El doctor se apoyó en el escritorio y dejó que su mirada vagara por la habitación. Quizás era ésa su actitud cuando daba clases en la universidad.
– Muchas veces junto a este tipo de síntomas aparece la epilepsia. Este término no debe ser entendido erróneamente. No se trata de la enfermedad que todos conocemos, es decir, ojos en blanco, espuma en la boca y convulsiones. Se presenta en forma muy diferente: durante los ataques, el afectado puede tener alucinaciones. Por ello no es improbable que en esos momentos el padre McKean viese a su álter ego como si lo tuviera delante. El hecho de que lo haya descrito lo demuestra. Y al mismo tiempo es la prueba de lo que acabo de explicar.
Se encogió de hombros a modo de introducción de lo que iba a decir.
– El hecho de que tuviera habilidades como ventrílocuo, y que hubiera practicado ese arte cuando era joven, confirma esta hipótesis. En las personas predispuestas, a veces se crea una identificación entre el ventrílocuo y su muñeco, cuya simpatía y relación con el público son la verdadera causa del éxito. Esto produce envidia e incluso aversión. Un colega mío tuvo en tratamiento a un ventrílocuo que estaba convencido de que su esposa lo engañaba con el muñeco. -Sonrió sin alegría-. Sé que cosas como éstas pueden hacer sonreír de escepticismo, pero creedme si os digo que en los hospitales psiquiátricos están a la orden del día.
Se alejó del escritorio y volvió a pasearse.
– Con respecto al tal John Kortighan, pienso que ha estado absorbido por la personalidad del padre McKean. Lo idealizó hasta el punto de convertirlo en un ídolo. Y, en consecuencia, lo mató cuando supo quién era en realidad y qué estaba haciendo. Cuando hablé con él, llegó a proponerme que dijéramos que era él el responsable de los atentados, para así conservar el buen nombre del sacerdote y todas las cosas importantes que había hecho en su vida. Como pueden ver, la mente humana es…
El teléfono sonó sobre el escritorio del alcalde. Gollemberg estiró la mano y cogió el auricular.
– ¿Sí? -Escuchó un momento, sin cambiar de expresión-. Buenos días, señor. Sí, todo ha terminado. Puedo confirmarle que la ciudad ya no corre peligro. Hay otros artefactos explosivos pero ya los hemos localizado e inutilizado. -Asintió-. Gracias, señor. Lo antes posible le enviaré un informe detallado de esta historia delirante. Apenas hayamos entendido la totalidad de lo que pasó. -Otra pausa-. Sí, señor. Se lo confirmo: Vivien Light. -El alcalde sonrió-. Está bien, señor. -Miró a Vivien y añadió-: Es para usted. -Y le tendió el auricular ante el estupor de la interesada.
Vivien se acercó, lo cogió y se lo llevó al oído como si nunca antes hubiese hecho ese gesto.
– ¿Sí?
– Buenos días, señorita Light. Mi nombre es Stuart Bredford y soy el presidente de Estados Unidos.
Vivien contuvo el reflejo de ponerse firmes, pero no logró contener la emoción.
– Es un honor, señor.
– El honor es mío. Antes que nada, permítame ofrecerle mi pésame por la muerte de su hermana. La desaparición de un ser querido deja un vacío que no podrá llenarse nunca. Sé que estaban ustedes muy unidas.
– Sí, señor. Mucho.
Vivien se preguntó cómo podía haberse enterado de la muerte de Greta. Después recordó que era el presidente y que podía tener información sobre todos y sobre todo en pocos minutos.
– Esto aumenta sus méritos, señorita. A pesar de lo que le ocurrió, usted ha sido capaz de llevar a término una empresa admirable. Ha salvado a muchos inocentes de una muerte segura.
– He hecho mi trabajo, señor.
– Y yo se lo agradezco, en mi nombre y en el de todos los ciudadanos. Bien, ahora me toca a mí cumplir con el mío. -Una pausa-. En primer lugar le aseguro que, pese a lo ocurrido, Joy no cerrará sus puertas. Es una promesa personal. Palabra de presidente.
Vivien vio otra vez, una a una, las caras de los chicos que con aire perdido subían al vehículo que los llevaría fuera de aquel lugar. Ahora, al saber que seguirían teniendo una casa, sintió una inmensa paz.
– Es maravilloso, señor presidente. Esos jóvenes estarán felices.
– Y en lo que concierne a usted, hay algo que quiero pedirle.
– Dígame, por favor.
Una pequeña pausa, quizás una reflexión.
– ¿Tiene libre el Cuatro de Julio?
– ¿Perdón, señor…?
– Tengo la intención de proponerla para la Medalla de Oro del Congreso. La entrega de esta condecoración se realiza aquí en Washington, el Cuatro de Julio. ¿Podrá tomarse el día libre en esa fecha?
Vivien sonrió como si el primer mandatario pudiese verla.
– Anularé cualquier compromiso.
– Bien. Usted es una gran persona, Vivien.
– También lo es usted, señor.
– Yo seré presidente cuatro años más. Para su suerte usted seguirá siendo como es toda la vida. Hasta pronto, amiga.
– Gracias, señor.
Vivien se quedó un momento de pie, junto al escritorio, sin saber qué decir o hacer. Colgó el auricular y miró a los otros. En sus caras advirtió curiosidad, pero no tenía ninguna gana de satisfacerla. Ése era un momento sólo suyo y, mientras fuera posible, no quería compartirlo con nadie.
Una mano que llamó a la puerta llegó en ayuda de esa decisión.
– Adelante -dijo el alcalde.
Un hombre de unos treinta años se asomó por la puerta. En la mano tenía un periódico.
– ¿Qué pasa, Trent?
– Hay algo que tendría que ver, señor alcalde.
Gollemberg hizo un gesto y Trent se acercó al escritorio para entregarle el New York Times. El alcalde le dio una ojeada rápida y lo volvió para que todos pudieran verlo.
– ¿Qué significa esto?
Todos se quedaron boquiabiertos.
La primera página mostraba un enorme titular:
LA VERDADERA HISTORIA DE UN NOMBRE FALSO
por
Russell Wade
Abajo había dos fotos muy nítidas. En la primera, un muchacho sostenía en brazos un gato negro. En la segunda, John Kortighan, tomado en tres cuartos de perfil, estaba sentado en un taburete empuñando una pistola. Dirigía una mirada vacía y ausente hacia un punto ubicado a su derecha.
Con una sincronización perfecta, las miradas de los presentes se dirigieron a Russell, que, como siempre, había escogido la silla más apartada. Cuando se supo observado, una expresión inocente se formó en su rostro.