– Sí, pero en el apartamento no he encontrado nada. Nuestro alias Wendell Johnson vivió como un verdadero fantasma, dentro y fuera de casa.
Un denso silencio. Vivien continuó.
– Pero, por otra parte nos ha llegado una novedad. Crucial y determinante, si es que tenemos suerte.
– Lo que significa que…
– Tenemos la posibilidad de echarle el guante al hombre que está haciendo explotar las bombas.
– ¿Lo dices en serio? ¿Cómo has llegado hasta él?
– Alan, debes confiar en mí, de momento no puedo decirte nada más.
El capitán cambió de tema. Vivien lo conocía bien y sabía que con ese atajo se estaba tomando tiempo para reflexionar.
– ¿Sigue Wade contigo?
– No. Ha decidido renunciar.
– ¿Estás segura de que no dirá nada?
– Sí.
«No estoy segura de nada que tenga que ver con ese hombre. Y sobre todo es él quien ya no está seguro de mí.»
Pero ése no era el momento de hablar de Roger Wade, y mucho menos de pensar en él. El capitán había tomado su abandono corno una señal positiva. Y el probable arresto del criminal le había cargado las pilas.
– Bien, Vivien. Entonces ¿qué tengo que hacer? Y sobre todo, ¿qué vas a hacer tú?
– Debes poner en estado de alerta a la policía del Bronx. Que estén listos para comunicarse a partir de mañana a las dos de la tarde, en una longitud de onda cifrada, y que se atengan a mis instrucciones.
La respuesta no dio alternativas.
– Sabes que un pedido así equivale a un billete sólo de ida, ¿verdad? El jefe se me ha pegado como una lapa. Si la policía se moviliza y no obtenemos resultados, tendré que dar muchas explicaciones, ¿entiendes? Y entonces rodarán nuestras cabezas, te lo aseguro.
– Lo sé, pero es la única salida que tenemos. La única esperanza a la que podemos aferramos para detenerlo.
– Está bien. Espero que sepas lo que haces.
– También yo lo espero. Gracias, Alan.
El capitán colgó y ella se quedó sola para afrontar la despedida definitiva a su hermana.
Lo mismo que ahora, cuando volvía a Nueva York y con ella viajaba una presencia a la que poco a poco el tiempo desteñiría, pero cuyo recuerdo permanecería.
Cruzó el puente George Washington y siguió hasta girar a la izquierda por Webster Avenue, en dirección a Laconia Street, donde estaba la comisaría del Distrito 47. Siguió hasta el número 4111 y aparcó el Volvo frente al edificio, entre los coches de servicio con agentes a la espera de que se los requiriera. Acababa de apearse del coche cuando la puerta de vidrio se abrió y vio salir al capitán en compañía de un civil al que Vivien no conocía. Con Bellew habían quedado en encontrarse allí, cuando hablaron por teléfono la noche anterior, cuando lo había llamado antes de apagar…
«El teléfono. ¡Mierda!»
Lo había desconectado para evitar que sonase en el silencio de la clínica. Sabía que durante la noche no recibiría ninguna llamada importante. De suceder algo, sería al día siguiente. Quería estar allí, junto a su hermana, sola y aislada del resto del mundo durante la que podría ser la última noche que pasaran juntas. Pero después, destrozada por la muerte de Greta, se había olvidado de conectarlo cuando partió de Cresskill. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y lo sacó. Lo encendió con dedos frenéticos esperando no encontrarse con llamadas perdidas. Pero su esperanza duró poco. Apenas el móvil encontró cobertura, le llegaron varios avisos de llamadas.
Russell.
«Después, ahora no tengo tiempo.»
Sundance.
«Después, cariño. Ahora no sabría qué decirte ni cómo decírtelo.»
Bellew.
«Joder, ¿por qué no habré conectado este dichoso chisme?»
El padre McKean.
«Maldición. Maldición. Maldición.»
Comprobó la hora de la llamada: había sido hecha a mediodía. Vivien miró el reloj: las dos y cuarto. Ignoraba el motivo de la llamada, pero a esa hora no podía devolvérsela, porque el padre Michael ya estaría en el confesionario. Si le sonara el teléfono podría ser motivo de embarazo para cualquier fiel que se estuviera confesando… o motivo de sospechas para el hombre que buscaban, si por obra del destino se encontraba allí.
Mientras tanto, Bellew y el otro hombre habían llegado hasta ella en el aparcamiento. Éste estaba entrado en carnes, pero en su caminar demostraba ser fuerte y ágil, pese a no tener un cuerpo atlético.
– Vivien, pero ¿dónde te habías metido? -El capitán vio su expresión, advirtió que algo pasaba y su tono cambió-. Discúlpame. ¿Cómo está tu hermana?
Vivien guardó silencio. Esperaba que la pastilla del doctor Savine, además de mantenerla despierta, la ayudase a contener las lágrimas. Lo no dicho fue más claro que cualquier palabra.
Bellew le puso una mano en el hombro.
– Lo siento mucho… De verdad.
Vivien negó con la cabeza. Se dio cuenta del embarazo del otro hombre, que había entendido que estaba sucediendo algo grave, algo de lo que podía intuir la magnitud, pero ante lo cual no sabía cómo reaccionar. Vivien le tendió la mano.
– Detective Vivien Light.
– Soy el comisario William Codner. Mucho gusto. Espero que…
Vivien no pudo saber qué era lo que esperaba, porque el teléfono que tenía apretado en la mano empezó a sonar. El visor se iluminó y apareció el nombre del padre McKean. Vivien sintió un ramalazo de calor que se propagaba por todo su cuerpo. Respondió en el acto cubriendo el micrófono del móvil con un dedo para que del otro lado no se oyera nada.
Levantó la mirada hacia los dos hombres.
– Ya estoy.
El comisario hizo un gesto con la mano y los coches se pusieron en marcha. Uno abrió las puertas para ellos y Vivien se sentó en el asiento del acompañante. Bellew y Codner ocuparon los asientos de atrás.
– Muchachos, el juego ha comenzado. Tienes el balón en tu campo, Vivien.
– Un momento.