Y una marea de recuerdos.
5
Ben Shepard se parapetó detrás de una hormigonera, una buena posición si tenía que disparar contra la puerta. Una gota de sudor en la sien le recordó cuán calurosa y húmeda era la nave. Tuvo la reacción instintiva de secarse pero prefirió no soltar el Remington. Quienquiera que fuere el intruso, él no sabía cómo reaccionaría. Y tampoco sabía si estaba armado o no. De todos modos, el hombre estaba sobre aviso. Él empuñaba un fusil semiautomático y nunca hablaba por hablar. Había luchado en Corea. Si ese tipo, o tipos, no creían que era capaz de usarlo, se equivocaban.
No sucedió nada.
Había preferido no encender luces. En penumbras, el tiempo se transformaba en un asunto personal entre él y los latidos de su corazón. Esperó unos instantes que parecían insertos en la eternidad.
Era una casualidad que estuviese allí a esa hora.
Volvía de una partida de bolos con su equipo. Estaba en la Western Avenue y apenas había dejado atrás el North Folk Village, cuando una luz en el salpicadero de la vieja furgoneta indicó que el aceite estaba en la reserva. De haber continuado, habría podido fundir el motor. A pocos metros de allí estaba el desvío hacia la nave. Lo enfiló a toda velocidad, invadiendo el carril contrario para describir una larga curva sin verse obligado a pisar el freno. Después, apagó el motor y lo dejó en punto muerto para aprovechar la pendiente y llegar así al portón.
Cuando se acercaba a la construcción sintiendo el ripio bajo las ruedas, que perdían velocidad y producían un sonido cada vez más grave, por un instante le pareció entrever una luz tenue en las ventanas. Esto interrumpió de golpe unos pensamientos no muy edificantes dirigidos a alguna deidad protectora de los automovilistas.
Detuvo la furgoneta de golpe. Cogió el Remington de detrás del asiento y comprobó que estaba cargado. Se apeó sin cerrar la puerta y se acercó a la nave caminando por la hierba para no hacer ruido con sus pesados zapatos. Pensó que cuando se había ido, un par de horas antes, bien podría haberse olvidado las luces encendidas.
Eso era, claro.
Pero de todos modos, prefería estar en lugar seguro: la culata de un fusil. Ya lo decía su padre: «De mucha prudencia no se muere nadie.»
Siguió caminando junto a la valla y encontró la parte que había sido cortada. Después vio la luz en el interior de la habitación y una sombra que pasaba por la ventana.
La mano sobre la culata del Remington empezó a humedecerse más de lo debido. Enseguida escudriñó con la mirada.
No vio ningún coche aparcado por allí, y esto le dio que pensar. La nave estaba llena de materiales y herramientas. No eran cosas de gran valor, y todas más bien pesadas, pero de todos modos podían tentar a un ladrón. No obstante, le parecía raro que alguien hubiera ido a pie a limpiarle el taller.
Cruzó la valla y llegó a la puerta de entrada, junto al paso de vehículos. Fue a abrirla pero la encontró abierta. Al tacto, sintió la llave en la cerradura y la poca luz de los focos, que rebotaba en el muro claro, le mostraron que el sitio del extintor estaba abierto.
Raro. Muy raro.
Él era el único que sabía de la existencia de aquella llave de reserva.
Tan curioso como circunspecto, fue hasta la habitación y abrió la puerta de una patada. Encañonó el interior.
Una figura de hombre apareció bajo el marco con las manos alzadas, dio un par de pasos y se detuvo. En respuesta, Ben se movió hacia la mole rechoncha y sin gracia de la hormigonera, como para protegerse. Desde allí podía tener bien apuntadas las piernas del tipo. Si hacía algún movimiento raro, lo ayudaría a perder treinta centímetros de estatura.
– ¿Estás solo?
La respuesta llegó rápida, pero calma y sosegada, aparentemente franca:
– Sí.
– Bien. Ahora saldré. Si tú o algún amigo tuyo os proponéis hacerme una broma pesada, te hago un agujero en el estómago, del tamaño de un túnel ferroviario. ¿Entendido?
Ben esperó un momento y después salió con cautela de su refugio. Tenía el fusil a la altura de la cadera y apuntaba directamente al estómago del hombre. Dio un par de pasos hacia el intruso, hasta verle la cara.
Y lo que vio le puso la carne de gallina. Aquel hombre tenía la cara y la cabeza totalmente desfiguradas por lo que parecían cicatrices de tremendas quemaduras. Bajaban hasta el cuello y se perdían dentro de la camisa. No tenía oreja derecha, y de la otra sólo quedaba un trozo, pegado como una burla a un cráneo donde un áspero cuero cabelludo había sustituido el pelo.
Sólo la zona que circundaba los ojos estaba intacta. Y ahora esos ojos lo miraban mientras se acercaba, con un repaso más irónico que preocupado.
– ¿Y tú quién coño eres?
El hombre sonrió, si lo que aparecía en su rostro podía considerarse una sonrisa.
– Gracias, Ben. Por lo menos no me has preguntado «qué» soy.
El intruso bajó los brazos sin pedir permiso, y en ese momento Ben se dio cuenta de que llevaba las manos enguantadas.
– Sé que no es fácil reconocerme. Esperaba que por lo menos mi voz fuera la misma de antes.
Ben Shepard desencajó los ojos. El cañón del fusil bajó sin que él se lo propusiera, como si de golpe los brazos se le hubieran vuelto tan débiles que no pudieran sostener el arma. Después le llegó la palabra, como si antes no hubiera sabido hablar.
– Dios santo, Jesús bendito, Little Boss. Eres tú. Todos creíamos que habías…
La frase quedó suspendida, como habían quedado sus vidas durante todo ese tiempo. El otro hizo un gesto impreciso con la mano.
– ¿Muerto? -La siguiente frase la profirió como un pensamiento en voz alta, o una esperanza enterrada-. Y, según tú, ¿no lo estoy?
De pronto, Ben se sintió viejo. E intuyó que la persona que tenía frente a sí se sentía más vieja que él. Todavía confundido por aquel encuentro inesperado, sin saber bien qué hacer o decir, se acercó a la pared y tendió la mano hacia el interruptor. Una insuficiente luz de servicio se expandió en el recinto. Cuando hizo el gesto de encender otra, Little Boss lo detuvo con un gesto.
– No te preocupes. Te aseguro que con más luz no mejoro.
Ben se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y se sintió inútil y estúpido. Por fin, hizo lo único que le dictaba el instinto. Dejó el Remington sobre unas cajas, se acercó y abrazó con delicadeza a ese soldado cuyos ojos sólo mostraban destrucción.