. Se acerca a mí. Deja los vasos sucios en la barra con un movimiento insinuante. Zorra. Su pecho roza mi mano. La miro. La agarro por la cintura. Su boca está a un centímetro de la mía. Nos besamos. Pasión. Calor. Sexo. Ella comienza a acariciarme con su mano. Empiezo a acariciar cada centímetro de su cuerpo. Cierra los ojos. Se deja llevar. Mi lengua recorre su cuello. Chupo suavemente el lóbulo de su oreja. Gime. Con mi mano derecha agarro con fuerza la cerveza que me ha servido. Levanto el brazo y antes de que pueda darse cuenta de lo que está pasando la golpeo con brutalidad. La botella se rompe en su cabeza. Comienza a sangrar. Cae al suelo. No está inconsciente, pero está bastante atontada. Coloco una rodilla sobre su espalda, sujetando con mi peso ambas manos. No puede moverse. Agarro su cabeza y corto su cuello con un trozo de vidrio roto. Aún está viva. Espero. Su sangre comienza a manar del corte. Veo alguna lágrima en sus ojos. Es guapa. Tiene unos ojos bonitos. Su cara pierde expresividad. La sangre sale con menos fuerza de la herida.
Me levanto. Recojo los cristales con cuidado. No quiero que me detengan por esta zorra. Busco un vaso y los guardo dentro. Los tiraré lejos. Espero a que no haya nadie para salir. Abro con cuidado y salgo. Dejo la puerta abierta. Tiro los restos de cristal en un contenedor de vidrio que encuentro después de un rato andando. Hay que salvar el mundo, pienso. Me prometo a mí mismo que tendría que salir menos por los bares. Hay gente muy peligrosa por ahí.
Día 20
La mayoría de los periódicos no llegaron a mostrar la noticia en sus ediciones impresas. No obstante, sus correspondientes versiones digitales comentan el asesinato de la camarera como algo horroroso. Terrible. Joder, lo ponen como si fuera el fin del mundo. Son unos patéticos inútiles. No tienen otra cosa con qué alarmarse y deciden hacerlo con tres muertos. En el mundo mueren al día muchas más personas. O quizá no. Quizá personas mueren pocas, o ninguna. Trozos de carne, mutaciones, engendros que jamás debieron salir del vientre de sus madres.
Llego al trabajo pronto. Tengo muchas tareas acumuladas y mi estúpido jefe no deja de molestar mis oídos con su asquerosa voz. Intento concentrarme, pero no dejo de escuchar a la gente hablar. Hablan y hablan. Gritan. Comentan. Todos están aterrorizados. Tres tipos a los que creo que jamás había visto hasta hoy se acercan a la mesa de mi compañero. Miran las fotos de prensa de la camarera degollada. Qué horror, masculla alguno. ¿Cómo puede alguien hacer algo así?, dice un capullo con camisa y corbata. Mamón. Tu madre hizo algo peor. Te parió.