Dio un par de pasos y se acercó al banco adosado a la pared. Cogió la gran carpeta gris. La abrió y recorrió con rapidez los dibujos realizados sobre el inusual soporte de plástico transparente
«Constelación de Karen. Constelación de la Belleza. Constelación del Final…»
Hasta que encontró lo que buscaba. El timbre sonó en el momento en que lo estaba sacando de la pila. Dejó el dibujo sobre la mesa de madera y se dirigió hacia la puerta esperando que no fuese Judith con un suplemento de recriminaciones. Era Russelclass="underline" tenía un aspecto espantoso, sin afeitarse, el pelo revuelto y la ropa arrugada. En la mano derecha sostenía un objeto que parecía un cartel enrollado.
Pensó dos cosas al mismo tiempo: que él era guapísimo y que ella era una idiota.
Lo cogió por el brazo y tiró de él hacia el interior.
– Ven. Entra.
Cuando cerró la puerta, Vivien confundió el ruido del picaporte con la voz nerviosa de Russell.
– Tienes que ver una cosa…
– Un momento. Antes deja que compruebe algo.
Volvió a la habitación seguida por un Russell que no entendía nada. Cogió la hoja de plástico delineada en azul donde el pintor había proyectado la que, según él, era la «Constelación de la Ira». El dibujo estaba compuesto por una serie de puntos blancos cada tanto coincidentes con puntos rojos.
Seguida por la mirada curiosa de Russell, se acercó al mapa de Nueva York clavado en la pared y apoyó el dibujo encima. Encajaban exactamente. Pero, mientras los puntos blancos parecían puestos al azar y algunos se perdían en el río y el mar, los puntos rojos estaban todos en tierra firme y tenían una colocación geográfica precisa.
Vivien susurró, casi para sí misma:
– Es una nota, un recordatorio.
Y, sin separar el dibujo del mapa, se volvió hacia Russell, que ahora estaba a su lado. Él también había empezado a entender, aun cuando no tenía idea de cómo Vivien había llegado a esa conclusión.
– Matt Corey no tenía ninguna pretensión artística. Sabía muy bien que no tenía talento para eso. De allí que no haya colgado ni siquiera un dibujo. Sólo los hizo para esconderse dentro de ese mapa. Y estoy segura de que los puntos rojos corresponden a todos los lugares donde escondió las bombas.
Dejó caer esa terrible idea y cuando miró nuevamente el mapa de la ciudad, sintió que palidecía. No logró contener una exclamación de angustia.
– ¡Oh, Dios mío!
Cuando volvió a poner la plantilla sobre el mapa, Vivien esperaba haberse equivocado. Pero sólo obtuvo confirmación. Trató de controlar la exasperación recorriendo el mapa con los dedos. Se acercó casi hasta tocar la pared con la cara.
– También hay bombas en Joy.
– ¿Qué es Joy?
– Ahora no. Debemos irnos, ¡rápido!
– Pero yo…
– Me lo contarás de camino. Ahora no tenemos un minuto que perder.
Un segundo después ya estaba en la puerta. La sostuvo abierta para que saliera Russell.
– Date prisa. Es un código de máxima alerta.
Mientras esperaban el ascensor, Vivien sintió que su cerebro trabajaba como nunca antes. Era debido al apremio o por efecto de la píldora que le había dado el doctor Savine, pero el origen de esa lucidez ahora no le importaba. Trató de recordar con precisión las palabras que el hombre de la chaqueta verde había pronunciado en el confesionario.
«La santidad está al final del camino. Por eso no descansaré el domingo.»
Eso quería decir que el siguiente atentado estaba programado para el domingo siguiente. Por tanto, había tiempo para intervenir, si es que su hipótesis sobre el dibujo en la lámina de plástico era acertada. Pero en la lista estaba Joy, y en eso no podía permitirse correr riesgos. La comunidad debía ser evacuada con la mayor premura. No podía perder a su hermana y su sobrina casi al mismo tiempo.
Salieron a la calle y corrieron hacia al coche. Russell jadeaba detrás de ella. Su aspecto desastrado debía de corresponderse con su estado físico. Vivien pensó que tendría tiempo de reponerse un poco durante el trayecto al Bronx.
Trató de llamar por teléfono al padre McKean, pero lo tenía desconectado. Se preguntó por qué, puesto que a esa hora ya debería haber regresado a Joy desde Saint John. Tal vez, después de la experiencia de un rato antes deseaba que el teléfono fuera sólo un objeto inanimado en el fondo de su bolsillo. Intentó llamar al número de John Kortighan, pero nadie atendió. Y con cada tono, Vivien perdía un año de vida.
Puso la luz giratoria en el techo y arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos. No quería llamar al número de la comunidad para no alarmar a los chicos. Tampoco podía llamar a Sundance, porque los huéspedes de Joy no tenían derecho a usar teléfono móvil.
Mientras se adentraba en la calle a la máxima velocidad que le permitía el tráfico, Vivien se dirigió a Russell, que iba cogido a la agarradera del copiloto sobre la ventanilla. La concentración en conducir era en ese momento un simple reflejo instintivo. La curiosidad que sentía era uno de los pocos rasgos humanos que le quedaban.
– Bien, entonces ¿qué has encontrado?
– ¿No es mejor que te concentres en conducir?
– Puedo conducir y escucharte al mismo tiempo.
Russell pareció resignarse a pasar la prueba, tratando de ser lo más sintético que pudiera.
– Ni siquiera podría explicarte bien cómo lo he logrado, lo cierto es que he llegado hasta el nombre de este Matt Corey. Era el Little Boss que vimos en la foto, en Hornell. Fue camarada de armas de Wendell Johnson en Vietnam. Durante muchos años Matt Corey fue dado por muerto, cuando en realidad estaba vivo y había adoptado el nombre de su amigo.
Vivien formuló la pregunta más importante.
– ¿Y su hijo?
– Ya no vive en Chillicothe. Se llama Manuel Swanson y no sé dónde está ahora, pero en una época hizo sus pinitos en el mundo del espectáculo.
Alzó el cartel enrollado que llevaba en la mano izquierda.
– He logrado hacerme con un anuncio.
– Déjame verlo.
Durante toda la conversación, Russell no había podido apartar la mirada de la calle, donde el XC60 se deslizaba en una especie de slalom entre los otros coches en movimiento, que se apartaban y reducían la velocidad para dejarle paso.
Protestó.
– ¿Es que estás loca? Estamos yendo a más de ciento sesenta kilómetros por hora. Nos mataremos y mataremos a otros.
Vivien alzó la voz:
– Te he dicho que me dejes verlo.