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Abrió la portezuela del extintor. Detrás del tubo rojo estaba la llave. La cogió con una sonrisa en los labios martirizados y fue a abrir la puerta. La hoja se deslizó hacia el interior sin chirridos.

Un paso y estuvo dentro.

La poca luz que penetraba desde el exterior a través de los vidrios superiores, en los cuatro lados del almacén, dejaba ver el espacio ocupado por herramientas y maquinaria. Cascos de protección, monos colgados en ganchos, dos hormigoneras de diferente tamaño. A la izquierda había un largo banco de trabajo lleno de instrumentos para la labor en hierro y madera.

El calor húmedo, el olor y la penumbra le eran familiares. Hierro, cemento, madera, cal, cartón enyesado, lubricante. Un vago hedor a cuerpo sudado de los monos de trabajo colgados. Todo familiar. En cambio, el sabor que sentía en la boca era del todo nuevo. Era el regusto ácido de la laceración, la regurgitación de todo lo que le habían quitado. La vida de cada día, el afecto, el amor. El poco amor que había conocido cuando Karen le enseñó qué era lo que merecía tal nombre.

Avanzó en la semioscuridad hacia una puerta a la derecha, cuidando dónde poner los pies. Hizo un esfuerzo por no pensar que ese lugar áspero y anguloso había sido para él todo lo que el resto de muchachos tenían en su casa, con paredes recién pintadas y un coche en el garaje.

Encontró el único cuarto del almacén, a un lado del local, pegado como un molusco a las rocas. Tenía una sola ventana, protegida por rejas. En un rincón la cocina, en el otro el cuarto de baño. Era todo lo que daba forma al que había sido su domicilio habitual. Cuando había sido guardián, obrero y único inquilino.

Llegó a la puerta y la empujó.

Y la sorpresa lo dejó con la boca abierta.

Allí las formas eran más nítidas. La luz de las farolas del aparcamiento entraba por la ventana y enviaba a casi todas las sombras a refugiarse en los rincones.

La habitación estaba en perfecto orden, como si no se hubiera ido años antes, como si se hubiera ausentado hacía poco rato. En el aire no había rastros de polvo en suspensión, y se advertían señales de una minuciosa limpieza reciente. Sólo el catre estaba cubierto con una tela de plástico transparente.

Estaba por dar un nuevo paso en su viejo hogar cuando de golpe sintió que algo se deslizaba entre sus piernas. De inmediato, una silueta oscura saltó sobre la cama haciendo crujir el plástico que la recubría.

Cerró la puerta y se acercó a la mesilla de noche para encender la lámpara de lectura. La iluminación tenue que se añadió a la de la ventana reveló el morro de un gran gato negro. Lo miraba con dos enormes ojos verdes.

– ¡Walzer, por Dios, todavía estás aquí!

El animal se le acercó sin temor, lentamente, para olerlo y reconocerlo. Él extendió la mano para cogerlo y el minino se dejó hacer. Se sentó en la cama y lo puso en las rodillas. Empezó a rascarlo con delicadeza en el cogote y el felino empezó a ronronear como él esperaba.

– Todavía te gusta, ¿eh? Eres el mismo filósofo regalón de siempre.

Mientras lo acariciaba, con la otra mano llegó al punto donde debería estar la pata derecha posterior.

– Veo que durante este tiempo no te ha crecido.

Había una historia extraña relacionada con el nombre de ese gato. Wendell estaba haciendo una reparación que le había encargado Ben en Casa de la doctora Paterson, la veterinaria. Entonces había llegado una pareja con un gatito envuelto en una frazada ensangrentada. Explicaron que un gran perro había entrado en su jardín y lo había mordido con saña en una pata, tal vez haciéndole pagar la culpa de existir. La doctora se había ocupado del gato y lo había operado enseguida, pero no había sido posible salvarle la pata. Cuando la doctora salió del quirófano y se lo explicó a los dueños, los dos se habían mirado con desazón.

Después, esa mujer, una tía sin gracia que vestía un twin-set azul celeste y que trataba de corregir con color unos labios demasiado finos, le había dicho a la veterinaria con tono de duda:

– ¿Dice que sin una pata?

Y se había vuelto hacia el hombre que la acompañaba buscando confirmación.

– ¿Qué opinas, Sam?

El hombre había hecho un gesto impreciso.

– Bueno, es seguro que el pobre sufrirá mucho sin una pata. Será un inválido. Tal vez en este caso sería mejor… -Había dejado la frase sin concluir.

La doctora Paterson lo había mirado con aire de interrogación, agregando la palabra que el hombre no había pronunciado:

– ¿Sacrificarlo?

Los dos se habían consultado con miradas de alivio, satisfechos de haber encontrado confirmación profesional de esa solución, que en realidad ya habían decidido.

– Veo que usted está de acuerdo, doctora. Entonces hágalo. No sufrirá, ¿verdad?

En ese momento los ojos azul claro de la veterinaria eran de hielo, y tenía la voz recubierta de escarcha. Pero esos dos tenían demasiada prisa por irse como para percatarse de lo que pasaba.

– No, no sufrirá.

Habían pagado y se habían largado un poco más deprisa de lo que cabía esperar, cerrando con cuidado la puerta. A continuación un coche que se marchaba confirmó la condena del pobre gatito. Él había asistido a la escena sin dejar de trabajar. Después de que se fueran, había dejado el yeso que estaba mezclando y se había acercado a Claudine Paterson. Los dos estaban blancos, ella por la bata y él por el yeso en el mono de trabajo.

– No lo mate, doctora. Yo me lo quedaré.

Ella lo había mirado sin pronunciar palabra. Sus ojos lo escrutaron largamente antes de responder sólo dos palabras:

– De acuerdo.

Y se dio la vuelta para entrar de nuevo en la consulta, dejándolo solo y amo de un gato de tres patas. De allí había nacido su nombre, Walzer. Guando fue creciendo, su modo de caminar le recordaba el compás del vals: un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres…

Y Walzer se quedó.

Estaba por apartar al gato, que seguía ronroneando tranquilamente a su lado, cuando de golpe alguien abrió la puerta de una patada. Walzer se asustó, y con un ágil salto sobre sus tres patas corrió a refugiarse bajo la cama. Una voz autoritaria se expandió por la habitación y entró en lo que quedaba de las orejas del joven.

– Seas quien seas, lo mejor que puedes hacer es salir con las manos a la vista y sin movimientos bruscos. Tengo un fusil y no vacilaré en usarlo.

Por un instante se quedó inmóvil.

Después se levantó sin decir palabra, dirigiéndose hacia la puerta con calma. Antes de llegar al umbral iluminado levantó los brazos. Era el único movimiento que todavía le provocaba un poco de dolor.