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– Te había prometido una cena, ¿recuerdas?

Quizá no sepa que me ha conquistado. O tal vez lo sepa y quiere ir paso a paso. En cualquier caso, no tengo ninguna intención de escapar. No sé qué expresión he puesto, pero aun en mi confusión logro pensar que es un pecado no tener una foto de mi cara en este momento.

– Bien, aquí la tenemos: una cena preparada por el chef preferido de mi padre. Langosta, ostras, caviar y otras exquisiteces de las que no recuerdo el nombre.

Con un gesto elegante señala una botella en un cubo de hielo.

– Para el pescado disponemos de un buen champán.

Después coge una botella de vino tinto con etiqueta de colores.

– Y para lo demás Il Matto, este maravilloso vino italiano.

Los latidos de mi corazón alcanzan su cota máxima.

Me acerco y le rodeo el cuello con los brazos.

Mientras lo beso, siento que todo pasa y todo llega al mismo tiempo. Que todo existe y que nada existe sólo porque lo estoy besando. Y cuando me devuelve el beso pienso que moriría si él no estuviera y que quizá muera por él, ahora, en este momento.

Me separo un momento. Sólo un momento, porque más no puedo.

– Vamos a la cama.

– Pero ¿y la cena?

– Al diablo con la cena.

Me sonríe. Sonríe sobre mis labios y su aliento es maravilloso.

– La puerta del apartamento ha quedado abierta.

– Al diablo con la puerta.

Llegamos al dormitorio y por un momento que se me antoja infinito me siento necia y estúpida, puta y hermosa, amada y adorada, ama y esclava.

Después, sólo queda su cuerpo junto al mío y una claridad insinuada a través de las cortinas y su respiración tranquila mientras duerme. Entonces me levanto, me pongo el albornoz y me acerco a la ventana. Dejo que mi mirada, ya libre de ansiedad y miedo, vaya más allá de los cristales.

Fuera, indiferente a las luces y los hombres, una ligera brisa sube por el río.

Quizá persigue algo, o es perseguida por algo. Pero es agradable estar aquí y oírla susurrar entre los árboles. Es un soplo fresco y etéreo, de los que secan las lágrimas de las personas e impiden que los ángeles lloren.

Y yo, por fin, puedo dormir.

AGRADECIMIENTOS

El final de una novela es como la despedida de un amigo: siempre deja una sensación de vacío. Por fortuna, su extensión hace que se reencuentren los antiguos y se conozcan nuevos. Por esa razón quiero expresar mi gratitud a:

La doctora Mary Elacqua di Rensselaer y sus adorables padres, Wonder Janet y Super Tony, por haberme acogido en Navidad con el afecto que se le brinda a alguien de la familia.

Pietro Bartocci, su inimitable marido, la única persona en el mundo que logra roncar estando despierto y, a la vez, cerrar negocios.

Rosanna Capurso, genial arquitecta de Nueva York, con su cabello rojo fuego y un sentido de la amistad que ofrece el mismo tipo de calor.

Franco di Mare, prácticamente un hermano; sus sugerencias fueron determinantes para trazar el perfil de un corresponsal de guerra. Si lo he logrado, obviamente es por mi culpa. Si no lo he logrado, la culpa es suya.

Ernest Amabile, un hombre maduro que me trasmitió su experiencia en Vietnam cuando era un joven.

Antonio Monda, por haber hecho que me sintiera un intelectual italiano en Nueva York.

Antonio Carlucci, por haber compartido conmigo sus experiencias y haberme permitido descubrir un singular restaurante.

Claudio Nobis y Elena Croce, por haberme dado hospitalidad y libros.

Ivan Genasi y Silvia Dell'Orto, por haber compartido conmigo la llegada de una cigüeña proveniente del Ikea de Brooklyn.

Rosaria Carnevale, que además de haberme auxiliado durante mi estancia en Nueva York, es de verdad una eficiente directora de banco.

Zef, que aparte de ser un amigo, es un verdadero building manager en un edificio de la calle Veintinueve.

Claudia Peterson, una veterinaria, y su marido, Roby Facini, que me prestaron la historia de Walzer, su irrepetible gato de tres patas.

Carlo Medori, que del cinismo ha hecho su diversión y del afecto su esencia.

El detective Michael Medina, de la comisaría del Distrito 13 del Departamento de Policía de Nueva York, por su amable ayuda en un momento de dificultad.

Don Antonio Mazzi, por el asesoramiento sobre las obligaciones sacerdotales. Y por ser, en más de un modo, con su comunidad de rehabilitación, inspirador de una parte de esta historia y protagonista de una aventura maravillosa.

La doctora Elda Feydes, patóloga en el Hospital Civil de Asti, y el doctor Vittorio Montano, neurólogo en el mismo hospital, por su asesoramiento científico.

Por fin, con infinito placer estoy obligado una vez más a mencionar a mi grupo de trabajo, compuesto por personas que al cabo de mucho tiempo me hacen preguntarme si todavía no se han hartado de mí, o si lo han hecho pero lo disimulan de manera extraordinaria.

En ambos casos merecen el mayor reconocimiento:

El filibustero Alessandro Dalai, que aún no sabe que los chupitos de abordaje y los de bar son dos cosas diferentes.

La cristalina Cristina Dalai, que se ocupa de reponer los vasos que rompo regularmente.

El enciclopédico Francesco Coiombo, mi incomparable editor, que, por suerte para mí, tiene un cerebro de más y un Bentley de menos.

El guevarista Stefano Travagli, quien, junto con Oscar Wilde, sabe de la importancia de llamarse Ernesto.

La elegiaca Mara Scanavino, sublime directora de arte, que logra hacer unos líos tremendos de modo extremadamente creativo.

La pitagórica Antonella Fassi, porque danza en el corazón de los autores con el mismo pie grácil con que danza sobre nuestros escritos.

Las rutilantes Alessandra SantÁngelo y Chiara Codeluppi, mis impagables Press Sisters, que de su pecho saben hacer escudo y fortaleza.

Y a todos los chicos de la editorial Baldini Castoldi Dalai, que siempre me hacen sentir como un gran autor, aun cuando de momento ese extremo no se haya dilucidado del todo.

A todos ellos sumo a mi agente, el fan de la ciencia ficción Piergiorgio Nicolazzini, que acogió como un amigo mi aterrizaje de extraterrestre en su planeta.

Como suele decirse, los personajes de esta historia, salvo Walzer, son fruto de la imaginación y cualquier parecido con personajes reales es casual.

Los lectores de esta novela entenderán que en su título no hay nada autobiográfico. A quien no lo haya leído y piensa que sí lo hay, le dejo intacta esa suposición que me honra.

Dicho esto, saludo con una reverencia y la rúbrica de mi sombrero emplumado.