Russell guardó silencio, esperando que su intuición fuese verdad.
– Un día, muchos años después de la partida de Karen y su hijo, llegó a la ciudad un espectáculo de variedades. Magos, cómicos, acróbatas, cosas por el estilo. Mi primo casi juró que entre ellos estaba Manuel Swanson, que es el nombre del chico de Karen. Te repito, habían pasado muchos años, pero la impresión que tuvo mi primo fue ésa. Incluso dijo que habría apostado algo, aunque no mucho. Me dijo que le preguntó si no se habían visto antes. El chico respondió que no, que era la primera vez en su vida que pisaba Chillicothe.
Russell se puso de pie, alisándose los pantalones de puro nerviosismo.
– Ya es algo, pero será necesaria una larga búsqueda. Me temo que no disponemos de tiempo.
– ¿Te ayudaría una foto de aquel tipo?
Russell lo miró, sorprendido.
– Sería de lo más útil.
– Espera.
Shepard se incorporó y cogió el inalámbrico que tenía sobre un mueble. Marcó un número y esperó.
– Homer, hola. Soy Ben.
Escuchó. Alguna preocupación al otro lado de la línea.
– No, no. Tranquilo. Esta noche me verás en la bolera. Te llamo por otro asunto, Homer.
Esperó a que el otro se calmase.
– Homer, ¿recuerdas la historia que me contaste hace años a propósito del joven Swanson y la compañía de variedades?
Russell no sabía adónde quería llegar Ben, pero esperó.
– ¿No conservas algo de ellos entre tus papeles?
La respuesta fue concisa, porque Ben replicó enseguida.
– Muy bien, entonces te mandaré una persona. Se llama Russell Wade. Ayúdalo en todo. Si no te fías de él, sabes que puedes fiarte de mí.
Quizás hubo protestas y un pedido de mayores explicaciones, pero Ben lo cortó:
– Hazlo y basta. Hasta luego, Homer.
Colgó y se volvió hacia Russell.
– Durante todos estos años mi primo ha conservado una copia de los carteles de los artistas que se presentaron en su teatro. Es una especie de colección que tiene. Creo que se propone escribir un libro, antes o después… Sí, Homer tiene el de la persona que buscas.
Shepard cogió un bloc y un bolígrafo de al lado del teléfono y anotó un nombre y una dirección. Se lo dio a Russell.
Ésta es su dirección. No puedo hacer más.
Russell cogió el papel y abrazó instintivamente a Ben Shepard. La sinceridad y la emoción del gesto mitigaron la sorpresa. Russell esperó que el desconsuelo también se mitigara cuando el anciano se quedara solo.
– Ben, debo irme. Te lo agradezco mucho.
– Lo sé. Y también sé que eres una buena persona. Te deseo la mayor suerte en todos los sentidos.
Shepard tenía los ojos húmedos otra vez, pero cuando se estrecharon la mano Russell sintió la del viejo firme y seca… un recuerdo para conservar muchos años. Cuando pensó esto, ya estaba atravesando el jardín hacia el coche.
Poco después, cuando programaba en el GPS la dirección que le había dado Ben, se dijo que él solo no podía procesar la información que tenía. Necesitaba una capacidad de investigación que sólo poseía la policía. Así pues, tendría que volver a Nueva York en el menor tiempo posible, una vez que obtuviera del tal Homer el material que necesitaba. Mientras enfilaba el coche hacia la ciudad no supo si la excitación que sentía provenía del descubrimiento que acababa de hacer o de que pronto volvería a ver a Vivien.
34
Por la ventana de la clínica, Vivien había visto la salida del sol y el lento nacimiento de un nuevo día. Para Greta no habría ese día. No existirían más amaneceres ni atardeceres, hasta el día de una resurrección en la cual a Vivien le era difícil creer. Apoyó la frente en el vidrio y sintió en la piel la humedad y el frío de la superficie. Cerró los ojos, soñando con despertarse en un tiempo y un lugar donde nada había sucedido: ella y su hermana serían niñas, felices como sólo los niños saben serlo. Poco antes, mientras le sostenía la mano y oía que el bip-bip-bip se hacía cada vez más lento, hasta transformarse en una línea verde y recta que llegaba desde la nada y conducía hacia la nada, en un instante había revivido todos los momentos de su vida junto a Greta, como sólo a las personas a punto de morir se les concede experimentarlo.
Pero, a pesar de que en el pasado había estado convencida de que ése era un privilegio reservado a los moribundos, para que tuvieran conciencia de la duración de la propia vida, en este caso la había encontrado absurdamente corta. Acaso porque la que quedaba con vida era ella y todo parecía frágil e inútil, con una sensación de vacío que no sabía cuánto le duraría.
Volvió junto a la cama y posó los labios en la frente de Greta. La piel era suave y tersa y las lágrimas de Vivien resbalaron por la sien hasta llegar a la almohada. Estiró la mano y apretó un botón junto a los mandos de la cama. Se oyó el zumbido del llamador. La puerta se abrió y entró una enfermera.
Una rápida ojeada al monitor y la mujer se dio cuenta de la situación. Cogió un teléfono del bolsillo de la bata y marcó un número.
– Doctor, ¿puede venir a la veintiocho, por favor?
Poco después el doctor Savine entró en la habitación, precedido por el sonido de su paso veloz en el corredor. Era un hombre propenso a la calvicie, de mediana edad y estatura media, con aspecto competente y un carácter sereno. Se acercó a la cama mientras sacaba el estetoscopio de un bolsillo. Quitó la sábana y apoyó el instrumento en el pecho consumido de Greta. Un instante para entender y otro para volverse hacia Vivien con una expresión que incluía todas las situaciones similares vividas a lo largo de su carrera.
– Lo siento, señorita Light.
Ni la voz ni las palabras eran de circunstancias. Vivien sabía que el personal y los médicos de la clínica Mariposa se habían tomado a pecho el caso de su hermana. Y su impotencia frente al avance de la enfermedad había estado acompañada, día a día, por un sentimiento de derrota que habían compartido con ella. Dio la espalda a la cama para no ver cómo una sábana subía y cubría la cara de Greta.
El dolor y el cansancio le produjeron un vahído. Trastabilló y se apoyó en la pared para no caer. El doctor se acercó para sostenerla. La condujo hasta un pequeño sillón frente a la cama. Le tomó el pulso y Vivien sintió los dedos del médico.