– Siéntese. ¿Quiere un café?
Russell se hundió en un cómodo sillón.
– Gracias. He pasado la noche en una celda. Un café me vendría muy bien.
El viejo pareció apreciar la sinceridad de Russell. Se volvió hacia una puerta en la otra parte del salón, donde se vislumbraba la cocina.
– María.
Una muchacha morena y de piel olivácea se asomó a la puerta. Era joven y más bien bonita, y Russell comprendió de dónde venía el comentario malicioso del sheriff sobre su anfitrión.
– ¿Nos preparas un café?
La muchacha volvió a la cocina sin decir nada. El viejo se sentó en otro sillón frente a Russell. Cruzó las piernas y lo miró con curiosidad.
– ¿Quién lo detuvo?
– Un agente del sheriff, en la carretera.
– ¿Uno grandote, con la cara picada de viruelas y pinta de cowboy que perdió la vacas?
– Así es.
El viejo hizo un gesto con la cabeza, con la expresión de quien recuerda hechos desagradables.
– Lou Ingraham. Para él, el mundo termina en los límites del condado. No le gustan los forasteros y no pierde la ocasión de fastidiarlos. Tiene un historial significativo en ese sentido.
En ese momento María traía una bandeja con un termo de café, una jarra de leche y dos tazas. Lo puso todo en una mesita junto al sillón del viejo.
– Gracias, María. Puedes tomarte el día libre, me arreglaré.
La sonrisa de la muchacha iluminó el salón.
– Gracias, Ben.
Se alejó y desapareció por la puerta de la cocina, satisfecha por ese asueto inesperado. Russell entendió que la charla mundana de Shepard había servido para ganar tiempo, en espera de que se marchara alguien que podía ser indiscreto. Eso lo puso de buen humor, pero al mismo tiempo en guardia.
– ¿Cómo quiere el café?
– Solo y sin azúcar. Como ve, salgo barato.
Russell decidió tomar la iniciativa mientras el viejo servía el café.
– Señor Shepard. Primero hablaré yo. Si lo que digo es verdad, me permitiré formularle algunas preguntas. En caso contrario haré lo que me ha aconsejado usted: cogeré el coche y me iré por donde he venido.
– De acuerdo.
Russell empezó su exposición con cierta aprensión, dado que no estaba del todo seguro de que las cosas hubieran ocurrido de ese modo.
– Matt Corey trabajaba para usted y vivía en su nave-depósito. Tenía un gato, que por un capricho de la naturaleza o por obra de las personas, sólo tenía tres patas. El gato se llamaba Walzer.
Sacó la foto del muchacho con el felino y la puso en el regazo de Shepard. El viejo apenas movió la cabeza y la miró sin tocarla.
– En 1971 partió hacia Vietnam, destinado al Undécimo de Caballería Mecanizada. En Xuan-Loc se encontró con un muchacho llamado Wendell Johnson. Se hicieron amigos. Un día participaron en una operación que acabó en una carnicería; fueron los únicos supervivientes de su pelotón. Los hicieron prisioneros y el Vietcong los utilizó como escudos humanos durante un bombardeo.
Russell hizo una pausa, temiendo ir demasiado rápido. Vio que Shepard lo miraba con interés, quizá más atento a su actitud que a sus palabras.
– A pesar de que ellos estaban allí y nuestros hombres lo sabían, el bombardeo se produjo igualmente. Wendell Johnson y Matt Corey fueron alcanzados por el napalm. Uno fue pillado de lleno y murió carbonizado, el otro se salvó pero sufrió quemaduras gravísimas en todo el cuerpo. Después de un largo período de convalecencia y rehabilitación en un hospital militar, fue dado de alta. Sus condiciones eran de devastación total, tanto en el aspecto físico como en el psicológico.
Hizo una nueva pausa y advirtió que los dos contenían la respiración.
– Tengo razones para creer que, por un motivo que no entiendo, las placas de identificación fueron cambiadas o confundidas. Matt Corey fue declarado muerto y todos creyeron que el superviviente era Wendell Johnson. Y él, ya recuperado, no desmintió este cambio de identidad. No había fotos ni huellas digitales que pudieran demostrarlo. Su cuerpo estaba completamente desfigurado y tal vez ya no tuviera huellas digitales.
En el salón cayó el silencio. Ese silencio que evoca recuerdos y da lugar a la gravitación de los fantasmas. Ben Shepard permitió que una lágrima contenida durante muchos años se deslizara desde sus ojos hasta humedecer la foto.
– Señor Shepard…
El viejo lo interrumpió para mirarlo con unos ojos no corrompidos por la edad ni por los hombres.
– Llámame Ben.
Eso significaba que, por esa extraña química que a veces surge entre personas desconocidas, desde ese momento entre ellos no habría sólo palabras. A la luz de esa inesperada confianza, Russell formuló la pregunta con la voz más tranquila que pudo encontrar.
– Ben, ¿cuándo fue la última vez que viste a Matt Corey?
El viejo tardó una eternidad en responder.
– En el verano de 1972, inmediatamente después de que le dieran el alta en el hospital militar.
Una vez admitido eso, el viejo decidió servirse café también él. Cogió la taza y bebió un largo sorbo.
– Vino y me contó la misma historia que acabas de referirme. Después cogió el gato y se fue. Nunca más lo vi.
Russell consideró que Ben no era una persona capaz de mentir, pero que acababa de decirle una verdad a medias. Al mismo tiempo supo que si se equivocaba en cómo encarar el asunto, aquel hombre se cerraría como una ostra y no le sacaría nada más.
– ¿Sabes si Matt tenía un hijo?
– No.
El modo en que Ben se llevó la taza a los labios tras emitir el monosílabo fue demasiado precipitado. Russell pensó que la única posibilidad de avanzar era darle a entender que cualquier información que pudiese proporcionar era de vital importancia.
Y había un solo modo de hacerlo.
– Ben, sé que eres una persona honorable, en la mejor acepción del término. Y a esto apelo al decidir confiarte algo. Nunca te lo habría revelado si no fueras como eres.
Con la taza, Ben hizo un gesto de reconocimiento.
– Es una historia difícil de contar porque es difícil de creer.
Lo dijo para facilitar la comprensión del anciano, pero también para confirmar una vez más lo absurdo de todo aquello. Y la necesidad imperiosa de resolverlo.
– ¿Has seguido las noticias de los atentados en Nueva York?